La escala del odio

Domingo, 07/07/2024 12:19 PM

El odio es un sentimiento humano, demasiado humano, igual que el amor. Según Freud, responde a uno de los impulsos básicos de la mente humana. El creador del psicoanálisis estableció que los instintos agresivos, que designó con el término Tánatos (de donde viene Thanos, el gran supervillano de Marvel), eran tan fuertes y necesarios en la conformación de la psique humana, como Eros, el amor. Incluso, llegó a especular que correspondían a fuerzas generales de la Naturaleza. Una, el Amor, une; la otra, el Tánatos, desune. Una, construye; la otra, destruye. De modo, que quien ama, odia. Para reforzar este punto, Nietzsche opinaba que mientras mayor sea la intensidad de uno, mayor será la del contrario. Son impulsos opuestos y complementarios.

Por eso, en un primer acercamiento, resulta ridícula, o al menos, impropia, la existencia de una Ley contra el Odio. A menos que fuera una expresión poética, la cual permitiría también hablar de una "Ley del Amor". Pero elaborar y aplicar una de esas leyes, parece un invento del Gran Hermano, junto al Ministerio del Amor de la novela de Orwel. Recordemos que en ella, el Ministerio del Amor de aquel Estado totalitario, venía siendo algo así como DGCIM, es decir: se encargaba de la represión, la tortura y las ejecuciones.

La cosa cambia cuando se contextualiza en la historia y la política de los siglos XX y XXI. Así, el principio fundamental de la no discriminación y la igualdad, tienen su contrario perverso en los llamados "crímenes de odio", que han acompañado siempre a los crímenes de lesa Humanidad. Estos últimos siglos están llenos de esos "crímenes de odio". Se llaman así porque sus víctimas son pueblos enteros, caracterizados por su fenotipo étnico, color de piel, religión, identidad nacional, preferencias sexuales o convicciones políticas. Ejemplos claros: el holocausto nazi que exterminó millones de personas por ser judíos (religión o ascendencia), comunistas, homosexuales, gitanos, etc. Otro ejemplo, el terrible genocidio en Ruanda, donde una etnia eliminó más de un millón de otra con la que compartían hasta vecindarios en la misma ciudad. Vale mencionar también otras matanzas: la "limpieza étnica" en Bosnia Herzegobina, los armenios, el pueblo de Camboya (por minucias tales como usar lentes), Darfur en África, etc.

Estos crímenes masivos, esos exterminios, siempre han sido motivados por intensas campañas de propaganda, con mensajes que exhortan, promueven, elogian, la matanza. Este odio no es contra personas específicas, sino contra grupos enteros. La característica central de la propaganda de odio son los mensajes donde se presenta al grupo víctima como no-humana o menos que humana. Los tutsis, en Ruanda, eran presentados como "cucarachas" por parte de los hutus, que no dudaban en decapitar y desmembrar niños, mujeres y ancianos que eran vecinos suyos, a machetazo limpio. En la propaganda de odio, el "otro" (homosexual, negro, judío, árabe, "escuálido", comunista, etc.) es una cosa asquerosa, una plaga, seres despreciables que no merecen existir. Exterminarlos es como aplastar las cucarachas o eliminar las ratas. Extirpar tumores. Lavar el sucio de las manos.

De modo que, si bien es natural, y hasta sano, tener sentimientos de odio; no lo es, es la propaganda que motiva o excita los instintos agresivos para matar personas, presentándolos como no-humanos. Esta forma de odio ha sido, repetidas veces, promovida por partidos políticos. En este sentido, es justo condenar los mensajes que promueven el odio a grupos enteros o a individuos por ser miembros de un grupo o tener una característica distintiva, como el color de la piel, una religión, una manera de hablar o de aparearse. El odio pasa, de ser un hecho emocional natural y hasta necesario a veces, a un rasgo discursivo, propagandístico, sistemático. Los medios de divulgación, la radio, la televisión y, ahora, las redes sociales, son los instrumentos para la producción, distribución y consumo de mensajes de odio como lo muestran, desde el maestro de la propaganda nazi, Goebbels, hasta los genocidas ruandeses.

Ahora bien, en una democracia son naturales, la controversia y la polémica. En ellas, lamentablemente, no es usual el respeto de las normas del buen oyente y el buen hablante. Son comunes las malas prácticas de la controversia, condenadas por los filósofos clásicos, pretender refutar un argumento desprestigiando o insultando al hombre que lo esgrime (Argumento Ad Hominem), hacer una caricatura de la postura opuesta para destrozarla ("el hombre de paja"), dando por sentado una premisa que no se ha discutido. Abundan las burlas, las ironías y los sarcasmos dedicados a los contrarios. En todo caso, la mayor parte del humorismo, en todas las partes del mundo, desde la Antigüedad, son burlas de lo ridículo de los personajes públicos. Recordamos con placer, y con alegría, las parodias de Radio Rochela. Además, en ellas se respiraba que había un ambiente democrático. Sobre todo, cuando los mismos parodiados se reían de las ocurrencias de los ácidos guionistas.

Pero ese buen humor se acabó en este país, con la polarización. Este es un ambiente tóxico, propicio a los mensajes de odio. La polarización de la que hablamos es aquella cuyo eje es presentar al "otro" como el concentrado del Mal, como el culpable de todas las infamias, de todos los crímenes. Además, el "otro" es tan diferente y opuesto a "nosotros", que ya no parece humano, hacia el cual es válido sentir empatía. Se les reduce a un calificativo que termina siendo un insulto fascista, chavista, escuálido, etc.

No sé si se han dado cuenta los lectores, pero desde septiembre de 2017 vivimos en el país un Estado de Excepción en el cual la Constitución está suspendida. La excepcionalidad se convirtió en permanente con la "ley constitucional" llamada "Antibloqueo, una regulación inventada por Herman Escarrá, que hasta pretende negar la pirámide de Kelsen, fundamento de todo Derecho Constitucional en el mundo, que establece que por encima de la Constitución no puede haber ninguna Ley. A ese Estado de Excepción pertenece la llamada "ley contra el Odio".

El título de ese instrumento jurídico parece angelical y hasta bien intencionado. Se llama "Contra el odio, por la convivencia pacífica y la tolerancia". ¿Cuál fue el contexto de aprobación de esta "ley contra el odio"? Fue parte de una reacción a las movilizaciones que bordearon la insurrección, dirigidas por una dirección extremista de la oposición que había formado una especie de "gobierno interino paralelo", reconocido por algunos gobiernos extranjeros, en el marco de una línea agresiva de derrocamiento de los Estados Unidos.

La Ley contra el Odio fue aprobada en noviembre de 2017. En sus primeros artículos se pretende establecer el vínculo con los principios constitucionales, y hasta se propone desarrollar acciones educativas para una cultura de paz, convivencia, tolerancia y respeto a la diversidad y pluralidad, son loables y hasta enamoran. Pero ya desde el artículo 7 empieza el "veneno". El Estado tomará "acciones de prevención y control de formas de violencia, odio, intolerancia y otras conductas relacionadas". Muy general esa definición; se presta a la discrecionalidad. Todavía el art. 11 (prohibición de partidos que promuevan el fascismo) puede ser plausible. Los artículos 13 y 14 son prohibiciones formuladas con la misma vaguedad. Los Artículos 20, 21, 22 establecen sanciones de 10 a 20 años de prisión y en algunos casos remiten a la Ley RESORTE. O sea, llover sobre mojado.

Es evidente que la llamada "Ley contra el odio" no ha sido usada como un instrumento para evitar los crímenes de odio. Más bien se ha convertido en un instrumento para ejecutar acciones de odio de parte del Estado. No solo porque ha habido un doble rasero en su aplicación. Esto es evidente: declaraciones mediáticas de gobernadores y altos funcionarios del gobierno que son, a todas luces, expresiones de odio e incitaciones a la violencia contra un sector de la población, nunca han sido advertidas por la autoridad. Por otra parte, ya son centenares las detenciones y desapariciones forzadas que se justifican por presuntos crímenes de odio de opositores. Esto reafirma el hecho del control por parte del Partido de gobierno de todas instituciones como la Fiscalía General. La cuestión es que los organismos del Estado no disponen de un instrumento con cierta validez para identificar, evaluar y medir los posibles crímenes de odio. Todo queda a discreción del cuadro del Partido

Elaborar un instrumento objetivo y de validez científica para identificar un mensaje de odio, es completamente posible y deseable. Sería cuestión de un equipo multidisciplinario de psiquiatras, psicólogos, lingüistas, sociólogos y semiólogos. Se trata de analizar contenidos o discursos, y eso hoy hasta existen programas de Inteligencia Artificial capaces de hacerlo, en grandes cantidades de mensajes. De hecho, en varios países (por ejemplo, China, Argentina, México, Colombia, etc.) hay asistentes electrónicos de los jueces que revisan miles de documentos, identifican patrones y hasta sugieren sentencias. Desde hace décadas, la OMS elaboró una escala para medir la salud mental y hasta el bienestar individual y colectivo. También, existen las escalas de diagnóstico de las enfermeras. Los ejemplos de escalas de medición de contenidos se multiplican por decenas, en todas las disciplinas pertinentes.

En primer lugar, debe distinguirse claramente entre lo que es solo un exceso tolerable del lenguaje en la diatriba política, y un crimen de odio. Luego hacer una propuesta de escala de odio con la cual podría distinguirse entre un llamado al exterminio masivo de un sector de la población, caso extremo de mensaje de odio, pasando por la amenaza, la expresión del deseo de muerte de individuos miembros de alguna colectividad, la negación de humanidad a un colectivo o la simple ridiculización o desprecio hacia una minoría. Para eso existe la escala de Likert desde hace muchas décadas.

La Ley contra el Odio anuncia acciones educativas. Yo no conozco ningún programa concreto o actividad promovida por un organismo que se creó en la Ley, para impulsar la cultura de la paz, la convivencia y la tolerancia, objetivos expresos del instrumento legal que comentamos. Solo hemos conocido su lado punitivo y sesgado, de persecución política evidente. Lo que sí es claro es que la primera medida que caracterizaría a un nuevo gobierno democrático, además de la libertad de todos los presos políticos, es la derogación de la Ley Contra el Odio y de la llamada "Antibloqueo". Esta es una condición para recuperar la vigencia de la Constitución, suspendida en el estado de excepción en que vivimos.

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