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Aquí sigo, rodeado de viejos documentos, libros, carta y un cúmulo de trastos que fueron parte de una guerra que aún no termina. Anduvimos al principio tratando de precisar al enemigo, definirlo, cercarlo y eliminarlo. A todas luces, en principio, se trataba del imperio norteamericano, y la prolongación de su brazo criminal, con todos aquellos privilegiados que habían tomado el bastión los medios de comunicación y algunos centros del Este de Caracas, con su jefe máximo, el señor don Gustavo Cisneros.
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Había dicho don Gustavo Cisneros que vivíamos bajo un régimen «democrático» para mil años sin «problemas». Cualquier gobierno que entonces (1998) osase llegar al poder sin ajustarse a los parámetros determinado por el Departamento de Estado o la OEA, bastaba con sacarlo de quicio, hacerlo ingobernable mediante el terror de los medios, para luego llamar a elecciones y poner otro gobernante adecuado a las exigencias del imperio.
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Hugo Chávez les demostró que podía ir contra esa bestial arremetida, no obstante, a costa de cuántos sacrificios y lamentables pérdidas de vidas humanas, de cuantiosos gastos, una guerra de desgaste también a través de instituciones poderosas como las pervertidas mafias universitarias; esas infiltradas administraciones públicas; en medio de un permanente caos y sabotajes; con notables ruinas en los campos y en las ciudades, quiebras de millares de medianas y pequeñas empresas, y una estresante tensión, que nos colocó que nos puso a vivir en la dimensión de todo un desguace cerebral.
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No era, por supuesto, una guerra de Chávez contra los partidos AD, COPEI y MAS, los cuales después de 1998 quedaron desintegrados, sino contra un sistema neoliberal, cuyo jefe máximo vivía entre Nueva York, Madrid y Miami, en permanente contacto con el Departamento de Estado, con la CIA, y entregado a labores de guerras globales. Este jefe máximo al que jamás le había gustado figurar, tuvo que dar la cara en el momento en que Otto Reich, Roger Noriega y el mismo George W. Bush pusieron sobre el tapete el asunto del «irritante caso venezolano».
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Desde 1958, los Cisneros venían gobernando a Venezuela tras bambalinas. El método le había funcionado a la perfección, colocando títeres que sabían moverse según los patrones que les dictaba la alta clase empresarial. Nuestra democracia burguesa en ese sentido era perfecta, y EE UU durante cuarenta años, no tuvo de qué preocuparse. Mientras menos se sabía en lo que andaban los Cisneros, mejor controlaban al país. Los países pobres, amarrados a los parámetros bursátiles del imperio no pueden tener plena libertad para elegir a sus mandatarios, y están condenados a ser eternamente «subdesarrollados» o eternamente en vías de un hipotético (inalcanzable) «progreso».
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Condicionados por el consumo, nosotros sólo podremos ser «felices» en la medida en que tengamos dinero para comprar o para derrochar. No podrá haber conciencia sobre las razones del «subdesarrollo» hasta tanto no se desenmascare el negocio que representa la droga del consumo. Se nos mide más por lo que consumimos, que por lo que somos capaces de producir. «¡Consumid miserables hartibles, o jamás vislumbraréis el desarrollo!», nos gritaba desde sus dominios don Gustavo Cisneros, y cuanto más llegaban a consumir los miserables hartibles más torpes, y por tanto, más lejanos de dar el «gran salto hacia el progreso».
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A partir de 1998, el gran filántropo de don Gustavo Cisneros, comenzó a lanzar migajas con bombas mediáticas; nos regaba el país con ruidos de sables, sutiles guarimbas, amenazas de paros y por doquier bandas de paramilitares colombianos listos para soltar sus metrallas. Con tal cuadro interno, don Gustavo se buscó a una de las putas intelectuales más caras del mercado de la «izquierda»: al señor Carlos Fuentes. El trabajo de don Carlos Fuentes sería para echarle flores a su proyecto de "entretenimiento global". Estaba claro, que don Gustavo pensaba como don Mario Vargas Llosa, que siempre en el mundo ha habido ricos y pobres y que esto no tiene remedio y que el sistema capitalista neoliberal, ha dado en el clavo para soportar estas diferencias humanas, aunque el mundo cada vez vaya a peor, y cada vez el desmadre de la pobreza crezca en progresión geométrica. En eso estaba también perfectamente de acuerdo don Carlos Fuentes.
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La única salida para nosotros sería la capacidad de poder levantar una autonomía intelectual propia –como sostuvo siempre José Luis Sanpedro – algo que debía nacer de la aceptación realista de nuestra condición y naturaleza: una manera de autoabastecernos, un modo de arrancarnos la falsedad de un progreso extraño que siempre nos ha estdo llegando de afuera. Comprender que el desarrollo nuestro no debe corresponderse con el de los poderosos países capitalistas. Que hay que detener tantas importaciones innecesarias. Acostumbrarnos a ser pobres (y serlo con dignidad). Que no sean ellos quienes decidan el valor de la vida y del significado de progreso, siempre en función del dinero, del capital.
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Pero los enfermos mentales del mercado acabaron por convertirnos en unos neuróticos sin identidad. La neurosis del rechazo a nosotros mismos, a lo que hacemos, a lo que tenemos, de dónde venimos. Neuróticos que se niegan a aceptarse tal cual son. Y Gustavo Cisneros quiso doblegarnos por la neurosis del consumo y de la disociación sicótica y moral. Los que se subordinaban a la doctrina del mercado que nos inoculó la tríada Cisneros-Bush-Fuentes, no le quedó otra cosa que prescindir de sus gónadas y de su cerebro. Toda batalla con dirección hacia el ansiado «progreso» nos encasilló en el vil modelo consumista, anodino y vacío. Los gringos fueron los que en nuestro país alimentaron la madriguera de delincuentes como Gustavo Cisneros con el propósito de adueñarse de nuestros mercados y de nuestro sistema nervioso. Había que acabar con las bestias porno-irredentas de los medios de comunicación que vivían engendrando monstruosas distorsiones de nuestra cultura, engendradora de esa clase venezolana envenenada por el confort, por los rascacielos, por el consumo y las degeneradas telenovelas que se difundían a través de Venevisión. Esa población latina con aspiraciones de hacer de sus hijas actrices de teleculebrones, cantantes, misses... y bien tontas, huecas y sin alma.
Cuando recordar no es vivir, ni mucho menos…
Por: José Sant Roz
Lunes, 08/01/2024 12:48 PM