Cuando se habla de violencia legítima nos referimos a la violencia justificada, a la desplegada por el Estado, el cual tiene el monopolio de la misma, como poder externo a los individuos, que garantiza la dominación de un grupo humano sobre el resto de la sociedad y sobre los miembros del mismo grupo. El Estado es una construcción social, que aparece paulatinamente cuando las contradicciones al interior de la sociedad alcanzan un nivel que amenazan con la destrucción de la misma. Ese Estado, generado por la sociedad, termina separándose de ella, poniéndose por encima e imponiéndole su voluntad, a través de todo un aparato específico de fuerza que incluye tribunales, cárceles, policías y militares, que terminan sustituyendo los intereses de la nación por sus propios intereses.
La violencia es toda aquella fuerza o condición que actúa sobre los individuos, humanos o no, para obligarlos a asumir determinadas conductas, impuestas por los generadores de dicha condición, o a sufrir daños físicos y mentales. El Estado es siempre un ente de naturaleza violenta y represiva, pues el poder tiene estas innatas características, razón por la cual sus órganos del orden también lo son, independientemente del sistema político y económico que defienda y todo el esfuerzo que se haga para ocultarlo, desdibujarlo y justificarlo. El Estado es permanente o de larga duración, mientras que el gobierno es el administrador del Estado y es de carácter transitorio.
Las sociedades siempre han tenido la tendencia a protegerse del poder abusivo del Estado, para lo cual se aprueban un conjunto de leyes y normas, que de alguna manera regulan y limitan la capacidad y el despliegue de la violencia por parte del mismo. Venezuela no es una excepción en la materia. La Carta Magna, las leyes de la república, los reglamentos y las normas, privilegian los derechos ciudadanos por encima de las potestades del Estado, lo cual casi nunca es comprendido por los gobernantes, quienes, al beneficiarse de ser los administradores del Estado tienden a confundir los intereses de éste con los intereses de la nación, algo muy alejado de la realidad.
Un claro ejemplo ha sido la represión desencadenada por el gobierno de Maduro, con motivo de las protestas de parte de la población ante lo que considera una burla de su decisión en las votaciones presidenciales recientes. Los cuerpos de seguridad han violentado claramente el debido proceso judicial, al allanar hogares sin la debida autorización de un tribunal, al detener personas sin la presencia de fiscales del Ministerio Público, al secuestrar a los detenidos sin permitirles comunicarse con sus familiares y al impedirles la designación de sus abogados y obligarlos a aceptar la defensa pública. Conociendo a nuestras policías, es más que claro que la mayoría de los detenidos no son responsables de lo que se les acusa.
Como siempre, las víctimas de la represión pertenecen a los grupos vulnerables de la sociedad: los jóvenes pobres de los barrios populares. En esta ocasión, no son sectores de las capas medias los protagonistas de las protestas, como había sido hasta ahora. Éstas se han originado, en el caso de la capital, en las barriadas populares de Petare, Catia, Coche, La Vega y no en las urbanizaciones del este caraqueño. Otro tanto ha ocurrido en las ciudades del interior del país, lo cual debería llamar la atención del gobierno y de su partido, pues quienes protestan son sus tradicionales seguidores, que esta vez no los apoyaron electoralmente en respuesta al desastre económico, social e institucional existente.
Sin negar la existencia de un plan insurreccional por parte de los belicosos de siempre, es absurdo plantearse que no haya nada de espontaneidad y razón en las recientes manifestaciones. Ha habido vandalismo, como lo hay siempre que el pueblo se moviliza masivamente; al igual que lo hubo en el pasado adeco copeyano. También es cierto que además hubo acciones violentas claramente dirigidas a la destrucción de bienes públicos y a la desestabilización política, muchas de las cuales fueron impulsadas mediante incentivos pecuniarios, pero esto no justifica la represión indiscriminada, ni la conculcación de los derechos ciudadanos, ni las amenazas destempladas contra quienes siempre hemos criticado la sinrazón.
Por último, es inaceptable y condenable la pretensión del gobierno de legitimar de ahora en adelante el desconocimiento de la voluntad popular, sobre la falacia de que se está impidiendo el advenimiento del fascismo, por lo que tanto la nación como el mundo entero deberían estarles agradecidos. Esta declaración no sólo es cínica sino siniestra.