Nota: Se trata de un capítulo de mi novela, "El Crimen Más Grande del Mundo", ganadora del premio de narrativa del Ipasme, del año 2010. Es este capítulo, una historia auténtica de pescadores, fundamentada en los cuentos que escuché quienes vivieron aquellos momentos, a quienes sólo cambié el apellido y, como toda narrativa, no es ajena a la ficción. Los personajes formaban parte del espacio en el cual nací y por eso, con ellos conviví, tuve cercanas relaciones. La novela toda, es una protesta por la destrucción de un espacio hermoso, idílico y de gran valor para la subsistencia de quienes, cercano a él y por él, convivíamos y subsistíamos.
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El "Indio" Serrano se hizo viejo domando olas gigantescas y navegando el Caribe, hasta llegar al rosario de islas que empieza más al norte de Margarita. Cuando su hijo "Chucho", tomó el patronato del grande y robusto peñero de la familia, ya el viejo podía viajar de cualquier punto del espacio antes mencionado, sin brújula - instrumento que habitualmente desdeñaban - y sin mirar las estrellas. Todo punto de pesca le era conocido.
- "En aquel sitio, como a quinientos metros frente la "Angoleta", están los meros. Y lo que es mejor, ola y corriente, poco molestan".
- "Allá, en esa parte del golfo, desde donde se mira de frente la garita del castillo, abunda la catalana".
- "Ese cardumen que se ve allá, como a media milla, es de jurel y vienen como doscientos".
¡¡Admirable! Él podía calcular con exactitud, en medio del océano, a la distancia, el ángulo preciso; decir el tipo de peces del cardumen, donde pocos veían algo, ¡ni el celaje!; y hasta contar los peces.
Con aquella sabiduría hablaba el "Indio" de cada centímetro de mar.
Veinte días llevaban los Serrano que no se echaban al mar. La última vez que salieron "de ranchería" estuvieron dos meses en "Las Caracas" y de allí regresaron con una buena recompensa. La pesca fue abundante, vendieron todo el pescado que secaron bajo el sol de la isla, retornaron a casa dispuestos a descansar un buen tiempo, hacer las reparaciones necesarias al bote y a los instrumentos de pesca.
Esta vez, como lo venían haciendo desde un tiempo a esta parte, no recalaron en Castillito. El "indio" insistió ante el nuevo patrón que se llegasen a "La Quinta". Por eso, Chucho dirigió la embarcación hacia la desembocadura del río y remontó su corriente.
Justamente en el embarcadero fluvial, ubicado al lado de la curtiembre, recaló aquella vez la familia Serrano. Estuvieron allí varios días mientras descansaban, hacían las reparaciones a los aperos de pesca, carenar el peñero y convivir con la familia, los amigos y vecinos, antes de aventurarse de nuevo al mar abierto. Poco tiempo después decidieron hacerse a la mar. Pusieron proa hacia la desembocadura. Abordo, además del "indio" y el patrón "Chucho", iban sus otros hijos, "Perucho", José Mercedes y Andrés, el menor de todos. Mientras el peñero avanzaba lentamente con el fuera de borda al mínimo y más que todo impulsado por la corriente que, aquella mañana de agosto, empujaba con fuerza, Andrés se divertía con las travesuras de los perros de agua que hacían cabriolas, se sumergían y emergían con rapidez, como si despidiesen con alegría a los hombres que partían de pesca. El río estaba de monte a monte y casi se desbordaba en sus riberas. Un poco más lejos del peñero, desconfiadas, varias cotúas acompañadas de una bandada de alcatraces, también formaban parte de la comitiva, que le decía "el hasta luego" a los Serrano. Cuando pasaron frente a la entrada del caño que aquel mes de lluvias, se salía de cauce para desparramarse en la sabana e ir a endulzar las aguas de "Castillito", miles de garzas, alcaravanes, corocoras, tigüitigüis y otras aves de todos los colores, levantaron vuelo para saludar el paso del elegante peñero. Y éste, pronto alcanzó el sitio donde el río muere y en poco tiempo, se perdió en el horizonte.
"Chucho" ordenó la proa hacia el oeste, bordeando la costa; en la meta próxima, tomarían provisiones e informaciones siempre necesarias. Y luego a la "Borracha", una isla casi desértica, donde establecerían el rancho, mientras cumplían las labores de pesca. En una semana regresarían de nuevo a casa, después de vender parte de lo que les quedase de la última faena, atendiendo encargos de algunos amigos.
- "Tal como está el mar", dijo el "Indio", dirigiéndose a los tripulantes de la embarcación, no "dilataremos mucho en llegar a la Borracha".
El peñero hizo el trayecto sin complicaciones, navegó raudo en un mar tranquilo como un plato.
En efecto, cuando todavía el sol alto estaba y desparramaba su incandescencia, llegaron los Serrano a su meta. En el trayecto, cardúmenes de toninas, con elegancia y emitiendo chillidos llenos de gracia, acompañaron al peñero.
Andrés, sentado en la popa, próximo a "Perucho" quien controlaba los motores y el rumbo de la nave, comenzó a dar gritos infantiles de alegría:
- "¡Miren! ¡Miren!, el abuelo del mar, el del manglar y la laguna, viene acompañándonos. ¡Él está allí, debajo de las toninas!"
Aquella temporada resultó bastante buena para la familia. Perdieron la cuenta de la cantidad de arrobas que subieron a la embarcación y vendieron a los mayoristas en alta mar. Los negocios resultaron iguales; los compradores pagaron con generosidad; al sexto día de pesca, ya todo estaba listo para el regreso a casa.
A la mañana siguiente, cuando aún la isla estaba cubierta por la oscuridad, los Serrano comenzaron a hacer los últimos preparativos para el regreso. Muy temprano, el patrón ordenó la partida; antes de marcar el rumbo hacia el puerto más cercano, optaron por hacer un recorrido al noreste de la isla para fijar con precisión un nuevo y abundante punto de mero, que el día anterior, arrastrados por la fuerte corriente, descubrieron.
Estando cerca del sitio, vieron emerger una manta gigantesca; tan grande como el peñero. El "Indio", desconociendo la autoridad con la que él mismo había investido a su hijo mayor, ordenó los preparativos para pescar a aquel animal.
La manta estuvo por diez minutos dando vueltas alrededor del peñero. Se mantenía a una distancia aproximada de veinte metros, pero, aun así, el agua que desplazaba su gran volumen, hamaqueaba el barco y dificultaba el movimiento de los pescadores. El "Indio" preparó con paciencia los materiales para pescar al animal; amarró un anzuelo grande con tres guayas de acero y unió éstas a las cuerdas más gruesas que en el barco conservaban para alguna eventualidad como aquella. Y luego otro. En cada anzuelo ensartaron un mero de regular tamaño y un pequeño flotador que mantuviese la carnada en la superficie y llamase la atención del pez gigante; mientras unos hacían los preparativos de pesca, otros por orden del viejo pescador, hacían ruidos para mantener al animal a distancia, golpeando sobre los bordes del casco con los maderos destinados a "tranquilizar" a los pescados grandes que hacen resistencia; cuando todo estuvo listo, lanzaron el material al agua y el patrón accidental ordenó una marcha lenta.
La manta inició la persecución de la carnada, se acercó a ella y la engulló.
Siete días con sus noches bregó el "Indio" con aquella mantarraya. El animal les paseó por todo el espacio marino entre la larga costa de la tierra firme y la isla de Margarita. El viejo pescador batalló duro y con paciencia. Aflojaba cordel hasta lo posible, cada vez que el gigante se desplazaba con rapidez y le acercaba al bote con temeridad cuando aquel se quedaba tranquilo, como para recobrar fuerzas para reiniciar el singular combate.
En nuestro barrio y en los más cercanos, ya cansados de esperar que los Serrano apareciesen, volvieron a celebrarse funerales, como aquellos de los días cuando las peinillas rasgaron la oscuridad en el viejo estadio y la sangre de otros Serrano, sació la sed del terreno.
Los días transcurrían tristes. El equipo de béisbol quedó incompleto y las alegres tertulias nocturnas, bajo la lánguida luz de los postes del barrio, se convirtieron en gemidos y en un sólo echar cuentos de aparecidos. Por días, la gente se volvió insomne, ocupaban el tiempo en mirar hacia la ribera del río y la playa de "Castillito".
- "Y yo al fin reaccioné, pensé en mis hermanos y en mi propio padre, corté la cuerda para liberarnos de aquella Mantarraya y de la obsesión del viejo. Este luchó tanto que le sangraron las manos, en veces mostró más energías que el animal".
- "Creo que mi viejo bien pudo vencerlo y traerlo a rastras y depositarlo aquí, en esta ribera del río. Pero ya no era necesario llegar a tanto, ni correr más riesgos y corté la cuerda. Y después de tanto corretear por esa parte del Caribe aquí nos tienen. Por algo, minutos antes, me quedé dormido y soñé con el abuelito del mar".
Así habló "Chucho", el capitán del peñero de los Serrano, a la multitud que se agolpó en el muelle de " La Quinta" para recibirlos y enterarse de los pormenores de su extravío. Y por el relato de "Chucho", la tristeza dio paso a la alegría, que luego se cambió a un estado de ira, el mismo que generaban las películas malas en aquel pueblo pacífico, que por poco no provocó una agresión colectiva contra el viejo Serrano.