El arrollador desarrollo tecnológico ha impactado la atmosfera de la comunicación política. Ese cambio mediático está convirtiendo la política en un espectáculo que solo sirve para la información mediatizada y el entretenimiento (politainment). La política como espectáculo conduce a la banalización de la realidad social, degrada la información y convierte a los ciudadanos en simples espectadores incapaces de configurar una opinión trascendente y terminan tomando decisiones por la emoción que transmite el espectáculo. El show nunca termina. "No hay tiempo para aburrirse" dice la gente y sigue la interminable función del espectáculo de la política.
La política como espectáculo está dejando el espacio político sin pensamiento social y sustituyéndolo por el entretenimiento con un escenario que cuenta con un reparto de actores, recursos expresivos, mitos, papeles primarios y secundarios y hechos distorsionados que en lugar de formar conciencia social terminan en entretenimiento banal. Todo dirigente político se desdobla en vanidoso "influencer" que alimenta su ego de acuerdo al número de seguidores que logre aglutinar.
Como proceso que impacta y moviliza masas, la política tiene una tendencia al espectáculo, el problema comienza cuando no trasciende y se queda en la simple puesta en escena. Cuando los jefes de campaña electoral son expertos en mercadotecnia que venden mercancía para satisfacción del consumidor y no hay espacio para el análisis que estimula el debate libre, abierto y democrático. Nada trasciende, todo se descontextualiza y solo queda el registro del espectáculo en un podcast, un tweet, etc. El contenido del mensaje no tiene importancia y la opinión tampoco. Lo que interesa es proyectar una imagen y reproducir un espectáculo que las redes sociales se encargaran de redimensionar.
Desde la perspectiva anterior, se estimula la vulgaridad, el lenguaje procaz, el insulto, del adversario, juicios de valores y detalles de la vida privada para la descalificación política. El micrófono y el teclado intoxican el discurso hasta reducirlo a una narrativa que le quita legitimidad a la democracia. Cualquier dirigente político, con una dosis de poder, habla de todo, aunque se perciba que no sabe nada y lo hace con la magnificencia del ignorante. Se juega con el chiste y la burla como sustituto de la sustancia y contenido del discurso.
En EEUU, Donald Trump aparece como prototipo del liderazgo que se sustenta en la política como espectáculo. El Argentina Javier Milei, como candidato presidencial, fue un espectáculo en sí mismo. Aparece en escena con cabellera de león, canta rock con la estridencia necesaria y enciende una motosierra como símbolo de su intención devastadora de la estructura del Estado. Utiliza un leguaje grosero y desafiante que le otorga el beneficio absoluto del algoritmo de las redes sociales y se convierte en Presidente de la República.
En Venezuela, la situación se torna más grave porque el espectáculo tiende a sustituir la política y los medios de comunicación digitales y redes sociales han desplazado el papel de intermediación social que corresponde a los partidos políticos. Cada dirigente político o funcionario público de alto nivel se desdobla en flamante "influencer" que disfruta y protagoniza el espectáculo de la política.
Hay quienes sostienen que, en tiempos de crisis, cuando crece la apatía se impone la política como espectáculo para ganarse la voluntad de las masas que cada día se alejan más del compromiso político. Esto plantea la necesidad de contraponer una narrativa que nos devuelva la libertad de llenar la política de contenido social y abrir espacio al debate libre y democrático.
Mientras tanto el espectáculo continúa y la política se devalúa.