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Yo creía que habíamos venido a este mundo a luchar contra la maldad, contra la estupidez, la idiotez y el crimen. Creía que debíamos estudiar para ser más honrados. Creía que en las universidades aprendíamos a ser buenos hijos de la patria y a amar nuestro país por sobre todas las cosas. Creí que la juventud de mi tiempo iba a formarse para sacarnos de la ignominia. Pensaba que yo iba a ver a Venezuela punteando en el mundo como la nación más fuerte, superando todas sus rémoras: el servilismo, la traición y la más abominable de las inconsecuencias… el desprecio por nuestra historia.
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En la universidad nunca vi a un compañero que dijera que se estaba formando por amor a Venezuela. Él, si era buen estudiante, lo hacía por él mismo, para prosperar, para meterse un billete. Si se esforzaba y se quemaba las cejas en bibliotecas, investigando y produciendo era para que lo reconocieran, y si por su talento lo requerían de otros países, estaba dispuesto a irse y servirle a quien mejor le pagara. De los miles de PhD’s que Venezuela formó durante el siglo XX, casi ninguno pensó en su patria, pensaban en sus tutores como sus verdaderos y únicos maestros, pensaban en las universidades de EE UU y Europa como las maravillas a las que deseaban entregarse. La mayoría de esos PhD´s se convirtieron en azotes morales para su propio país. Llegaron a sentir asco y vergüenza por lo que éramos, por lo que somos. Casi todos eran talentos, pero sin probidad, como decía Bolívar.
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Escribo esto con un sentimiento de profundo dolor, y para decir que las universidades que conocí en el siglo XX era todas apátridas. Escribo con la experiencia y el conocimiento que he conocido de muchos estudiaban sin saber por qué; escribo con el dolor de las frustraciones bajo el duro y violento desafío del oficio de vivir.
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No podemos sustraernos de la deuda enorme que como venezolanos debemos a Simón Bolívar. Porque, ¿qué sería Venezuela, Latinoamérica entera, sin la obra magna del Libertador? ¿En quién se habrían inspirado los héroes del pasado para llevar a cabo sus luchas, y mantenerse firmes en medio de las borrascas, de las amargas derrotas? Bolívar es inspiración, canto y esencia de la honda revolución que todavía está en proceso. Con Bolívar nos formamos en el misterio de nuestras soledades hacia una realidad compenetrada de aventura, valor y creación; él nos infunde un esfuerzo demencial contra el maloliente curso de la muerte. A él acudimos con la esperanza y la posibilidad de otra vuelta más en la espiral de la vida.
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Cuanto más conocemos la obra de Bolívar, tanto más nos estremece su soledad, lo incomprendido que ha sido en nuestro continente, y vuelve una y otra vez el acicate, la pertinaz necesidad de compenetrarnos con el silencio místico de su obra, porque cuántos años estuvimos acorralados y sin salida, desgraciados por un hondo escepticismo de cuanto nos rodeaba, en medio de un monstruoso olvido; olvido de nosotros mismos. Si estudiamos la obra de Bolívar, ésta se nos revela como una luz que quema.
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Nos decimos: ¿Pero ese hombre existió? ¿De dónde sacó su esperanza, su fe, para adentrarse en el oprobio de la guerra, de las debilidades y miserias del hombre? ¿Por qué su genio no lo convirtió en un incrédulo irremediable ante nuestro caos? Su desafío es una revelación: un amuleto práctico que nos llena de valor y de deseos de vivir. Entonces volvemos a creer en la salvación del misticismo en los hombres, en un modo de morir con la posibilidad última de permanecer fiel a nosotros mismos...
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Sacudimos nuestros nervios, nos templamos para atrapar con valor esa realidad íntima que nos ahoga, que nos asfixia. Puede que no haya mucho orden en nosotros y es porque no queremos ser unos brutos lineales y perfectos; preferimos el argumento de la locura para salvarnos. Para salvar esa verdad que Bolívar nos muestra más allá de la muerte, del tiempo y de todos los espacios.
Diez mil años luchando contra la estupidez, ¿pero podremos hoy, al fin, cantar victoria?…
Por: José Sant Roz
Viernes, 08/11/2024 11:34 AM