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Al principio fue la espera. Ella allá, en Europa, atenta al discurrir de los días en una sucesión de serenas angustias para que todo se diera como lo imaginaba. Nosotros aquí contando las horas para el reencuentro, arreglando los espacios para acogerlas y atenderlas. Cada día nos llamábamos a cualquier hora, haciendo planes, visitas a lugares claves del pasado…, sin poder conciliar el sueño, gozando anticipadamente de todos los recorridos que haríamos por Venezuela. "-No hay nada como el calor humano, como el sol de Venezuela", repetía. "-Necesito cargarme de ese calor de la gente". Para ella, mi querida hija Alejandra, eran ya ocho años sin venir a Venezuela, sin ver a su amada Mérida. Ella comenzó a hacer maletas seis meses antes del día que tomaría el avión. Seis meses comprando cositas para traer a su país, llenando y llenado maletas. Iba contando los días y las horas en un almanaque que acabó destrozando de rayones y encargos, y cada vez que nos llamaba nos decía: "-Hoy falta menos, pero a la vez todo lo veo tan lejano". Y pidió a una modista, le confeccionas a mi nieta, pequeños detalles para lucirlos durante su estancia en Mérida, sobre todo unos bellos lazos de colores para su hermosa cabellera.
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Penélope sólo paseó por Mérida cuando ella, la llevaba en su vientre. Ahora esta niña encantadora, dulce, amable y lista por atavismo buscaba explicaciones y sentido a cuanto escuchaba y le rodeaba. A veces todo le parecía tan natural, como si nunca hubiera salido de estas montañas andinas. Esta niña, la de las múltiples lenguas porque domina perfectamente el idioma de su madre, los de su padre (el alemán e inglés) y el ruso que por su cuenta, en la escuela, está aprendiendo con una compañera. Toca el piano, la vimos luego jugar a las mil maravillas el dominó y pictori, en una plena inconciencia tanto de su belleza como de sus conocimientos y talentos para las matemáticas, la música y juegos de inventivas y de intuición.
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Penélope, la nieta milagrosa, la obra suprema de mi hija Alejandra, la niñita que se trajo de su país natal un manojo de papeles para ir haciendo las tareas de la escuela, y se sienta en la mesa con lápiz y cuaderno a luchar contra el hastío y la pereza, con esa dura y amenazante certeza de que debe hacerlas por exigencia de su madre. Ha acabado por ser la niña colmada de las locuras sublimes de su madre criollita, jacarandosa, incansablemente rumbera y alegre. Mi hija Alejandra, de sus tantas ganas de vivir ha llegado a perder hasta el sabor del sueño porque mientras tenga algo que disfrutar de esta vida ella no conoce de límites de tiempo. Ella es todo lo contrario de la gente con la que le ha tocado vivir en Europa, de aquella gente fría, organizada, programada para la perfección y el más correcto raciocinio y de un talante diferente, con cargas históricas tan distantes de la nuestras. Sin duda que hay mezclas que encienden y estremecen los genes más creativos del ser humano, las células más fecundas del amor, y eso lo podemos ver en Penélope. Ella cuando escucha a su madre hablar por teléfono con pasión, le pregunta preocupada: "-¿Hay algún problema, mamá?" A mí eso me conmueve, me retrotrae al silencio oscuro y doloroso de las preocupaciones de mi infancia, de aquellas luengas estrecheces, mirando al mundo de los adultos tan plagado de escabrosos traumas y dolorosos calvarios. Porque el mundo de los adultos le va advirtiendo a los niños, los primeros fogonazos del infierno.
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Penélope escucha callada a los adultos, y siempre está estudiando los barullos de sus penas. Ella sufre a veces en silencio, pero guarda en su corazón los agites que le llegan sobre todo de esos conflictos que ha vivido muy de cerca de un familiar que fue expulsado de su país de nacimiento, sencillamente por encontrarse ilegalmente. Separación que le afectó y dolió profundamente. "¿Cómo -se preguntaba esta niña de apenas seis años – puede alguien encontrarse ilegalmente en un pedazo de tierra de este mundo?" A lo mejor, y esto es lo cierto, todos aquí en este mundo estamos ilegalmente, y sobre todo sin pedirlo, que es lo peor. ¿Quién pidió venir aquí, y por qué precisamente al lugar donde hemos nacido?
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Yo acabé, durante dos semanas, dándome un baño de estupendos descubrimientos y contemplaciones, ¡sintiéndome un abuelo afortunado! De tantos cordiales y afables encuentros tanto con mi hija Alejandra como con mi nieta Penélope descubrí en mí asombros de ilimitados alientos y celestes sonoridades que desconocía. La vejetud también es un bien supremo y sublime cuando se ve mezclado todo lo vivido con lo reciente que llega a este mundo. La plenitud de la inocencia que esparce su dulzura, sus ilusiones para quienes lo han vivido casi todo. Uno también no quisiera que esos seres tan dulces y espontáneos tengan que pasar por túneles de desesperanza, abrasados por la crueldad y la virulenta violencia de los inventos tecnológicos, esos que asolan la inocencia. Y nada de eso, a la postre, podrá ser contenido ni dominado. Hay tantas vidas que ya no se viven. Porque la vida, debe tener algún significado, algún sentido.
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¿Qué es un abuelo? Pues, el tronco de un árbol, cuyos hijos emergen por sus lados como gruesas ramas de las cuales van brotando gajos floridos y tiernos con flores y hojas que son los nietos. A estas alturas de mi vida, tengo cinco nietos (Gabo, Pepe, Sophia, Penélope y André Martín) quienes ocupan gran parte de mis pensamientos, al igual que ocurre con todos mis otros seis hijos. Cómo quisiera que nos visitaran Winston y Auxi con mis nietos Pepe y Gabo… Aunque a veces no me comunique tanto como quisiera con ellos, esas ausencias acaban por entreverarse de nostalgias y recuerdos vívidos y quemantes. Algunos de estas ramas y gajos se encuentran fuera de mi país, bien lejos. Los veo en fotos, les mando saludos, los nostálgicos silencios o melancólicas vaguedades, siempre uno diciéndose: "¿Cuándo los volveré a ver?"
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Alejandra y Penélope llegaron a Venezuela el 18 de marzo. Largo viaje cruzando el océano, para luego recalar a las 6 de la tarde en Maiquetía, de allí partir a Valencia, mientras uno se encontraba en una exaltada, preocupante y grandiosa espera. Las esperaba en un sitio poco iluminado de San Diego, yendo y viendo por entre callejones desolados, cuando a eso de la nueve de la noche escuché la palabra "papá", desde una camioneta. Abrazos, sollozos, más abrazos y llantos, olvidándonos de las maletas y del chofer, hasta caímos en la cuenta de que de hecho nos estábamos volviendo a ver. En todo este mar de agites y tensiones, esperanzas y consuelos milagrosos está presente mi esposa María Eugenia, madre, también, por trasmisión divina, de todos mis hijos. Una madre comprometida con su función, con esa profunda dedicación y sabiduría que a muy pocas llega a dotar la naturaleza. Yo, que… acabé dándole tantas madres a mis hijos.
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Al día siguiente pasamos por un lado de Puerto Cabello, y estaba el mar animado y jaranero, llamándonos, pidiéndonos a gritos que lo abrazáramos, y fuimos bordeándolo, bebiéndonos su brisa, su olor de clamores y de eternidades, hasta que nos detuvimos, y nos encontramos con un señor (de las islas canarias) que vendía ocho cocos por dos dólares. Y entre agua de cocos y la sabrosa brisa el canario nos contó que llevaba treinta años viviendo en Venezuela y que él de aquí no se mueve. Así seguimos hasta que acabamos embutiéndonos en el propio mar varias noches y días. Un mar encrespado, alborotado y algo salido de madre. Yo, que llegué a pelearme con medio mundo en mi juventud, hoy sólo me interesa la reconciliación, buscar la armonía y la compresión en todo. Me parece que el verdadero propósito de la vida, debería ser, procurar la felicidad a quienes nos rodean. Llegó la noche y antes de irnos a acostar mi nieta me pidió que le contara unos cuentos, y le conté varios de autores clásicos, "El pez de oro", "La voz del más allá",…
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Mi hija Alejandra volvía a nacer en sus mares y en su tierra, diciendo a cada instante: "-Yo de aquí no quiero salir". Entonces recorrimos dos mil kilómetros entre el centro y el occidente del país, entre grandes quemas de modo que a pleno mediodía quedábamos a oscuras. Del mar a las montañas andinas. E iba apareciendo la tierra reseca al principio, los campos sin un punto de verdor, hasta que nos fuimos acercando a Mérida, el lugar donde nació Alejandra…, reverberando en el horizonte un jolgorio de bendiciones y recuerdos. En llegando a Barinas, luego de un viaje extenuante y casi de noche, corrió a visitar a una vieja amiga, que vivía por Alto Barinas. En busca de la felicidad de otros tiempos, que ella encontraba con la alquimia de los encuentros pasados.
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Su obsesión en Mérida habría de ser, también, visitar lugares que conoció de niña, ir a la Mucuy Baja donde su madrina Gisela Barrios y su padrino (ya fallecido) Jean Marc DE Civrieux. Aquellos parajes en los que discurrieron su adolescencia en el Colegio Juan Bosco, y después en su primera juventud como estudiante en la Facultad de Arquitectura. Recorrerlos, buscar los espacios por donde corrió y atisbó sus trotes, lo que iba a hacer de su vida ya fuera como profesional, su destino como mujer. Sí, uno de sus planes al llegar a Mérida fue buscar a sus profesores de primaria, secundaria y universitaria, ir a sus escuelas, institutos y la facultad de Arquitectura. Volver al parque La Isla donde la llevaba cada fin de semana. No tenía tiempo para dormir y a veces ni para conversar con sus padres por esa urgencia de un tiempo que se le escaparía en un cerrar de ojos. Las horas que se le esfumaban como en un sueño. "-Qué duro es tener que dejarte, mis queridos recovecos del pasado, muchos de ellos desolados por los amigos que se han ido…"- decía en sus letanías. Lloviéndole invitaciones, y tener que entregar pequeños obsequios a sus seres queridos y amigos. Aunque en aquella Mérida constataba tantas ausencias, de seres amados que también habían partido. Pero el corazón de la ciudad estaba palpitante como siempre, plena e intacta en su luminosa perfección y altura. Y por eso no podía dormir, y su descanso era tener que recorrerla incesante e insaciablemente. Tragársela, llevársela para siempre en su corazón. Y su hija Penélope acabó por decir que quería quedarse para siempre.
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Y Alejandra ya con sus hermanas, pudo recorrer sitios en que ellas fueron felices. Fueron al campo, se unió a la parranda mi otra nieta Sofía de 17 años, y degustaron en fiestas familiares de todo lo típico andino. Sofía le arreglaba el pelo a Alejandra, y entonces me pidieron que leyera en voz alta el libro que tenía en mis manos que era de Bukowski y les leí el siguiente párrafo de la "Senda de un perdedor": Entonces se levantó, atravesó la cortina y desapareció. Estuvo allí largo rato. Cuando salió, estaba sonriendo.
—¡Ha sido magnífico, simplemente magnífico! ¡Entra tú ahora!
Me levanté, aparté la cortina y entré. Estaba oscuro. Me arrodillé. Todo lo que podía ver delante mío era un enrejado. Frank decía que Dios estaba allí detrás. Me arrodillé y traté de pensar en algo malo que hubiera hecho, pero no podía pensar en nada. Seguí allí de rodillas tratando y tratando de pensar en algo, pero no podía. No sabía qué hacer.
—Venga —dijo una voz—. ¡Di algo!
La voz sonaba enfadada. Yo no esperaba que fuera a haber ninguna voz. Pensé que Dios tenía mucho tiempo libre. Estaba asustado. Decidí mentir.
—Bueno —dije—, yo he... he pegado a mi padre. He... insultado a mi madre... Robé dinero a mi madre del bolso. Me lo gasté en caramelos. Desinflé el balón de Chuck. Miré a una niña por debajo de la falda. He pegado a mi madre. Me he comido los mocos. Eso es todo. Excepto que hoy bauticé a un perro.
—¿Que bautizaste a un perro?
Estaba acabado. Pecado mortal. No hacía falta seguir. Me levanté para irme. No supe si la voz me recomendaba que rezara varios Ave María o si no llegó a decir nada. Aparté la cortina y allí estaba Frank esperando. Salimos de la iglesia y de nuevo estuvimos en la calle.
—Me siento limpio —dijo Frank—. ¿Tú no?
—No. Nunca volví a confesarme. Era peor que la misa de las diez.
…. Entonces Sofía dijo: "Abuelo, yo quisiera leer ese libro, quiero anotar el título…", y lo hizo en su celular. Luego pensé que le había recomendado un libro no difícil pero sí terrible, después me consolé pensando: "Bueno, para las mujeres no hay misterios"…