"La ortografía fue mi calvario a lo largo
de mis estudios y sigue asustando a los
correctores de mis originales. Los más
benévolos se consuelan con creer que
son torpezas de mecanógrafo".
Gabriel García Márquez. "Vivir para contarla".
Nota: Un recuerdo, de esos que van y vienen, porque fueron impactantes y, como tal, inolvidables. Ya está incorporado a mis memorias, las escritas, pues desde siempre, como dije, está conmigo. Es posible, si tengo suerte, alguno de los viejos amigos que esto compartió, lo lea y recuerde. Por supuesto, hay detalles que emergen de la afición por la narrativa del autor.
Uno de mis primeros artículos enviados a Aporrea, fue uno como este. Aquel no me lo publicaron en este espacio, sino lo remitieron a una sección de la página, cuyo nombre no recuerdo, considerada entonces apropiada para la narrativa. Ya han transcurrido casi 18 años.
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Me llegué hasta la iglesia de San Francisco, subí las escalinatas y como ya era habitual y, hasta casi "obligación", me coloqué justo en el sitio donde, a esa hora, llegaban los frescos vientos que nos enviaban dos generosos árboles que, quizás desde decenas de años atrás, habían sido plantados en medio de la acera o esta los halló desprevenidos y los atrapó en un círculo; el primero, los recogía cuando subían desde el callejón "El alacrán", les agitaba entre sus abundantes ramas y hojas, les aumentaba el volumen, fuerza, frescura y los enviaba al otro que hacía de relevo; éste les daba un nuevo impulso, lo necesario para ayudarles a subir hasta donde solíamos sentarnos. Como era habitual, ya entrando la noche, una de tantas no acordadas, sólo azarosas, pero como repetidas, en ese espacio, estaban los como escogidos amigos de charlas y aficionados al emocionante espectáculo que allí nos reunía. Era esa noche, una de tantas, taciturna, iguales a las otras que a un joven y hasta anciano, cuando se hacen aburridos, predecibles, les es imposible detectar los cambios, pues en veces la vida pareciera una constante repetición. Pero aquella repetición no nos cansaba ni aburría; nos atrapaba, hasta enmudecía; solo sudores callados de nuestros apretados cuerpos por la tensión y el silencio impuesto, resbalaban y humedecían nuestras ropas. Y la boca se nos hacía agua, tanta, que también se desbordaba y por la bajada se llegaba hasta el río a aumentar su caudal, siguiendo la dirección contraria de los vientos. Al día siguiente, en distintos sitios de la ciudad se hablaba de repentinas crecidas del río Manzanares.
Aquel espacio, justo en la parte superior de las escalinatas, del lado izquierdo del Templo de San Francisco, si uno mira desde la parte frontal, del mismo lado de la torre, donde está colocado el reloj que marca la 1 p.m., porque a esa hora se detuvo, por los efectos del terremoto del año 1929, muy cerca de una de las espaciosas entradas laterales, era uno de los especiales y soñados sitios de nuestras reuniones. Muy particular y diferente al de la plaza 19 de abril y la del mariscal.
La taciturnidad, el silencio y hasta la semioscuridad, de aquel espacio, rasgos similares a los de los otros, lo que era acorde con el estado de ánimo y los gustos nuestros, quizás porque el país y la vida nuestra en su interior tenía mucho de eso, eran muy particulares, como deliberadamente cómplices.
Como éste, así eran todos los rincones a los que acudíamos cuando queríamos conversar y hasta estudiar. Previo acuerdo, o por azar, dada la iniciativa tomada por alguien para despistar o como quien se sacude lo mohoso, a los soplones de la policía o todo impertinente, nos movíamos de un sitio a otro. Y cuando uno cualquiera de nosotros, al llegar a uno de esos sitios, no hallaba a nadie, acudía a otro, con certeza que, en este habría alguien y luego veríamos llegar a los demás. La primera vez que allí acudimos, fue por esas circunstancias, luego la vida, nos premió con otro motivo. Allí encontramos algo distinto que, al ambiente habitual que nos rodeaba y por nosotros buscado, le daba un placer inusitado. Era como encontrarse cada vez que allí acudíamos un tesoro. Que se quedaba allí, para volver a encontrarlo.
De ese lado, como dije, la brisa que corría por el estrecho Callejón de El Alacrán, desde el río, esparcida por el movimiento de los árboles, reventaba en la esquina de San Francisco y al abrirse en aquel espacio frente a la iglesia se desparramaba y una buena porción de ella nos llegaba refrescante, pese el esfuerzo que exigía la subida, hasta donde solíamos reunirnos. Pero aparte de la soledad del sitio, apropiada para sentirnos libres y la fresca brisa, surgió otro motivo que, quienes formábamos aquel grupo, manteníamos como un secreto muy especial y bello espectáculo nocturno, no dispuestos a perder. Era como ya dije, un tesoro encontrado y vuelto a encontrar, quizás un regalo de Santa Inés misma y si estaba ella de por medio, no había ningún pecado, más si la belleza debe abrirse a quienes saben valorarla. Mirar lo bello, a Venus desnuda, no es pecado, es sentirse atraído por lo bello y hasta la afición y amor por el arte. Y lo dice alguien, que invirtió su tiempo, de casi una semana y dinero, pese lo poco disponible, junto a su compañera, en el Museo de El Prado de Madrid, sólo mirando los cuadros de Goya y el Greco.
Al frente había y creo aún existe, una casa de dos pisos; en la parte frontal de ella, en el segundo, hay una habitación muy espaciosa, tanto que va de un lado al otro de la parte frontal y tiene dos ventanas, distanciadas una de la otra, en los extremos del frontal. La parte superior de las escalinatas del templo de San Francisco, justo en el sitio donde nosotros nos reuníamos y sentábamos, está casi al mismo nivel de esa habitación. Aunque después supimos, que. desde un determinado sitio, dentro del interior del templo, la visión era más completa. Pero a esa hora, no podíamos acceder a él. Quizás tampoco, aquel espectáculo, era exclusivo para nosotros, como llegué a pensarlo con posterioridad, después de haber visto ciertos detalles.
No creo, mis recuerdos nada me dicen, que alguna vez hubiera sabido cómo se llamaba aquella joven y bella dama, menos su apellido. Aunque, es lógico pensarlo así, dado mis recuerdos vagos, se trataba de un miembro de una de las familias que, por lo menos, tenían apellidos pomposos, ligadas a los héroes y dominantes liberales y conservadores que tanta guerra se dieron, que, como dijo García Márquez, refiriéndose al caso colombiano, solo se diferenciaban que unos iban a misa los domingos en la mañana muy temprano y, los otros, un poco más tarde, pese detrás de ellos no hubiese nada, porque si algo hicieron las guerras en nuestro espacio, es haber dejado a casi todo el mundo sólo viviendo del apellido y este prestaban a los gobiernos del centro caraqueño para vivir en aparente esplendor de las migajas. Y en oriente, este fue uno de los resultados que dejaron las guerras. Aunque en estos casos, la vida, a los descendientes de esas familias, los había llevado a manejar pequeños negocios, financiados por la menguada herencia que el pasado dejó, como haciendas por los alrededores que se vieron obligados vender porque no tenían afición de agricultores o el modelo a aquellos y a estas los volvió nada rentables y menos competitivos.
Entonces, dado lo que gocé y me divertí tantas veces, es posible, si haya sabido su nombre y sobre todo su apellido, sólo que no lo recuerdo, y si al caso viene, como decimos los cumaneses, para que me sirve eso, pues no lo escribiría aquí, dado sería una muestra de mal gusto y más cuando aquella linda joven nos brindó por largo tiempo tantos momentos agradables y nos dejó este bello recuerdo inolvidable.
Era una joven quizás de unos 20 o 24 años, recordar esto con precisión, más si nunca en el grupo de eso hablamos, puesto que todos la conocíamos de tanto verla diariamente en las calles, que andaba aquí y allá dentro de un elegante automóvil. Era ella, de día, dentro de aquél vehículo, uno descapotado bajándose de él, abordándolo, un espectáculo. En nuestro liceo no estudiaba, quizás lo hizo antes, pues era mayor que todos los que aquel grupo formábamos y, además por su constante movilidad en aquel vehículo, pues uno y todos, la veíamos en diferentes sitios, el mismo día, lo que en la noche reportábamos, siempre pensé que trabajaba en algún negocio de la familia y diariamente cumplía labores de alguna naturaleza, en función de aquél. Eso explicaría, el estar casi todo el día en la calle, de un sitio a otro conduciendo su elegante automóvil y por lo que, las veces que en aquel espacio nos reuníamos, la veíamos llegar a las 7 de la noche y poco tiempo después, ya estaba sola en su habitación; que era la misma de la cual antes hablé, frente a nosotros, a nuestro altura y fácil alcance de la vista. El poste, colocado en el nivel de la calle, tenía arriba, a nuestro nivel, siempre encendido, un bombillo que, estando delante de nosotros, nos servía, si es que eso era necesario, nunca llegue a creerlo, como una distracción y hasta mampara, para que ella, desde su cuarto no nos viese. Era pues una cortina que pudiera evitarle vernos con claridad, pero al mismo tiempo, para fingir que no nos miraba. Aunque al llegar, desde que el automóvil enfilaba hacia el frente de su casa, ella podía con facilidad mirarnos, pero siempre optó por ignorarnos, nunca volteaba su cara hacia donde estábamos.
Era una joven de una estatura por encima de la mayoría de las "mujeres", la palabra entre comillas es un desafío, que diariamente transitaban por la ciudad. De figura esbelta, todo perfectamente en su sitio, muy bien colocado, como si la hubiese esculpido uno de los más notables escultores del realismo griego, aquellos de quienes mucho aprendieron los renacentistas, pues hasta sus movimientos estaban llenos de gracia, gallardía y hasta nobleza. De cabellera larga, tanto que le llegaba más abajo de la cintura, amarillenta y rizada.
Ese espacio, el de las escalinatas de la iglesia, siempre taciturno, era el donde con certeza nos encontraríamos, en horas de la noche, cuando no teníamos la obligación de estudiar o cumplir con otra obligación o compromiso. Y allí estaríamos hasta que terminase lo que allí nos llevaba de manera muy especial, hasta que el fin del bello y singular espectáculo, nunca el cansancio, nos llamase a retirarnos.
Todo empezaba a la hora de su llegada a aquella, su casa de habitación, en su vehículo "descapotado", para en las noches aprovechar el fresco de la brisa, la que también el movimiento mismo del automóvil desplazaba. Ella sabría de nuestra presencia, según nuestras propias circunstancias, al llegar a la esquina. Los viernes y sábados, eran casi fijos. Verla bajar del automóvil, luego de tomarse el tiempo necesario para que la capota lo cubriese para darle seguridad de lo que fuese pertinente, en una ciudad tranquila, donde los ladrones callejeros nocturnales no existían; tanto que la policía, en las calles, sólo vigilaba por política y o porque sólo jugar con un balón en una esquina determinada y hasta nada concurrida se volvía un delito, era el inicio de aquel, para nosotros, pese lo habitual en algo por demás bello y hasta soñado; montado o escenificado como de manera especial para nosotros y ni siquiera imaginado para el resto de la ciudad. Pese que como antes dije, luego llegué a creer que más arriba, detrás de nosotros pudiera haber alguien más; quizás hasta Dios. Sus movimientos, sensuales desde el salir del vehículo, el inclinarse para asegurarse que la capota del mismo quedase adecuadamente ajustada, para lo que, de espaldas hacia nosotros, fingiéndonos ausentes, daba inicio a la actuación que luego vendría. Con paso lento, garboso y balanceándose ligeramente y muy sensual, se dirigía a la puerta de su casa. Solo miraba a los lados, a la izquierda y la derecha, como de manera instintiva, pues aparte de nosotros, sentados en la parte superior de la escalinata, a la hora de su llegada, lo que ella bien sabía, por esos lados no transitaba nadie en aquella ciudad hasta demasiado aburrida, ni siquiera algún perro abandonado. Eso creía yo y los demás compañeros también. Era esa una manera de retardar más su entrada y brindarnos la oportunidad de verla de espaldas el mayor tiempo posible desde arriba, vestida con su falda amplia, más abajo de las rodillas y su ajustada blusa que resaltaba la belleza de su espalda y busto, cuando estudiadamente, al salir del automóvil, se erguía y al estar ante la puerta, además de mirar, giraba discretamente el cuerpo a ambos lados. Después de aquella como ritual o actuación simulada, abría lentamente la puerta y se introducía a la casa también con lentitud y sensualidad.
A partir de este momento, debíamos esperar cierto tiempo, quizás mientras ella saludaba y compartía con la familia o comía algo frugal, digo así, porque por la belleza y hasta lo escultural de su cuerpo, la imagino e imaginé siempre cuidadosa al alimentarse. En el tiempo calculado por nosotros, se encendían las dos lámparas colocadas en el techo de aquella habitación. Por las pequeñas rendijas de las dos ventanas, de repente salían las muestras de la abundante luz eléctrica y el escenario quedaba montado y claro. Ella había entrado y anunciado el inicio del bello y majestuoso espectáculo; levantó la cortina del escenario, cuando abrió las dos puertas de las dos ventanas de la habitación para que entrase la delicada, refrescante brisa y la mirada del público anhelante, sentado en las escalinatas y detrás de las luces del bombillo del poste y quizás la de quien estaba más arriba. En cada ventana ya abierta, se inclinaba a mirar a ambos lados, nunca al frente, como fingiendo no saber de presencia alguna en esa dirección; sus senos erectos y perfectos apuntados hacia nosotros, abundaban tanto que, casi penetraban nuestros ojos, sentían nuestro agotado aliento y el ansia de bebés recién nacidos.
En medio de la habitación, dejando ver su figura casi completa, empezaba por desplegar la abundante cabellera, limitándose a colocarla a la espalda, pues nunca la llevaba recogida. Luego empezaba a despojarse de la ropa, una pieza por una, que mostraba, con lentitud hasta quedar, tal "como Dios la trajo al mundo". Hasta allí llegaba su desnudez, en aquel espectáculo o rito, dado que nosotros estábamos en el ámbito de un templo católico. En esa posición mirábamos su bello rostro, hermosa cabellera caerle hasta más debajo de la cintura, sus senos abundantes y erectos. Y levantaba los brazos por encima de la cabeza, tomaba la cabellera y la subía a lo más alto que alcanza y la dejaba caer, en gesto violento, rápido, mientras danzada lenta, sexualmente, sus manos abiertas, relajadas, bajaban lentamente, acariciándose desde la cara hasta las caderas; daba vueltas como para que le mirásemos el bello rostro sonriente, la espalda hermosa y los bellos y exquisitos glúteos. Y al danzar cuidaba aparecer en una ventana y en la otra.
Nosotros, permanecíamos callados, aunque nuestra sienes parecían gritar y hasta rumiar como agua que amenaza rebasar las orillas del río, no por evitar ella nos oyese y detectase nuestra presencia, pues bien sabía que allí estábamos, sino porque aquel espectáculo nos robaba las palabras y solo suspiros salían de nuestro pecho y los sudores bajaban de las sienes y desde los tobillos, a la inversa, subían hasta el cuello. Tan callados como nunca, lo que no hacíamos en la iglesia cuando entrábamos a misa de la tarde por alguna particular circunstancia, como ver, aunque fuese desde lejos, a la muchacha amada. Nos dejábamos atrapar por aquel espectáculo hermoso, montado y escenificado, en exclusiva para nosotros, donde la actriz, linda dama y su público, fingían ignorarse y por aquello el resto del mundo, hasta nuestras propias calamidades, como lo era en mi caso particular y creo que único en el grupo, en esos momentos parecían ocultarse y hasta borrarse. Ni siquiera nos mirábamos para hacer alguna sugerencia o mudo comentario, pues no había forma de distraer o desviar la mirada; cada segundo era valioso y lo era más el siguiente.
Daba vueltas con lentitud, como danzando, nos dejaba ver su cuerpo todo de frente y de espaldas, desde el centro de la habitación y se acercaba a la ventana izquierda sin dejar de rotar con lentitud y en eso mismo aparecía de pronto en la derecha. Los breves momentos que desaparecía por moverse de una ventana a otra, de repente se volvían siglos y sólo en ese instante, nos mirábamos con los ojos y la boca en extremo abiertos; pero nada decíamos, no había momentos para eso ni palabras adecuadas, mientras el fuego atrapaba todos nuestros cuerpos.
Pasado un tiempo, ya quizás cansada o imaginándonos a nosotros agotados, como al entrar a la habitación y después de prender la luz, se asomaba con discreción a la ventana izquierda, sólo asomaba la cabeza y miraba en todas direcciones, menos a donde nosotros estábamos como para fingir que no estábamos allí, para asegurarse que, de ninguna parte la habían visto haciendo aquello y la tomasen como loca, sobre todo de aquellas casas que, al lado derecho, de donde ella estaba, tenían también un segundo piso y sus ventanas, como las del lado izquierdo, montadas en el cerro que, muy cerca arrancaba y en donde también pudiera haber sus fisgones. ¡Vaya usted a saber!
Apagaba las dos lámparas guindadas del techo y quedaba encendida una mortecina luz, quizás proveniente de una pequeña, de mesa, que no permitía ver sino sombras. Había terminado la actuación de ella esa noche y el embobamiento nuestro, hasta que volviéramos cuando las responsabilidades nos lo permitiese, también las de ella, circunstancias que parecían coincidir como misteriosamente.