El odio es hijo de un alma ignorante...
Tennesse Williams
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Al principio fue un estruendo de voces que se esparcían desde las ventanas de algunos edificios: "¡Mueran los chavistas!". Llegaba olor a éter o a formol, no sé por qué, en aquellos días de un calor endemoniado. Hubo también un estallido de fuegos de artificio como si estuviéramos en Noche Buena. Bueno, nos encontrábamos en el 10 de febrero de 2014. Al mediodía, el sol entró como plomo derretido y se acentuó el calor con humaredas de llantas quemadas a lo largo de toda la avenida Eleazar López Contreras. Qué cosa más rara, nunca se habían visto protestas en La Pedregosa Sur y los gritos y las peroleras (cacerolas sonando) semejaban los zagaret que había escuchado en mi viaje a Damasco. Luego vinieron unas "trancas" (emperifolladas damas junto a malandros colocando obstáculos en la vía) que se extendieron por varios lugares residenciales. Eran irrupciones voltaicas (volcánicas) enviados desde centenares de centros electrónicos del mundo que estallaban en los tumefactos cerebros de los merideños.
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Si al menos cayera una lluviecita les pasara un poco esta hidrofobia–dije a mi mujer.
Era así, como una repentina peste de mal de rabia.
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Pero no son pestes provocadas por el mal tiempo. Son irradiaciones magnéticas de las benditas chicharras cibernéticas.
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Se percibía un día de siniestros silencios nunca visto en tantas convulsiones ocurridas en nuestra ciudad. Ni siquiera cuando sufrimos los hechos terribles del 13 de marzo de 1987 que se dieron únicamente en el centro, podían compararse con el estado de agitación que ahora se esparcía en más de veinte puntos diferentes de Mérida.
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Nos tocó (a mi esposa y a mí) ese día, 10 de febrero, hacer un largo recorrido desde la parte sur de la ciudad (sector La Pedregosa), hasta el extremo norte, en Belén. Salimos a buscar a nuestra perra Solita, recién operada. El cuadro que presentaba la ciudad era del todo fantasmal: la gente iba sonámbula por las calles como presagiando una emboscada, algún golpe artero, una nueva celada; unos marchaban como poseídos por aquella alucinación homicida (suicida), que se expandió durante los primeros días de diciembre de 2002 en la Plaza Altamira, en Caracas. "¿Hasta cuándo estas encerronas de holgazanes lapidarios azuzados por el señuelo de unos cuantos rollos de papel tualé, de unos cupos en dólares para comprar virguerías electrónicas, sueños Disney o terrores de Hollywood?".
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Paciencia.
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Todo en aquellos días mostraba un rostro distinto, un bochorno de tediosas vaguedades combinado con una extraña petrificación. Salimos a la calle en medio de mil conjeturas que nos sacudían. Al salir de nuestro conjunto residencial estuvimos dudando si subir yéndonos por la avenida Los Próceres o bajar cogiendo por El Enlace. "Pero, carajo, cómo arreciaba ese repugnante olor a formol". Casi llegando al Puente de la Pedregosa, vimos a cuatro muchachones, todos idénticos, con sus gorritas tricolor recién compradas (u obsequiadas por el alcalde), debutando como halcones galácticos. Arrastraban una enorme valla vial. Llevaban el pelo cortado a cepillo y a la vez engominado, como acicalados para una rumba matinal. Se habían colocado pañuelos en la cara y parecían todos como clones del personaje Flashback.
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¿No te huele a formol?
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Para nada.
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Qué raro.
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¿Seguro?
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Seguro.
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Seguimos andando cada vez más de prisa. Sonó el celular, era Carmenza preguntando por un pollo que se nos había quedado fuera del congelador. Todos los rostros con los que nos encontrábamos parecían poseídos por mensajes que les llegaban a través de las fulanas chicharras digitales. Iban sacudidos, como veletas llevadas por los vientos de las mentiras y del odio. Sus chicharras eran sus almas, e iban maldiciendo al son de los mensajes que recibían; sonámbulos, entre fragores de asmas junto con los ruidos paranormales de las motos y esos raros olores que indescriptibles, desconocidos. Ya, hasta los sentidos los tenemos trastocados, oímos por la nariz y escuchamos sólo a través de las chicharras.
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¿O será acaso la tétrica compacidad de la NADA que traen esos vientos secos absurdos, inexplicables?: porque nada se sabe explicar, nada se entiende. Sin embargo, lo que muchos parecieran tener muy claro es que en pocos segundos el gobierno caerá. En esos delirios de la nueva posesión diabólica ya no estaban funcionando aquellos cuatro canales del apocalipsis, los mismos que anunciaron el fin del gobierno en 2002; el papel lo asumían ahora, insistimos, las diabólicas chicharras conectadas al sistema cerebro-espinal, las que expanden a la velocidad de la luz crímenes imaginarios "evidentes", "netos" y "comprobados".
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Me decía: "¿podría ser cierto que la verdad existe? ¿O nuestros cerebros acaso son simples ondas conectadas a las fibras ópticas de CNN?" Porque se comienza a vivir otra realidad paralela mucho más poderosa: la de los ríos de histerias y cuentos, "me lo dijeron", "lo vi con mis propios ojos", "hágame caso, tenga fe, esto se acaba hoy…".
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Por las calles, como jaranas en pena, digo, no se conseguía un taxi. Decidimos hacer a pie, un trayecto de quinientos metros, hasta cerca del Cementerio La Inmaculada. Los rostros de los comerciantes (de licorerías, bares, ferreterías y abastos), estaban desencajados, como trasluciendo un acuartelamiento de megalomaniasis; iban los peatones de prisa dirigiendo sus miradas hacia las columnas de humo que se alzaban al fondo de la avenida Los Próceres. Humo que semejaba al dios Cronos engulléndose a su porfiado hijo, el que hoy, precisamente, quería ir a la escuela pero que no pudo. De la otra nada de la realidad surgió un carro al que le sacamos la mano. El conductor creyó que nos conocía:
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¿Ramón, Alicia?
Miró vacilante:
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Suban –pero vaciló, supo que se había equivocado-.
Nos quedamos hablando por la ventanilla, sin atrevernos a subir. El hombre también llevaba en la mano su chicharra iluminada y trataba de hablar con dos mundos distintos al mismo tiempo:
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Sí Mary, creo que no voy a poder subir, yo te llamo en un momentico; sí, así es, no vayas a salir de la casa, mira que hay varios cuarteles alzados –y dirigiéndose a nosotros-: ¿Ustedes bajan o suben?
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Subimos.
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¿Ya esto como que se cayó, verdad?
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No sabemos nada, amigo. Allá abajo sí tumbaron unos árboles.
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De pasar está pasando lo de siempre; es decir, nadie sabe qué está pasando- agregó mi esposa.
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Bueno, yo me voy a devolver. Qué vaina, me están llamando otra vez. Sí, ranita, ahora sí como que cayó, pon CNN.
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Tenga cuidado señor- el tipo golpeó la acera y sonó bien feo el parachoques. Desapareció.