Con Tony Aguilar, comiendo arepas, sentados en la acera

Sábado, 23/12/2023 01:54 PM

Nota: Según Wikipedia, "José Pascual Antonio Aguilar Barraza (Villanueva, Zacatecas, de mayo de 1919- Ciudad de México, 19 de junio de 2007), conocido como Antonio Aguilar, fue un cantante y actor mexicano. Su discografía ha sobrepasado los 160 álbumes con ventas de más de 25 millones de copias. Al despuntar la década de los 50 debutó como actor en el cine y filmó más de 10 películas",

Para los tiempos de la historia que ahora cuento, finales de la década del 50 del siglo pasado, unos dos o tres años antes de la caída de Pérez Jiménez, Tony Aguilar, era conocido como "El gallo giro". En el mundo de los "criadores y peleadores de gallo", como se decía en Cumaná, "Se le conoce como gallo giro a cualquier gallo de pelea de tono oscuro y con plumas de color amarillo o plateado en la zona de su cuello y alas, por lo que el "giro" no es una raza o línea, sino un color de gallos".

Era entonces el cantante y actor mexicano muy famoso y, a mi ciudad natal, frecuente llegasen de ellos a cantar en los cines Paramount, La Glaciere y Pichincha, justamente, en el mes de diciembre, pues el cine y los artistas del país de los aztecas, gozaban de demasiada aceptación entre nuestra gente.

Esta nota, quizás insignificante, sobre todo en un país, donde la historia de los últimos años transcurre de manera muy particular y hasta trágica, cuando los venezolanos en gran medida no se reconocen y distancian, tiene entre otros fines, desearles a todos unas "¡felices navidades!".

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Ya casi eran las doce de la noche. Pese la luna era grande, como torta de casabe, no lograba alumbrar la plaza cumanesa y sus alrededores. Y es que en mi país todo era oscuro a cualquier hora. La dictadura de Pérez Jiménez, había secuestrado luces y voces.

Era una pequeña plaza, se llamaba entonces "19 de Abril", lugar de reuniones de estudiantes; hoy lleva el nombre de Andrés Eloy Blanco, como homenaje al poeta de "Giraluna", hijo de mi pueblo. Todas las bombillas estaban quemadas, que poco variaba la situación porque, aún encendidas, sus luces eran mortecinas. Por las noches, siempre había tristeza y languidez.
Todas las noches, como aquella, invariablemente, las embargaba el silencio. Los estudiantes que, habitualmente allí acudíamos, hablábamos en susurro. Muy cerca de nosotros, los bancos más próximos, siempre estaban ocupados por miembros de la policía política de inmensas orejas. Pues el solo quejarse de algo que pudiese relacionarse con el gobierno era considerado un delito y al quejumbroso le salía la detención, tortura y cárcel, si es que resistía y quedaba vivo.

Uno a uno comenzaron a marcharse los muchachos y también los policías, por lo mismo, el cansancio. Además, en ese espacio, poco se hablaba de lo que le podría interesar a un soplón o por lo menos hacíamos lo imposible para que nada escuchase. Nos estábamos llenando de mudos, sordos y mímicos de altísimo nivel. Nos habíamos vuelto expertos en simulación y emuladores de Marcel Marceau.

Poco después de las doce, quedé solo en la plaza. En una de las esquinas, la arepera permanecía abierta aquel sábado para atender a una habitual clientela de trasnochadores y borrachitos.

Yo había adquirido durante los dos últimos años, vividos en Caracas, el hábito de dormir muy tarde. Al fin, más por fastidio que por hambre, como quien hace un ritual, me dirigí a la arepera, a comerme algo antes de retirarme a dormir.

Justo cuando llegué a las puertas del negocio, de dos vehículos bajaron varios hombres vestidos de charros. Había olvidado que en uno de los dos cines del pueblo, estaba actuando en vivo Antonio "Tony" Aguilar, "El Gallo Giro", quien era una figura de gran popularidad en el continente. El cine mexicano, sus actores y actrices, gozaban en toda Venezuela de gran prestigio. Y en mi casi siempre taciturno pueblo, eran uno de los pocos motivos de entusiasmo y alegría.

Uno, en exceso preocupado por el permanente acoso de la policía, metida en medio todo el tiempo; por la densa oscuridad que nos borraba la juventud y la alegría que a ésta debe acompañar, no recordamos que, en el pueblo, esa noche, actuaba el famoso charro mejicano.

"¡Qué húbole chaval!" Me saludó el cantante ranchero. Le reconocí de inmediato por haberlo visto varias veces en el cine. Respondí a su saludo con una pregunta innecesaria, ¿usted es Tony Aguilar? "El mismo, cuate", me respondió y de inmediato me invitó le acompañase a comer, sin antes pedirme recomendaciones. Pidió para los dos y me solicitó que hablásemos. Quería saber de mi país y de lo que aquí pasaba por la palabra de un joven a quien desde un principio identificó como estudiante.

Nos sentamos en la acera a las puertas de la arepera. Me hizo hablar del gobierno, de la actitud y las condiciones de vida del pueblo. Le hablé de la represión y la persecución política contra los venezolanos. Del cerco en que nos tenían encerrados a los venezolanos. De la ausencia casi absoluta de derechos civiles y políticos y de la postración de la economía nacional que nos hacía ver como un pueblo de fantasmas deambulantes, sin rumbo ni concierto; de cómo el ingreso nacional casi todo se invertía en el centro del país, mientras a poblaciones como ésta solo migajas llegaban. Se distrajo un instante y pidió para ambos un nuevo servicio.

Cuando reiniciamos la conversación, preguntó por mí. "Soy", le dije, "uno de los tantos fantasmas que van de aquí para allá dando tropezones, sin brújula ni idea a dónde carajo dirigirse; uno de los miles de jóvenes provincianos con un título de bachiller inservible. Las universidades que en Venezuela existen, muy lejos de nosotros están. Hay unas pocas y para entrar a ellas se pagan matrículas cuya expresión en dinero, resultan cifras imposibles para uno".

Y hablamos de otras muchas cosas. Entendí que el "ranchero, pendenciero y dicharachero" del cine era un hombre de gran sensibilidad. Al final, antes de despedirnos, pues ya era demasiado tarde, extrajo de su cartera una tarjeta personal. En ella escribió mi nombre y estampó su firma. Me la entregó y me dijo en tono generoso y amigable, "vete a México, llévate esta tarjeta y búscame. Estoy seguro que allá podrás estudiar".

No fui ni nunca he ido a México, pero no he olvidado aquel bello momento que pasé con el "Gallo Giro", ni su hermoso gesto. Lamentablemente, por lo agitado de mi vida juvenil, como otras tantas cosas, hasta el original, las páginas escritas a máquina del primer libro que escribí, perdí su tarjeta.

Al saber de su muerte, en el año 2007, escribí y publiqué esta nota; quise hacer público, a modo de humilde homenaje, esta vivencia linda, con el Mauricio Rosales "El Rayo", el legendario jinete vengador y justiciero de la ingenua e imaginativa vida rural del pueblo y cine mexicanos.

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