Una buena experiencia de lo por hacer mientras soñamos con el socialismo

Miércoles, 14/08/2024 12:58 PM

¡Ni un ciego Catino! Rosalía la "cambá", una virgen de piernas abiertas"

Era sábado al mediodía. Ya habíamos regresado de bañarnos en la playa, donde ayudamos a sacar las redes de aquel enorme chinchorro hasta la orilla y fue también muy grande la sarta de pescados que cada uno de nosotros llevó a casa.

Fue tan abundante la pesca aquel día que pudimos, como era habitual en esos casos, repartir en cada casa de los compañeros que aquella vez faltaron y hasta de mayores y ancianos que no tenían quienes por ellos fuesen a aquella exigente y como religiosa tarea cotidiana, lo suficiente para el consumo de dos o tres días, hasta cuando volviésemos de nuevo. Era esa, la de repartir entre todos el fruto del trabajo, una costumbre en el barrio, impuesta por la generosidad que allí abundaba por el demás bondadoso mar que, por eso, aquello lo entregaba a la tierra. Algo de esto mismo, referido al trabajo de la tierra, narra Garcilaso "Inca" de La Vega, en "Los comentarios reales", acerca del trabajo y la repartición del producto del mismo entre los Incas.

Claro, el aporte de cada quien era el mismo. Si no lo hacías hoy lo harías mañana, otro lo haría por ti, como tú por él, dado el caso. Sólo era necesario ponerse en una de las colas, a ambos lados del chinchorro, y a la orden del patrón en aquella tarea; empezar a "jalar" hacia la orilla. Y en buena medida, para aquello, entre nosotros prevalecía la igualdad. Nadie, entre los muchachos y hasta adultos que habitualmente allí concurrían a ayudar a sacar el chinchorro hasta la tierra, podía alegar con exactitud mayor aporte. Quizás los mayores pudieran hacerlo dadas su fortaleza y experiencia, pero esos rasgos siempre serían igualados por el empeño, constancia y alegría de los muchachos.

Por eso, el patrón o el encargado por éste de repartir el producto del trabajo, que era una para cada uno de quienes hacíamos la labor de sacar el chinchorro a la orilla, otra para cada uno de los pescadores que, la tarde anterior habían colocado la red en el paso de los peces, quienes también estaban en las colas y al final se encargarían de extender el mismo en la orilla para volverlo al mar en horas de la tarde, el patrón, los botes y hasta la del chinchorro mismo, que en cada caso tenía un peso y valor según lo por la costumbre estimado, a cada uno de nosotros entregaba su parte, generalmente abundante de acuerdo a las necesidades de nuestra propia casa. Tanto que, como antes dije, entre todos podíamos llevar lo suficiente a la casa de los compañeros que ese día, por alguna razón, faltaron a la tarea y hasta de aquellas casas donde no había quienes pudiesen ir.

Y como ya dije, por lo menos entre quienes "jalábamos" el chinchorro hasta la playa, en veces en medio de la dificultad que representaba la fuerza del repliegue, regreso de la ola a la mar por la altura de la orilla, el reparto era equitativo al aporte de cada uno. Pues en aquel caso, la igualdad bien podía ser alegada. La mayor fortaleza solía ser recompensada con constancia y tesón.

Y era tan arraigada esta costumbre de repartir por igual, pero al mismo tiempo demandar de cada quien su contribución y esfuerzo que, solíamos decir, en esto cada quien pone lo suyo, lo que tenga, aunque sea "el aire de los pulmones". Esa expresión hacía alusión a la específica demanda de cuando en la playa hacíamos un sancocho para pasar el día, zambulléndonos, correteando, saltando olas o pescando para hacer el sancocho antes planificado. En ese caso, previo acuerdo, lo que generalmente se hacía o de manera espontánea, alguien debía llevar algo. Alguien la "verdura", palabra usada para identificar los ingredientes vegetales del sancocho, otro el casabe, sal, agua y hasta los fósforos. Una vez en aquellas labores, alguien debía, sobre todo entre quienes nada llevaron, recolectar la leña necesaria y hasta la pesca. Cada quien debía hacer algo, como pelar la "verdura", lavarla y preparar los aliños y en última instancia, hasta prender el fuego y cuidar que éste se mantuviese encendido y para eso, hacía falta "el aire de los pulmones".

Era un reclamo en favor de la igualdad, del derecho de cada quien a reclamar y por el deber de todos de contribuir con su esfuerzo. Entonces, cada uno, habiendo tantas oportunidades para hacerlo, se sentía obligado a contribuir y poder participar.

Era pues una comunidad muy estricta, con un alto sentido de la responsabilidad, los deberes y los derechos de cada quien. Lo que de por sí habla de la estricta moral que allí prevalecía.

Aquel sábado en la tarde, estábamos reunidos en una orilla del camino frente al barrio, que corría recostado de la cerca de la finca, nosotros le llamábamos quinta, de la familia Berrizbeitia, que conducía al barrio Las Palomas, hablando de todo cuanto se nos ocurriese, sin ningún plan, guiados por la iniciativa de cada uno.

Era un diciembre y la conversación había empezado alrededor de los preparativos para las misas de aguinaldo. Se avecinaban las vacaciones y entonces todo nuestro interés estaría centrado en las fiestas navideñas, de fin de año, pero primero las misas tradicionales, como aquella de los "choferes", término aplicado a lo que ahora llaman trabajadores del volante, porque era la más concurrida y celebrada.

"Las mujeres, cuando dejan de ser señoritas o las desvirgan, empiezan a "caminá" con las piernas escarranchá".

Aquel comentario, hecho así de repente, como algo subversivo, pues rompió el curso de la conversación del grupo, por Francisco "Catinito", el hijo del bodeguero conocido en el barrio como "Catino", tuvo la magia de llamar la atención de todos. Le miramos fijamente y en silencio, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo o él a todos nos puso en sintonía con su mensaje y así estuvimos, tanto que, el tiempo pareció escapársenos. Y por aquel comentario le miramos, escrutamos largo rato, intentando sacarle mayores explicaciones.

El viejo "Catino", dueño de una de la dos bodegas que había en el barrio "Rio Viejo", fue quien, por sus cuidados que nadie le metiese "mocha", con monedas o billetes falsos, dio origen a aquella famosa frase "Ni un ciego", a la que se le agregaba su nombre; la que mi primo Foción Serrano, excelente narrador de béisbol, quien tuvo el honor de hacerlo, siendo muy joven al lado de "Pancho Pepe" Cróquer, llevó a la radio y contribuyó que el célebre narrador de béisbol la utilizase en casos pertinentes.

Y en efecto, así resultó aquello. De tanto esperar que alguien hablase, "Catinito" se percató que en verdad le reclamábamos mayores detalles o explicase los pormenores de su comentario y también que había logrado el éxito de distraernos de lo que veníamos conversando por poner interés a un asunto que le tenía atrapado y hasta interesado en compartir con su grupo.

"Anoche", continuó hablando "Catinito", rompiendo el silencio que él mismo impuso con aquel inesperado comentario, que nada tenía que ver con misas de aguinaldo ni fiestas navideñas, "mi hermano Esteban, hablando con unos amigos suyos, dijo que la mujer desvirgá y sobre todo de las nuevas, caminaba y hasta se paraba con las piernas abiertas".

"Cuando una mujer anda por allí, para arriba y para abajo, con las piernas escarranchá es porque ya no es señorita. Y eso se nota más cuando es nuevo".

Volvió a referir "Catinito" que eso le escuchó decir a su hermano mayor y refirió que todos los demás que, con Esteban hablaban, eso confirmaron.

Comenzamos a mirarnos unos a otros, tras una como extraña y cómplice sonrisa y luego volvíamos la mirada hacia quien aquello nos había revelado. Cada uno miró tantas veces a Catinito en ese largo período, como muchachos había en aquel grupo. El mismo "Catinito" que, cuando habló miraba como al infinito, en señal que estaba buscando aquello en las rendijas de su intimidad, empezó, una vez que atrajo hacia él la mirada y atención de todos, en la primera reacción, a mirar a uno a uno, como confirmando que aquello se lo decía a cada uno en particular y era como una conversación y confesión íntima.

A partir de ese momento, hasta el día siguiente, nos dedicamos a mirar con detenimiento el caminar de las muchachas del barrio y hasta nos movimos al vecino con el mismo interés. No nos interesaban las mayores, las que sabíamos casadas y las que no, pero con suficientes años para imaginarlas ya curadas de la incomodidad que dificultaba el caminar y el juntar las piernas.

Éramos un grupo de cinco, de modo que podíamos, sin dificultad, aposentarnos en algún espacio, rincón o esquina a mirar con disimulo a las muchachas que pasasen, sobre todo aquellas que nos llamaban la atención por distintas razones y estuviesen en la edad convenida por todos. Y así estuvimos haciendo como un inventario, analizando cada caso para llegar a conclusiones colectivas y con la mayor rigurosidad para no cometer indiscreciones, injusticias y menos dar oportunidad a comentarios malsanos y nocivos.

Y comenzaron a pasar las muchachas. Unas iban solas y apresuradas a comprar algo en la bodega, de visita a alguna amiga en el propio barrio o en el vecino y otras en pequeños grupos de dos, tres o cuatro con rumbo al centro de la ciudad, pasear por los alrededores de la plaza Bolívar, a la catedral o la iglesia de San Francisco, pues ellas también ya estaban en preparativos para las fiestas navideñas.

Unas cuantas, de antemano, fueron descartadas por ser demasiado niñas y no sujetas a tan irreverente evaluación por aquella especie de cofradía medieval, junta o tribunal tribal.

De aquellas, en edad apropiada para ser evaluadas, ni siquiera eran objeto de tal procedimiento. Desde el principio comenzaron a exonerar de tal examen a todas las que frente al jurado pasaban. Eran hermanas, primas, amigas, compañeras de estudio o familiares de los miembros del jurado o de aquellos tipos del barrio y del vecino más próximo que, sólo nombrarlos asustaban y con quienes era mejor no meterse ni de vaina y porque en este mundo toda vaina se sabe. Otras, sabiéndolas casadas, tampoco interesaban al jurado, ni siquiera para mediante la observación del caminar y el manejo de las piernas les sirviese de entrenamiento y aprendizaje.

"¡Cómo que nos vamos a ir en blanco!", dijo Robertico, el hijo del otro bodeguero del barrio y de quien dos hermanas y tres primas habían pasado frente al jurado sin que este sobre ellas nada dijese y más bien, de hecho, las declarase no aptas para el concurso, ¡ni de vaina!; nadie se fijó en el caminar de las muchachas y menos en la disposición de sus piernas.

Aquello comenzaba a parecerles algo irreal, incomprensible, como un día cuando los chinchorros saliesen metro a metro sin pesca, de un mar repleto de peces que uno podía agarrar con sólo meter la mano. Y como una jornada perdida, una ofensa y frustración para el pescador que salió a la mar, aquella mar y regresa a casa con las manos vacías. ¿Cómo puede un pescador de aquel espacio, donde los peces saltaban a los botes, se metían en las redes y hasta se prendían en anzuelos sin carnada, porque aparte de la abundancia estaban como adiestrados para dejarse fácilmente pescar, justificar llegar a casa con las manos vacías o explicar de manera comprensible a los amigos y la gente toda aquella frustración?

No hallaría ese pescador a nadie quien le creyese, pero lo que es peor, le juzgarían como demasiado torpe, incompetente y bueno para nada. ¿Para qué pudiera servir, ser bueno, si no es capaz de pescar en aquel tan abundante mar?

Eso sí, en ningún momento pusieron en duda aquel contundente juicio emitido por Esteban, el hermano de "Catinito", en aquella reunión de palos con sus amigos, quienes además estuvieron de acuerdo. Ellos eran los hermanos mayores de quienes allí estábamos deliberando y por supuesto de aquello bien sabían. Ni había duda. Tampoco dudaron de sus capacidades de observación, para medir el punto exacto donde las piernas debían abrirse o cerrarse y menos si el procedimiento usado por ellos estaba ajustado a la realidad o influido por elementos inherentes a sus gustos o intereses.

"Por aquí, en cualquier momento, debe pasar alguna", dijo Cristóbal, aquel que era capaz de subirse hasta lo más alto de una mata de coco en cosa de segundos y cruzar el río cuando estaba de banda, repleto por las lluvias y el torrente que baja del Turimiquire, en un ir y venir sin descansar.

Pasaron frente a ellos dos de una de las pocas familias que tenían automóviles y la única en cuya casa había al menos tres de estos; dueños de la mitad de aquella pequeña ciudad; del negocio de importación mayor, la más surtida farmacia, la embotelladora de refrescos, del cine y una finca enorme dentro de la ciudad misma donde tenían abundante ganado y toda clase de animales, como aves de corral; gorriones, canarios y sus varias viviendas separadas del resto de la gente. Y tampoco ninguna de aquellas muchachas desplegaban las piernas con el ángulo necesario para que el jurado pudiese decidir que habían sido desvirgadas.

Los muchachos del grupo evaluador de vírgenes, al ver venir a las jovencitas de aquella familia, ni siquiera hicieron comentario alguno, de hecho, con su silencio y hasta indiferencia, no frente a ellas, porque eran como demasiado bellas, sino en relación con la tarea que se habían asignado, las dieron como no aptas para entrar en aquel examen. Es más, pasaron, les vieron con admiración, mientras cada uno exhaló un suspiro, pero nadie les tomó en cuenta para aquella evaluación. Hubiese sido una ofensa, un pecado y hasta un grave riesgo.

¡Pero en esto, llegó la más pendeja, Rosalía la "cambá"!

Rosalía, cuyo apellido nunca nadie llegó a saberlo, porque tampoco supieron el de su madre, una señora "loca" que deambuló por años alrededor del barrio viviendo de la caridad de todos y ocupó como vivienda aquella choza destartalada y casi misteriosa en medio de la sabana, como tampoco se supo nunca quién fue su padre, tenía las piernas como un aro de bicicleta cortado por la mitad y separados, insertados en sus caderas. Caminaba formando casi un círculo con las piernas y como con la planta de cada de ellos buscando encontrarse con la otra. Su caminar era un inclinarse de un lado y otro en la misma medida de sus breves pasos. Pudo hasta mecerse, de habérselo propuesto, de derecha a izquierda y viceversa. Según los vecinos, eso le pasó porque su madre, aun estando en condiciones de caminar, le cargaba encima suyo, con su cintura metida entre las piernas de la niña. La misma Rosalía se negaba a caminar y prefería ir, en aquella incómoda posición para ambas de arriba para abajo.

Pero Rosalía, quien había quedado huérfana, pues su madre falleció casi de inanición y abandono, más por la enfermedad que la atrapó, formaba parte del paisaje. Desde muy temprano, abandonaba aquella improvisada choza y deambulaba por el barrio y sus alrededores en busca de comida vestida en andrajos. Casi formaba parte del paisaje, de por demás cotidiano de la calle, como los postes del servicio eléctrico y los perros sin dueños ni ataduras, por lo que, a nadie, salvo quienes fuesen a su espacio de visita, llamaba la atención.

Estando ella presente, en medio de los muchachos y hasta la gente adulta, cuando se les contaba o mencionaba, por alguna circunstancia, nadie hacía alusión a Rosalía, no aparecía en los números ni en el inventario de nombres. Rosalía no aparecía siquiera en los números del censo.

Justamente, desde que comenzó el jurado a observar el paso de las muchachas, con el doble propósito de averiguar quién o quiénes en el barrio y las vecindades, habían sido desvirgadas tempranamente y sin haberse casado, Rosalía pasó dos veces frente a él y lo hizo desapercibida o deliberadamente ignorada por aquello que parecía no ser gente.

Entre los muchachos que integraban aquel tribunal, no sé por qué razón, habíamos asumido aquello como una verdad irrefutable o un medio preciso para saber de las intimidades, pero en verdad no de todo el mundo, sino de quienes considerasen proclives, pertinentes; pues como lo mostraron en sus primeras observaciones, abundaban razones para excluir de antemano a muchas de las muchachas. Era como un método demasiado exclusivo que servía para buscar, como en la edad media, a los brujos, a quienes por "incluir", desvestir y condenar. Y siendo así, tampoco ellos, con aquella brújula en la mano, podían darse por vencidos y menos convencerse a sí mismos de lo inútil de aquello. Era necesario encontrar una manera, una muestra, que convalidase el valor de aquella observación y método de desvestir vírgenes.

Fue entonces, por aquel razonamiento, necesidad de darle valor a su ocupación y hasta método, se percataron que Rosalía existía y por lo menos era gente, una muchacha, pero…….que con el método se la llevaba de lo mejor. La verdad de Esteban, el hermano mayor de "Catinito" e hijo de "Catino" el bodeguero, quedó confirmada.

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