De "Cuando quisimos asaltar el cielo". "El indio Morgado" y su misterioso hombre, el mismo de Valencia

Martes, 09/01/2024 03:59 PM

Nota: Ofrezco a mis lectores otro capítulo de mi novela titulada "Historia de cuando quisimos asaltar el cielo", referida a los tiempos clandestinos de la década del 60 del siglo pasado. La historia que aquí se cuenta, los espacios y personajes, en gran medida son reales. El texto completo de la obra se puede hallar en mi blog, blog de Eligio Damas, https://deeligiodamas.blogspot.com/2023/12/historias-de-cuando-quisimos-asaltar-el.html

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Al fin, sin dejar de temblar, el rechinar de todos sus engranajes y rolineras, pero si atrás la densa neblina que le acompañó desde que pasó por Bailadores, el autobús entró a Michelena. Al pasar por aquella población, en la cual no se detuvo, el conductor hizo sonar con persistencia la bocina, como queriéndole avisar a alguien o por simple manía de molestar a la gente sin motivo.

"Quizás", dijo la muchacha a su compañero, quien aquello comentó, "saluda a amores del camino".

Volvieron a acercar sus cuerpos; la muchacha retornó al descanso y él, a sus recuerdos y su preocupación por lo que le llevaba de emergencia a San Cristóbal.

-"¿Qué pasará ahora con Morgado?"

La última vez, apenas dos o tres meses atrás, chocaron fuerte, tanto que el inconveniente que tuvieron hace apenas diez días lo califica de poca monta, fue tan violenta la situación que pudieron haberse ido a las manos; afortunadamente los compañeros presentes impidieron que aquello sucediera.

Morgado se presentó a la reunión de aquella noche, convocada a una de las conchas más seguras que poseían, acompañado de un individuo a quien ninguno de los presentes conocía. La presencia inesperada del extraño provocó consternación, ira y hasta temor en todos los presentes. Había violado de manera evidente todas las reglas del trabajo clandestino, poniendo en peligro la seguridad del secretariado del Partido para el Táchira y mecanismos que tenían relación con otros estados andinos.

Hizo del conocimiento de un extraño una concha de alta seguridad y a los integrantes de la dirección. Aquello no tenía perdón. Los presentes, salvo Morgado y su acompañante, ante aquel hecho insólito, no sabían qué hacer. Lo primero que pensaron, sin intercambiar palabras, fue retirarse inmediatamente de aquel lugar.

Ante aquella dilemática e incómoda situación, optó por pedir a los compañeros del organismo directivo, salvo a Morgado, que se quedasen allí; no se moviesen y cuidasen que el extraño permaneciera con ellos a como diere lugar.

-"Morgado", dijo con rabia y hasta tono autoritario, "necesito que hablemos. Vayamos a otra habitación".

Salió con prontitud, seguido por el increpado y entró a la habitación de enfrente, cerró la puerta, hizo girar el seguro de la cerradura y se dispuso a hablar con su acompañante.

-"¡Coño mano, explícame esta vaina! Usted es un hombre con experiencia y sabe bien en lo que estamos metidos; los riesgos que corremos. ¡Esto no es juego, es una mierda muy seria y peligrosa!"

-"¿Quién carajo es ese hombre? ¿A qué coño le trajiste?" "¿No te has percatado que quemaste nuestra mejor concha y la dirección del Partido?"

Todo aquello lo dijo en voz queda para que nadie, más allá de aquella habitación escuchase, pero con fuerza, poniendo en cada palabra profundo énfasis y gesticulando con manos y rostro violentamente.

Tomó aire, se pasó ambas manos por los cabellos, rostro y agregó:

-"Usted Morgado, sin importar las razones, ha actuado como un carajito, no un revolucionario y menos dirigente."

-"Tiene razón. Perdone la vaina. Pero este hombre, es de un comando militar de la guerrilla. Le conozco. Es de confianza. Le traje porque es una urgencia y necesita que tomemos una decisión ya".

Contó la misma historia que ya había escuchado en Valencia, cuando el alzamiento de Puerto Cabello, estando éste en el tercer o cuarto día, ya estaba casi o totalmente controlado por el gobierno. En aquellas circunstancias, el responsable del partido en el Estado Carabobo y un miembro de la dirección nacional, convocaron una reunión de la comisión política para evaluar la situación y escuchar una proposición que alguien, la tarde de aquel día, había hecho al primero.

Según, dijo, "Un tipo alto, flaco, blanco, de poblados bigotes y abundante cabellera, enviado por un muy nombrado "comandante" guerrillero y haciendo uso de ciertos recursos para que entrase en confianza, como en efecto sucedió, pues estoy seguro que no es un infiltrado de la policía, me ha contactado."

Le refirió que, si bien las fuerzas alzadas en Puerto Cabello parecían estar declinando, había surgido la posibilidad de fortalecer aquello. Que el comando de las fuerzas del ejército de Valencia, les había hecho llegar la proposición que enviasen ese misma noche a las puertas del cuartel a cuanto hombre tuviésemos.

Allá les armarían e inmediatamente se declararían en rebeldía y enviarían a la ciudad porteña refuerzo para los alzados que aún se resistían; que de esa manera se repotenciaría el alzamiento rebelde en aquella base naval.

El portavoz le respondió:

"He escuchado tu informe y proposición. Debo decirte que eso me huele a trampa. Pareciera les están engañando".

Le expuso con paciencia y amplitud las razones que le avalaban.

-"No puedo comprometer al partido en un asunto que está más allá de mi competencia ni puedo negarme a algo que merece ser discutido en colectivo".

No obstante, osó hacerle una proposición:

-"Como el asunto es urgente, te prometo que en una hora reúno el organismo competente. Mientras tanto, propónganle a quienes aquí en Valencia están dispuestos y en condiciones de sublevar el cuartel que se preparen para ello, pues responderemos al instante. Eso sí, nosotros no enviaremos a nadie, puedo asegurar que esto lo vamos a aprobar, si antes ellos no se manifiestan en rebeldía y lo anuncian por los medios".

El hombre que llegó con Morgado, se correspondía con la descripción que el compañero dirigente hizo del hombre que le contactó allá en Valencia. Cosa curiosa, venía a hacerles una proposición parecida, salvo que en aquel momento, en ninguna parte del país, había algo como lo que aquella vez aconteció en el Estado Carabobo. Pero también venía de parte del mismo comandante.

-"Bueno Morgado, acepto tu excusa como una autocrítica y esperemos que algo parecido no vuelva a suceder." "En cuanto al asunto que trajo hasta aquí a ese camarada, vamos a tratarlo, pero en su ausencia, en nuestro organismo". "Que quede claro que luego que nos haga el planteamiento debe marcharse y esperar nuestra respuesta donde se le indique."

El portavoz del comandante guerrillero, llevado por Morgado, habló largo y tendido. Dijo tantas cosas, usó tantas palabras, que en la "concha" todos comenzaron a flotar; la misma se llenó de rumiantes que comieron hasta cansarse. Afortunadamente se hartaron y se fueron indiferentes. Mientras el orador, sólo portador de un mensaje de alguien, quien estaba más allá, pero mantenía contactos de segunda mano de manera unilateral con todos los que de este lado estaban, por interpuestas personas, de un modo que no sólo no era oído, sino salvo unos pocos escogidos le habían visto desde años atrás, a quienes tampoco oía, pues lamentablemente había perdido la audición, por lo menos para escuchar a los mortales.

El portavoz del "comandante", llevado a nuestra concha por Morgado, hablaba tal como si también, en alguna parte tuviese oculto, para que nadie se lo escudriñase, el libro de John Reed, o quizás lo tenía a buen resguardo quien por orden de allí estaba; no obstante llevaba una libreta de apuntes, la que consultaba cada cierto tiempo, para dar cifras, sin mencionar las fuentes, que mostraban que había una realidad suya, distinta a la que cotidianamente enfrentábamos.

Morgado asentía y hacía gestos de respaldo a cada conclusión. Según el mensajero, bastaba una señal para que la sociedad estallase y el pueblo, todo él, sus distintos estamentos, corriesen a abrazar, besar y levantar en hombros al del gesto, porque quien estaba más allá, por el tiempo que llevaba escurrido y silencioso, no podrían identificarle en aquellos demasiado bulliciosas y exaltadas calles. Un solo faro que se encendiese esa noche, traería a este puerto todas las naves perdidas que deambulan en el proceloso mar. En aquel cuadro, el país era una melcocha bajo un sol achicharrante. El mínimo tirón le arrancaba pedazos. Se encogía y estiraba sin esfuerzo alguno. Cualquiera, en aquellas circunstancias, sin mucha fuerza y poco esfuerzo, podía desarmarlo y rearmarlo.

Bastaba pararse en la calle, aún en aquella ciudad conservadora, donde nuestras fuerzas eran esmirriadas, gritar "¡todo el poder para nosotros"!, ¡vayamos al socialismo!, para que ese espacio se llenase de puños y multitudinarios gritos estentóreos. De las montañas gélidas bajarían atropellados miles de campesinos en armas y se unirían a la multitud que en las calles espera.

Morgado escuchaba alelado. La boca se le llenó de agua que comenzó a descender por la barbilla y a gotas, que bajaban a gran velocidad, tanto que regó profusamente el piso y la hierba creció de nuevo. Otros rumiantes, advertidos por los primeros, entraron a disfrutar de aquel otro festín. Pese a que el orador no mentía. Sólo decía lo que otro le había dicho, sacado de un libro que creyó que contenía todo lo que había que saber, porque la vida misma escribía allí todo lo que hacía, creaba, asentaba fórmulas y cálculos para el renovarse, como un rehacer constante e infinito, pero atrapado en aquella narrativa, por momentos y movimientos espasmódicos, le crecía la nariz.

Aquello fue un signo que Morgado tomó como señal que el orador estaba ungido y su palabra totalizaba todo. Como en el libro, en la palabra del enviado, la vida transcurría, se regodeaba, perfeccionaba, corregía desviaciones e inhibiciones humanas. Había que hacer lo que pedía. La vida quedaba entonces como pendida de lo que el libro y el discurso decían. Tan emocionado estaba Morgado que, olvidándose de lo que le habían advertido, levantaba la mano y se adelantaba a aprobar lo propuesto.

Cada vez que alguno hablaba, preguntaba o hacía observaciones a su discurso, el mensajero se limitaba a hacer señas. Se golpeaba la oreja derecha con la yema del índice de la mano del mismo lado y ese dedo agitaba en señal de no. ¡Se había vuelto sordo de bolas!

Tres noches después, cuando al fin terminó de hablar, cuyos efectos debían ser para el anteayer, hubo que espantar a unos cuantos rumiantes que incomodaban a los humanos allí reunidos. Limpiar todo el esterero, la sobra y hasta el estiércol que dejaron aquellos y el orador mismo, para poder cerrar la reunión.

Luego todo transcurrió conforme a lo acordado con Morgado.

"El hombre blanco, flaco, de abundante cabellera y de poblados bigotes", se retiró, después de establecer con Morgado un contacto para recibir la respuesta de lo que allí se conviniera. Más tarde, después, hubo que poner todo en orden, voltear lo que patas arriba había quedado, que era casi todo, hasta los reunidos, encontrar la realidad que tres noches atrás fue desalojada de aquel nada amplio espacio, habiéndose ido el enviado, quien dejó el ovillo para que los otros lo desenredasen y pudiesen dilucidar sobre lo por él propuesto.

El enviado mismo, por distraerse en aquel largo discurso, no pudo percatarse que el tren le había dejado nuevamente. La máquina pitó intensamente antes de llegar al andén, mientras allí estuvo estacionada, como antes de reanudar la marcha, y el orador, afanado en decir lo que dictaba su libro y aquél que allá estaba, no pudo escuchar; luego sin dar señal alguna de contrariedad, como si todo hubiese sucedido tal como lo esperaba, se encaminó en dirección opuesta a la había tomado el tren, sin darse cuenta que todo aquello estaba demasiado oscuro, solo y no había ni una señal en el camino

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