Por mis orígenes soy sancochero y de "pescao". Mi padre, Paco Damas Blanco, cumanés de pura cepa, y también poeta, como su primo hermano, Andrés Eloy, quizás por haber nacido en una ciudad, que según me dijo una vez un profesor, brindaba poetas como pescados su mar; y él, mi padre, de quien he logrado rescatar algunos poemas, fue un sancochero habitual, hasta en horas de la noche. Por mi madre, Carmen de Jesús Serrano Fernández, también cumanesa y todos mis abuelos, como Eligio Serrano, pescador, heredé esa costumbre o forma de alimentarme. Pero más que eso, porque me crié en un humilde barrio llamado Río Viejo, de una zona de pescadores, nada apartado de la orilla de la mar y del río Manzanares, en una época que en ellos abundaban los peces, cangrejos, camarones, langostinos y en abril y mayo, las pepitonas, guacucos y chipichipis, se tomaban toda la costa del norte cumanés y se nos ofrecían como abundante y variado regalo, exquisito, de Semana Santa. Hasta caracoles enormes, podía uno desenterrar no muy adentro del mar.
Afortunadamente no existía eso destructivo para el mar y mezquino para la gente humilde de la costa, pero lucrativo para el capital, que llaman la pesca de arrastre, contra la que Chávez dictó, entre las llamadas "Leyes habilitantes", una para que se practicase más lejos del mar interior, de lo costa, que fue asumida por quienes aquel crimen cometían como una ley subversiva y comunista. Ayer, en Grecia, sin que nadie hiciese malas calificaciones, más bien los medios internacionales se desbordaron en elogios, el gobierno la prohibió de manera absoluta y definitiva. Y nadie dijo nada; seguro estoy que eso fue aplaudido y los medios que, sobre eso informaron, lo hicieron hasta de manera elogiosa.
Para un cumanés humilde, playero de mí tiempo, el almuerzo era "indispensablemente" un sancocho de pescado, tanto que, en horas de la tarde o de la noche, cuando uno por alguna extraña circunstancia no había cumplido con ese rito, solíamos decir, "hoy no almorcé"; para nosotros, sancocho de pescado, era sinónimo de almuerzo. Por eso, soy sancochero.
Los domingos, los muchachos del barrio, los mismos que formábamos el equipo de béisbol y de fútbol, nos íbamos a la "Playa de Castillito", la que antes para llegar a ella había que atravesar un hermoso y singular manglar, en medio de una rica y cristalina laguna, que destruyeron para hacer una carretera, que podían haber hecho cambiando ligeramente el rumbo hacia el sur, cruzando otro espacio, sin cometer aquella fechoría que llamé "El Crimen más grande del mundo", en mi novela premiada en el concurso anual de narrativa que hacía el IPAS-ME.
Y como dije, a la playa nos íbamos los domingos, con un balde y una olla grande, los aliños, cebolla, tomate, ajo y ají dulce, ese que el maestro Luis Mariano Rivera, en su canción "El sancocho", llama a "echarle sin reparar" y además lo que los cumaneses llamamos la verdura o auyama, yuca, ocumo, etc y sal. Y por supuesto, una caja de fósforos. Las tres piedras para montar el sancocho y la leña, nos la brindaba el espacio del manglar. Y el pescado estaba allí mismo, nadando casi a la orilla o en el mejor de los casos, siempre habían tres o cuatro botes recién llegados de pesca, no de la muy alta mar, que nos regalaban pescado de los mejores y en la cantidad necesaria para nuestro sancocho a cambio de ayudarles a empujar el bote hasta sacarlo del mar o halar hasta la orilla el chinchorro cargado de abundante pescado. Lo otro, el acelerador del combustible, lo portábamos cada uno de nosotros, el aire de los pulmones. Lo único que no llevábamos era eso de "la botellita que no debe de faltar", como cantó Luis Mariano, pues por ser demasiados jóvenes, eso no estaba en nuestros hábitos.
Siempre, mientras estuve viviendo en el barrio de mi nacimiento, los domingos, participe y gocé de ese privilegio de contribuir a hacer ese sancocho. Mi participación, aparte de comerlo y degustarlo, generalmente era en tareas secundarias, como recoger la "leña" en los alrededores del manglar, pelar la verdura y hasta soplar la candela para que la llama alcanzase su punto pertinente y de eso me ocupaba porque era uno de los menores de mi grupo. Nunca, en ese entonces, hice un sancocho y, muchacho al fin, no prestaba atención a los detalles.
Los años se nos vinieron de repente. Como todos los estudiantes de mi pueblo, pues Cumaná era eso, un pueblo donde no había universidad, si un liceo de gran nivel, el Antonio José de Sucre, donde estudié hasta el cuarto año. Una proeza, pues fui el único de aquellos muchachos de mi barrio, del béisbol, el fútbol, los baños en la playa y los sancochos de pescado, que pudo llegar a aquella institución. Allí iba y fui con mi uniforme de caqui ordinario y de muy bajo costo, lleno de arrugas y unos desgastados zapatos que debía quitarme, para conservarlos lo más posible, al llegar a casa y cambiarlos por unas alpargatas.
Me fui a Caracas, a la buena de Dios, a estudiar el quinto año de Bachillerato, para luego poder ingresar a la UCV. Y pasaron dos años, me hice combatiente contra la dictadura como militante de AD. Cayó Pérez Jiménez, luego formamos el MIR. Recién fundado este, entramos en la etapa inicial de nuestra lucha contra el gobierno de Betancourt y ya, por eso, éramos semi clandestinos.
Un día, un grupo de compañeros y amigos, bajamos a La Guaira. Entre ellos estaban Moisés Moleiro, Rómulo Henríquez, Américo Martín, Julio Escalona, Iván Urbina, Lautaro Ovalles, Antonio "Toñito" o "el gordo" Aldazoro, uno de apellido Odremán, estudiante de economía, a quien le decíamos, porque lo era, "el cojo" y algún otro que ahora se me olvida. Como era sábado, nuestro compañero "El negro" Gómez, guaireño, estaba pasando el fin de semana en casa de sus padres, por lo que lo primero que hicimos fue pasar a buscarle.
Nos bañamos en la playa y disfrutamos el día. Al atardecer, por los alrededores del Puerto, nos topamos con unos vendedores de pescado. Alguien del grupo se le ocurrió comprásemos algo para hacer en Caracas, al regreso, un sancocho. Y en efecto, se hizo "una vaca", el único que no aportó nada fui yo, no tenía cómo y se compró un jurel de buen tamaño.
Subimos a Caracas cuando aún el sol estaba resplandeciente y por proposición de alguien, después de hablar en el grupo acerca de dónde llegar, de manera que pudiésemos hacer ese sancocho, optamos "por caerle" a "Villo" Urbina. Así le decíamos a un compañero, ya graduado de economista, a quien ahora al recordarlo, imagino se llamaba Virgilio. Pero si recuerdo bien era de Coro, hermano de Antonio José "Caraquita" Urbina, entonces un prestigioso Secretario Juvenil Nacional del PCV.
Vivía ese compañero con su esposa, en un apartamento de un edificio ubicado en la Avenida Presidente Medina, la misma que después le pusieron Victoria, pero como siempre sucede con esos cambios de nombres inconsultos, la gente la siguió llamando por su nombre inicial.
Al momento de decidir quién haría el sancocho, pues antes en eso nadie había pensado, uno de los compañeros, como quien tenía la respuesta a la mano o a "Dios agarrado por las barba", dijo hasta casi riendo, como sucede en esto casos:
¡Pues quién más va a ser, Eligio que es cumanés!
Todos asintieron y los demás se ofrecieron a hacer lo que yo demandase. Por mi parte, acepté la designación, un poco obligado por lo de cumanés, pese saber de aquello algunas pocas cosas rituales, pero desconociendo unos pequeños secretos o particularidades.
El pescado ya estaba cortado, troceado o "picado", como solemos decir coloquialmente, sólo faltaba lavarle, de lo que me ocupé yo mismo, pues más de una vez hice aquella tarea en la playa.
Contábamos con la cocina de gas de "Villo" y su esposa y quizás por ser corianos, y no por casualidad, tenían una olla de buen tamaño. De modo que no hubo necesidad de leña, las tres piedras y el aire de los pulmones para avivar el fuego.
Como comandante escogido por el grupo, le asigné a los compañeros las tareas de picar la "verdura" y los aliños, cuidándome de darle instrucciones de cómo hacerlo. Pues en eso, ya era yo un experto.
Estando todo lo necesario preparado, prendí el fuego o mejor, como es verdad, lo prendió la esposa de Villo, coloqué sobre este y la hornilla la olla, llena de agua hasta lo pertinente y de inmediato coloqué el pescado que, recuerdo, era jurel y este detalle es muy importante. Al poco rato, viendo ya el pescado sancochado, opté por agregar la "verdura" y los aliños o condimentos. Luego, como acostumbro siempre, fui agregándole sal hasta hallar "el punto ideal" que para mí es relativamente bajo con respeto al gusto de los demás. Lo que no es inconveniente alguno, dado que cada quien, en el momento oportuno, puede agregarle a su gusto. Como todavía suelo hacerlo, cada cierto tiempo probaba los detalles, como el sabor de la sopa, emanado del concurso del pescado y demás ingredientes y el "punto" de la sal y al final, cuando, según mi evaluación, todo estuvo listo, agregué un poco de aceite "de comer" y una equilibrada cantidad de jugo de limón.
Al final, todos comieron gustosos, pues el pescado estaba muy fresco y esto es por demás importante, aparte que el jurel da un sabor delicioso en los sancochos. Y de allí me gané entre mis amigos y compañeros de lucha una fama o prestigio que me hacía siempre invitado, sobre todo cuando se trataba de hacer un sancocho.
Fue un sancocho ente amigos y compañeros de lucha ya entrando nosotros en la vida clandestina y fue un sancocho hecho al revés.
Pocos días después de aquella agradable y casi festiva reunión, volví a Cumaná, de manera clandestina a cumplir una tarea partidista como dirigente Nacional de la Juventud del MIR. No llegué a mi rancho de Río Viejo, por razones de seguridad, sino a la casa de una familia de mi gran afecto y con la que conviví durante muchos años. La ama de casa, una bella y jovial señora, madre de dos grandes amigos de toda la vida, quien siempre me brindó un gran afecto y protección, era una exquisita cocinera y, cumanesa al fin, en lo de hacer sancochos de pescado era un prodigio.
"Vieja", le dije, tal como siempre solía hacerlo, "en Caracas hice un sancocho de pescado y mis amigos me felicitaron y más que eso, comieron hasta saciarse".
"Si, hijo", me respondió, "cuéntame cómo hiciste".
Le conté de manera pormenorizada, al estilo aprendido de mi pueblo y en mi crianza, lo antes acontecido y el cómo procedí para hacer el sancocho.
"¿Te quedó bien?" me preguntó. Y volvió a preguntarme, "¿No se te desbarató el pescado?"
"No vieja, nada de eso. A mis amigos les gustó y comieron hasta cansarse y, al final, cada uno me felicitó con un estrecho abrazo".
La "vieja", me quedó mirando pensativa y luego me preguntó: "¿Qué pescado usaste?"
Entonces recordé que eso, el pescado que habíamos comprado o mejor compraron mis compañeros, no se lo había dicho; ese detalle lo pasé por alto.
"Pues lo hice con jurel".
"¡Ah! Con razón", dijo la vieja. "Tuviste esa fortuna. Te salvó el jurel. Jurel, casualmente, es uno, sino el único pescado, con el cual se puede hacer eso, pues es duro, resiste el fuego y no se rompe o desmenuza".
Paró un rato de hablar, mientras se cambió para una fuerte carcajada que luego fue disminuyendo hasta transformarla en una bella sonrisa y continuó hablando.
"Cuando se hace un sancocho de pescado, contrario a lo de hacer uno de carne de res y hasta de gallina, se echa en la olla primero la verdura, cuando esta ha ablandado lo suficiente, se le echan los aliños y poco tiempo, muy poco después se agrega el pescado". Y sentenció, "hiciste el sancocho al revés, menos mal que te salvó el jurel. Y por él, ganaste tu prestigio".
Por eso, dije desde el principio, fue el primer sancocho que hice, al revés y clandestino. Después he hecho miles y aprendí con mi compañera bastante de cocina, Eso, ahora en mi vejez y soledad relativa, dada las ocupaciones de mis hijas, me ha ayudado a sobrevivir y cocinarme a mi gusto.
Y ese hacer aquel sancocho al revés, fue si se quiere, muy acorde con nuestra participación política de entonces, pues en la década del sesenta del siglo pasado, aquella de la llamada lucha armada, hicimos bastantes cosas al revés.