El encargo del Resucitado (Mt28,16-20)

Domingo, 31/03/2024 04:11 PM

"Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe"

(1 Cor 15,14.17).

"¿Es la resurrección de Jesús la que engendra la fe en Él o es la fe en Jesús la que crea la resurrección?"

H. Reimarus

  1. ¿Cómo nos salva la muerte de Jesús?

La reinterpretación de las categorías soteriológicas es una de las tareas todavía pendientes para una cristología plausible hoy. La soteriología padece de una falta de visión al fijar únicamente su atención en el acontecimiento pretérito de la cruz en el Gólgota. Las categorías soteriológicas tradicionales adolecen de un olvido de la historia, de un predominio de la clave jurídico-penal, de una atribución de virtud salvífica al sufrimiento y a la muerte (sacrificiales), de una idea de salvación demasiado individualista, religiosa y escatológica... Hay que empezar por dejar bien sentado que Jesús no murió por voluntad divina, ni como sacrificio expiatorio por nuestros pecados, al menos en el sentido tradicional que sugieren estas expresiones . Jesús murió por unas razones históricas (de tipo religioso y político): chocó con los intereses de los dirigentes judíos y romanos. La "necesidad" de la muerte de Jesús no hay que ligarla con el designio eterno de Dios, sino con los mecanismos históricos de la religión y de la política, que necesitan quitarse de encima a los profetas molestos.

Una vez sentado eso, es preciso volver a pensar la salvación. La salvación significa que "las cosas pueden ser de otra manera", que son posibles el amor y la solidaridad indestructibles, que los olvidados y los marginados tendrán quien les ayude, que todos los seres humanos pueden ser comensales en la misma mesa, que los seres humanos y todos los seres serán hermanos, que toda tristeza desaparecerá, que la última palabra no será la injusticia, ni tampoco la justicia, sino la misericordia y el amor. Es más, salvación significa que las cosas ya son, en el fondo, de otra manera, como lo han sido en Jesús. La bondad ha sido en él más fuerte y nos ha enseñado que, a pesar de todos los males, el ser humano puede ser bueno y que de hecho ya lo es. Para los cristianos, Jesús es la bondad plena y, por lo tanto, plenamente transformadora. La bondad de Jesús revela y realiza la promesa total de Dios. Por consiguiente, podemos creer en el ser humano y en la realidad toda, a pesar de todas las dudas y luchas. En la cruz injusta y terrible han vencido la bondad y la esperanza para el ser humano y para toda la realidad. Estar salvados consiste en vivir plenamente hermanados, en ser libres de cuanto daña la vida y nos encierra en nosotros mismos, en vivir en paz con todas las criaturas.

¿Qué es, por tanto, lo que salva? Lo que salva no es la cruz y la muerte, sino la bondad vivida en la vida, que transforma la misma muerte en vida. No nos salva la mera encarnación del Hijo, como ha subrayado sobre todo la teología oriental. Y no nos salva la mera muerte de Jesús, como ha subrayado ante todo la teología occidental. La vida entera de Jesús es lo que salva: el modo en que Jesús fue hombre, su mensaje liberador, sus opciones peligrosas, su compasión sanadora, su solidaridad valiente, su fe en la oscuridad, su esperanza en la angustia, su amor cálido... todo eso es lo que salva.

Jesús hizo suyos los dolores y los sueños de los seres humanos, y por eso lo llevaron a la cruz. En consecuencia, su sufrimiento y su cruz son salvadores en la medida en que son consecuencia y manifestación de su "proexistencia", de su solidaridad. En cualquier manifestación de belleza y bondad, el creyente capta y mira la presencia salvadora de Dios mismo. Y en Jesús, el creyente cristiano mira la plena belleza y bondad de Dios, plenamente salvadora. Jesús es el sacramento de Dios que libera, reconcilia y hermana: "

¿Y cómo salva Dios? Dios no salva desde fuera, de manera mágica. Dios no salva por decreto. Y Dios no salva exigiendo la muerte de un justo como expiación y pago de los pecados. Dios salva desde dentro del mundo, haciendo de la desgracia del mundo su propio destino, hasta que todas las criaturas sean dichosas. Dios no está "en el cielo", lejos de los pobres, enfermos y marginados. Dios es compañero de camino y de mesa. Cuando Jesús anuncia la buena noticia a los pobres, Dios mismo se revela como señor en favor de los pobres; cuando Jesús cura a los enfermos, Dios mismo está curando a los enfermos tocándolos tiernamente; cuando Jesús se acerca a los marginados, Dios mismo es prójimo de los marginados; cuando Jesús es comensal de pecadores, estos pecadores tienen a Dios mismo como comensal y como presencia de perdón. ¿Y cuando Jesús muere en la cruz? Entonces, Dios mismo es compañero de cruz de todos los crucificados, para liberarlos a todos de la cruz, para humanarlos y hermanarlos a todos.

Dios es amor poderoso que se hace compañero de los dolientes. Más poderoso que el dolor y que la muerte. Dios es justamente eso: el puro amor que habita en el corazón del mundo. Es lo que el cristiano autentico cree. Cree, con todas sus dudas, que la solidaridad y el amor de Dios son más poderosos que toda la crueldad de nuestro mundo. Cree que este pobre mundo está envuelto en el amor com-paciente y feliz de Dios. Cree que la realidad entera está tomada de la mano por el amor solidario y poderoso de Dios. Es lo que confesaron los discípulos de Jesús, anunciando que Dios ha resucitado o glorificado a Jesús crucificado, esperanza para todos los crucificados.

II.¿Por qué surgió y sigue viva la fe pascual?

La resurrección no es un hecho empírico comprobable, porque alude a la dimensión después de la muerte y se escapa a la ciencia y a la razón, basadas en hechos históricos. Pero sí es evaluable el comportamiento de las personas que creen en el resucitado, porque se puede cuestionar la capacidad del cristianismo para generar hondura, libertad y creatividad, como también sus patologías a lo largo de la historia.

Se puede discutir sin fin sobre la resurrección de Jesús, su carácter histórico y trashistórico, el hecho y el significado, el origen y el sentido de la confesión pascual. Pero una cosa es segura y está fuera de toda discusión: los discípulos confesaron que el crucificado vivía y que ellos se habían encontrado con él. La exégesis histórico-crítica y la actual reflexión teológica nos invitan a afirmar con claridad: no fue el hallazgo del sepulcro vacío ni una presencia física del resucitado entre ellos empíricamente perceptible lo que suscitó la fe pascual de los primeros discípulos/as. ¿Por qué, pues, confesaron a Jesús resucitado o exaltado? La res puesta exige unir de manera indivisible la vida, la crucifixión y la resurrección de Jesús. La vida pública y la cruz constituyen históricamente la visibilidad de Cristo. La resurrección es su revelación.

Los primeros discípulos confesaron a Jesús resucitado fundamentalmente por la misma «razón por la que, mientras vivieron con Jesús, creyeron en él, lo amaron y se sintieron transformados por dentro gracias a él. Con su palabra, sus curaciones, su manera alegre y abierta de compartir la mesa, Jesús les había hecho sentir que la soberanía liberadora de Dios se hacía presente ya. La esperanza apocalíptica -difundida en amplios sectores de la sociedad judía en tiempo de Jesús-de un acontecimiento inminente ofrecía un terreno abonado para la convicción de que los tiempos finales de la consolación se estaban iniciando. Percibían a Jesús - y seguramente Jesús se había percibido a sí mismo- como el profeta último y definitivo del Reinado de Dios, "más que Salomón, más que Jonás" (Lc 11,31-32), más grande incluso que Juan Bautista, a pesar de ser este "el más grande de los hijos de mujer" (Mt 11,11). El Reinado de Dios esperado para el fin de los tiempos se anticipaba. Las parábolas transformaban el mundo, las curaciones derrotaban al mal, la mesa común preludiaba otro mundo. Dios reinaba gracias a Jesús. Ellos lo palpaban y creían en él.

La profunda experiencia de que el Reino de Dios se hacía presente en la palabra y en las acciones de Jesús es, "clave explicativa del nacimiento de la fe pascual". Desde un punto de vista psicológico e histórico, el único motivo plausible de la "fe en la resurrección" es la perspectiva que ya les había comunicado realmente Jesús sobre la irrupción de un señorío divino capaz de imponerse contra todas las fuerzas negativas del mundo.

Desde el punto de vista del carácter salvífico de la fe no hubiera tenido el mismo significado que los discípulos hubieran confesado la resurrección de María o de Juan el Bautista. No parece plausible que la fe en la presencia del Reino de Dios en Jesús se haya visto totalmente desmentida por su crucifixión. Ni parece que se haya dado una total dispersión de los discípulos, ni una huida inmediata de Jerusalén a Galilea por parte de todos. La muerte -y muerte en cruz-debió de suponer como tal "una experiencia de crisis desestabilizadora", sin llegar a hablar por ello de una catástrofe total para su fe o de un «desmentido definitivo de la pretensión» de Jesús.

Constituyó sin duda una grave conmoción para su fe, pero no necesariamente su desmoronamiento total. Disponían de "recursos" para convertir la prueba de fe en camino creyente. La experiencia reveladora de la resurrección de Jesús acontece, por decirlo con una expresión de Paul Ricoeur, dentro de le croyable disponible; es decir, en el interior del conjunto de supuestos, expectativas e ideologías que se aceptaban generalmente en la cultura judía de la época. Es muy probable que Jesús haya entendido su propia muerte como muerte del "mártir del Reino de Dios". Probablemente, comprendió de antemano su muerte como muerte del mártir o del justo perseguido; confiaba en que Dios le resucitaría/exaltaría como había resucitado/exaltado a los mártires y a los justos perseguidos. Tras la muerte de Jesús en cruz, los discípulos confesaron justamente eso: que Jesús era el mártir del Reino de Dios y que Dios lo había resucitado/exaltado como tal. Para ello no necesitaron el sepulcro vacío ni visiones oculares extraordinarias. Una mirada más profunda a la vida y a la misma muerte de Jesús, su rememoración, fue lo que les hizo descubrir a Jesús como mártir exaltado o resucitado por Dios. Esa mirada nueva o ese descubrimiento nuevo de la realidad es un acontecimiento espiritual o neumático. Es el Espíritu el que abre los ojos de los discípulos, para reconocer la Pascua precisamente en la cruz, hasta contemplar al Glorificado por Dios precisamente en el derrotado de la cruz. Es el Espíritu el que les revela que Dios ha dado la razón a Jesús, a su anuncio del Reino, a su imagen de Dios, a su fe en Dios, a la esperanza que alentaba su corazón, el corazón humano y el corazón del cosmos.

En la escena final de su evangelio, Mateo presenta a Jesús dirigiéndose con sus discípulos a "la montaña de Galilea". Es el monte de las bienaventuranzas. La vida de las bienaventuranzas es el lugar de la pascua de Jesús. Jesús no resucitó tres días después de la muerte: fue resucitando a través de su vida entera de bienaventuranza y compasión; resucitó en la cruz misma de la solidaridad con los crucificados. Jesús no subió al cielo a los cuarenta días; subió (o bajó) al cielo cada vez que bajó al infierno de los enfermos y de los crucificados. Es lo que descubrieron los discípulos y discípulas con su mirada pascual. Y es la manera de hacer que la pascua sea realidad hoy. Si somos amigos de los pobres, si damos de comer a los hambrientos, si somos misericordiosos, si consolamos a los afligidos, si somos mansos y pacíficos, actualizaremos en el mundo la misma resurrección de Jesús. Si amamos al enemigo, haremos que acontezca en el mundo la misma ascensión de Jesús, pues convertiremos la tierra en cielo. Si nos dirigimos a la montaña de Galilea, si vivimos las bienaventuranzas, respiraremos la vida inmortal de Dios, nos convertiremos en "divinos".

Los discípulos dieron un paso más decisivo: comprendieron la muerte de Jesús como el auténtico giro escatológico, como la inauguración de la plena realización inminente del Reino, como inicio de la resurrección de todos los muertos. La gran innovación pascual de la primitiva comunidad judeo-cristiana fue esa: la confesión de que la muerte de Jesús era el inicio de la resurrección universal, que había de preceder la plena realización del acontecimiento escatológico. La Pascua de Jesús era la primicia de la Pascua universal, el anticipo del Amén de Dios a todas las esperanzas.

Ellos no necesitaron de hechos portentosos de Dios, de los que nosotros carecemos. Ellos no creyeron por un privilegio divino del que nosotros estamos privados, por una intervención sobrenatural que a nosotros se nos niega. Como ellos, también nosotros debemos aprender a percibir signos de Pascua en las huellas de la cruz. Lo más cotidiano es el mayor portento: la presencia alentadora del Espíritu vivificador en el corazón de nuestro corazón, en el corazón de la realidad, y en primer lugar en el corazón de todas las cruces.

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