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Corría el año 2007, y había coloridas marchas por doquier, multitudinarias concentraciones en plazas y avenidas, se respiraba una atmosfera de gloria y libertad jamás conocida en esta conservadora ciudad de Mérida. Los genuinos luchadores sociales lucían sus gorros rojos, batían sus banderas y quedaban roncos de gritar consignas contra el imperialismo y la oligarquía. Las canciones de Ali Primera llenaban los corazones de poesía y de amor por las causas más nobles y sagradas. Y en todas esas marchas era infaltable el joven don Augusto Lino Olivares, abogado de medio pelo que había obtenido su título mediante una trastada en la ULA, pagándole a un compañero para que presentara por él las materias más difíciles.
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Don Augusto Lino provenía del humilde barrio El Salado, por el sector de Ejido, pero se fue formando con malas mañas, buscando emular a ciertos maulas que eran los capos de la zona. Fue don Augusto, durante un tiempo, dependiente en carnicerías y fruterías en el mercado Soto-Rosas. Pero era muy hablachento y entrador y no cuajó en la competencia como aguantador entre comerciantes tracaleros, por lo que decidió incursionar, por la calle del medio, volviéndose "revolucionario", algo que sorprendió a muchos: "¿Qué bolas, de cuándo acá sabes tú algo de política, Augusto, si lo tuyo es el chanchullo?". Esa era la chirigota que le tenían montada. Pero bueno, hizo que tomaba en serio su papel, se aprendió algunas consignas y frases bien manidas, y cogió chanca, por arte de magia al poco tiempo, Augusto llegó a ocupar cargos de importancia en un partido de izquierda, es decir, la fortuna le sonreía, hasta que un día, sorprendentemente, llegó una orden de Caracas, del equipo de Tareck El Aissami, elevándolo al oneroso cargo de registrador. Y aquello fue como ganarse el gordo de la lotería. ¡Batacazo!
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Muchos registradores, por entonces, se convirtieron en caciques de pequeñas taifas con mucho poder y dinero: no entregaban debidamente cuenta de lo que recababan, y don Augusto Lino se volvió un portentoso magnate de la noche a la mañana. Se le podía ver en el aeropuerto, maletín en mano, cogiendo un avión cada quince días para Caracas, e igualmente moverse con una nube de escoltas y un bien plantado chofer. Se compró una motocicleta Kawasaki de alta cilindrada e indumentaria de altura con gorras, guantes, casco integral para cara y cabeza del tipo Scorpio, y la chaqueta Alpinestars AMT-10R Drystar XF Jacket, de 900 dólares, excelente para protegerse de accidentes viales. Entonces le dio por mostrarse en las marchas con un gran danés que le daba por la cintura, hermoso animal, espectacular, y todo el mundo se lo admiraba.
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Uno no entiende cómo podía admirarse esa estupidez, pero así sucedía. Al perro don Augusto lo llamaba Harry, "ven Harry", "cuidado Harry", "tranquilo Harry". La cadena y el bozal los había importado del Norte. Aquel tipo nunca tuvo sentido de lo que hacía con su vida, pero se la gozaba. Hizo todas las locuras que quiso y algunas que no quiso también, pero lo más impresionante era que mucha gente lo admiraba. Nadie lo mandó a investigar, viendo los lujos que echaba, y a mí me veía, sin haberle yo hecho nada, con profundo recelo y arrechera. Siempre he tenido yo esa mala suerte, el que haya gente que por sus malas acciones ha llegado a creer que yo se las conozco con el sólo hecho de verle a los ojos. Eso me ha traído muchos problemas en la vida, e incluso hubo algunos que por esos supuestos dones mágicos o telúricos que suponen de mis percepciones, han llegado a llamarme brujo o hechicero.
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Pues bien, Augusto Lino me odiaba y me respetaba a la vez, una combinación que debió haber sido bien incómoda para él, porque además resulta, que alguien le sopló que yo lo había llegado a mentar como Augusto Timo. Él no sabía qué significaba lo de timo, por lo que cuando se enteró, sus sueños se le alteraron, y comenzó a cuidar el trato conmigo. A partir de aquel chisme, don Augusto Timo comenzó a considerar que era necesario que me jodieran, que me demandaran a mí o a cualquier familiar mío para que pagara esa ofensa, ¡Augusto Timo!, qué falta de respeto. Comenzó a regar que yo era un furibundo "antichavista", por haber criticado a Chávez en un artículo a través del diario "Frontera". Reprodujo ese artículo en grandes cantidades, y en todas las reuniones del partido lo repartía. Se unió a un grupo que también me tenía tirria por mi manera de verlos (en el cual se encontraba Tareck El Aissami, Rubén Ávila, Luis Velásquez Alvaray y Florencio Porras, entre otros). A causa de otros artículos míos, y por mampuesto, esta gente, acabó demandándome ante los tribunales. En medio de aquella guerra solapada, cada vez que me encontraba con don Augusto, él me veía con media sonrisa en los labios, me saludaba con respeto, aunque a la vez percibía que esa, su artera consideración (llevaba una buena dosis de veneno o puñal encaletado), es decir, se me acercaba con harta desconfianza. Andaba, pues, conmigo, con la mosca en la oreja.
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Le perdí la pista a don Augusto Timo. Supe de refilón que había caído en desgracia por haberse cuadrado con el candidato a gobernador equivocado, y como ocurre siempre con estos advenedizos, fue deslizándose hacia la nulidad total, hasta que un día (y fue durante la pandemia), me encontraba yo visitando una dependencia de la gobernación y oí que lo mencionaban, y fue cuando supe que ahora don Augusto Timo se estaba ganando la vida vendiendo pastelitos y tequeños a domicilio, y pensé: "Carajo, los golpes de la vida lo están devolviendo a sus orígenes decentes, de nuevo". No me sorprendió, la verdad, el que hubiese vuelto a ser lo que había sido siempre, un comerciante. Pero historias de este tipo existen por miles y por doquier. Y no sé si lamentarme, realmente, el que hubiese caído, o no, en desgracia.
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Una tarde, sorpresivamente, voy y me cruzo con don Augusto en la Plaza Bolívar, cerca de la Esquina Caliente. Verdaderamente que lo encontré bastante desmejorado y se acercó tratándome con el respeto de siempre (y con un poco menos del odio de otros tiempos. Ya yo no significaba ninguna tranca para sus fines politiqueros, volvía a ser Lino…). Intercambiamos los saludos normales de dos viejos conocidos: "- ¿Qué tal como está la cosa, Augusto?", "- ¡Tanto tiempo, chico!", "¿Qué has hecho o a qué te dedicas?"… Voy y le pregunto por Harry, aquel su hermoso perro que quizás fue lo mejor que tuvo en su vida, y me responde que lo vendió: "¿Cómo va a ser posible?, un perro que se quiere no se vende, vale?"; don Augusto se aclara la garganta y responde: "Bueno, para sacarle cría". Nos despedimos, y hasta allí…
Miren cómo terminó Augusto Lino. Lamentable……
Por: José Sant Roz
Lunes, 04/11/2024 12:22 PM