Las mil conjuras detrás de la Batalla de Ayacucho, incluso desde EEUU, poco conocidas…

Viernes, 06/12/2024 01:54 PM

No se puede conseguir

la paz evadiendo la lucha.

Virginia Woolf

  1. A principios de 1822, cuando Bolívar emprende su marcha al Sur, para erradicar definitivamente el coloniaje español en América, deja a sus espaldas un frente de guerra con el que no podrá lidiar y que acabará siendo su sepultura: el Congreso (controlado por el Vicepresidente de Colombia, Francisco de Paula Santander), Páez y su agente Leocadio Guzmán, el avieso ministro plenipotenciario de Estados Unidos, Richard Anderson, entre otros. Pocos saben que Santander guardaba la secreta esperanza de que aquellas fuerzas patriotas dirigidas por "el loco de las malditas correrías", como él le llamaría, acabasen siendo destrozadas, sino en Pasto, al menos por los poderosos ejércitos realistas de Perú y Quito. El paso más inaccesible era Pasto donde fueron batidos todos los patriotas neogranadinos entre ellos, los generales Antonio Baraya y Antonio Nariño. Nunca un patriota neogranadino había podido derrotar a las fuerzas realistas en Pasto, y éstas se consideraban invencibles. A Pasto lo llamaban "el eterno saco roto de la república", donde todos perecían y todo se perdía. Llegó a resultar sorprendente e insólito para Santander la decisión del Libertador de coger por los infiernos que bordeaban el Juanambú, el Guaitara, Patía, Mayo e Iscuandé, en lugar de hacer, como Sucre, quien se embarcó en Buanaventura para dirigirse a Quito. Pese a todos los malos augurios, el Libertador llega y cruza Pasto, derrota al jefe realista Basilio García en Bomboná, al tiempo que allá en Quito vence Sucre en Pichincha, y en poco tiempo se encuentra el Guayaquil, listo para pasar al Perú. Ha de decirse y se puede comprobar en los anales de la historia de Colombia, que Bomboná y Pichincha, fueron dos atronadoras victorias que acelerarían los males biliosos que padecía Santander, y ya veremos los horrores que producen en su alma Junín y, sobre todo, Ayacucho.

  2. El 26 de julio de 1822, se encuentran en Guayaquil, Bolívar y San Martín. El Libertador le escribe al Vicepresidente: "Su carácter (el de San Martín) me ha parecido muy militar... Tiene ideas correctas de las que a usted le gustan". Observen los detalles de esta certera observación que Santander registra en su pertinaz manía de ir tomando nota de cada una de las palabras del Libertador. Realmente nunca alguien, se metió a hurgar en los designios del más grande hombre de América, que Santander. Por eso quiere conocer los más íntimos detalles de la empresa que va a terminar en Ayacucho porque de ella también dependerá no sólo el destino de las fuerzas realistas en América sino el suyo propio. En el momento en que el Vice recibe esta nota sobre San Martín, él se está enfrentando a los llamados "federalistas" que quieren sacarlo del poder, casi todos estos federalistas están dirigidos por sus más feroces contrincantes, Páez y Antonio Leocadio Guzmán. Al principio se trataban sólo de dimes y diretes a través de la prensa, de manera totalmente irresponsable, propiciando un estado de tirria o de guerra civil solapada por viejas recillas entre venezolanos y neogranadinos. En una de sus cartas, el Vice le escribe a Bolívar diciéndole que todavía en Caracas se habla de federación como lo están haciendo los quiteños. Era una manera de ir minando el poder del Libertador con males y preocupaciones de todo tipo. A sus aliados en el Congreso les pide Santander que vayan provocando trabas constitucionales para impedir que "el loco de las malditas correrías" pudiese coger hacia Brasil o Buenos Aires. A su entender, Bolívar en "sus locuras" era imprevisible, podía meter a Colombia en atolladeros abismales. Argumenta que era necesario ir deteniendo las pretensiones exageradas del Libertador, para impedir sus movimientos "pretorianos" en todo el Sur. Cuando trata indirectamente de elogiar la obra del Libertador, éste procura desentenderse de tan fastidiosos como melosos encomios diciéndole, para que aprenda a medir las consecuencias de tales métodos: "…no creo ninguna cosa tan corrosiva como la alabanza: deleita al paladar, pero corrompe las entrañas. Yo valdría algo si me hubiesen alabado menos". Pero aquel Santander se hace el que no es con él tales consejos, o que él no está para detenerse a meditar en esos pruritos.

  3. Santander, quien redactaba bien —con el arte de esconder sus verdaderas intenciones en lo que escribía—, padecía de un exceso de grafomanía, y solía divagar con un estilo rabulero, no era en absoluto sustantivo como el Libertador, cuyos escritos están llenos de proféticas sentencias y grandes enseñanzas. En las cartas de Santander resalta su egolatría, sus muy personalísimos intereses: lo de su mando, el tema de sus propiedades, y subrepticiamente un odio desmedido contra aquellos que consideraba sus enemigos. Eso sí, le era imposible disfrazar sus quejas espantosas con ditirambos legalistas. En algunas ocasiones, aplicó los principios de Bentham a los negocios de Estado, como cuando intentó halagar al Libertador nombrando al marqués Francisco Rodríguez del Toro, intendente. Sabía que Bolívar tenía profundo afecto por este hombre y con alborozo le envió la buena nueva. Asombrado el Libertador le pregunta: "¿Dónde diablos se le ha metido a usted en la cabeza, que el Marqués de Toro puede servir para intendente?" Entonces el Vice se excusa diciendo que sólo tenía treinta años y que por eso estaba expuesto a equivocaciones. Toda alabanza y todo halago de Santander tenía su precio, una trampa y también una artería, como cuando le dice a Bolívar que él ha solicitado al Congreso que se le conceda una pensión de treinta mil pesos anuales.

  4. Resulta que "el loco de las malditas correrías" recibió la noticia de la pensión junto con el permiso del Congreso para que se trasladase al Perú a dirigir personalmente la guerra. Aunque lo segundo era su más grande ambición y deseo, lo primero lo enfrió y molestó hasta el extremo de escribirle a Santander que sentía mucho lo de la pensión y el sueldo, porque así se borraban todos sus servicios, ya que una deuda pagada no era deuda. Santander, si daba algo con la izquierda lo cobraba con la derecha, sagazmente. No obstante, Bolívar no deja pasar el vulgar detalle y lo destroza moralmente: "La generosidad del Congreso indica que yo soy capaz de aceptar con gusto una gracia que sin ofenderme hiere mi delicadeza, porque siempre he pensado que el que trabaja por la libertad y la gloria no debe tener otra recompensa que gloria y libertad. Crea usted que me ha herido hasta el alma la lectura de este decreto y que lo he escondido hasta de Pérez, Ibarra y los demás de la casa". Pero Santander en la consecución de sus propósitos no se ofendía por la paliza moral que le estaban dando (aunque el rencor sí habría de reservárselo). Su plan tenía otros fines, hacer que se hundiera en Perú y nunca más pudiese regresar a Colombia. Mientras Bolívar llevaba un año implorándole que concentrara toda su atención en poder conseguir los mayores recursos humanos y económicos para la libertad del Perú, venía y le salía con lo de la pensión. Tampoco Santander se ocupaba en sus mensajes al Congreso, solicitar los recursos que le imploraba el Libertador.

  5. En los momentos de mayor desesperación cuando el Libertador esperaba que el Vice le diera buenas noticias sobre los tan ansiados refuerzos, llegaba éste y le escribía; "No tenga, usted, cuidado por la Quinta que aquí procuramos, Paris y yo, componérsela regularmente. Les costará a mil quinientos pesos, pero puede quedar de gusto y muy digna del Libertador de Colombia. Ya veremos cómo Bolívar triunfa en Junín sin los esperados refuerzos que por tanto tiempo venía rogándole al Vicepresidente. Recuérdese aquella cínica expresión en carta al Libertador, al conocer el triunfo de Junín: "Mi placer y mi júbilo lo son tanto más grande, cuanto que usted ha obtenido este primer triunfo SIN NECESIDAD DE AUXILIOS ENVIADOS POR EL GOBIERNO". Pocos hombres de talento mostraron a la Gran Colombia, ejemplos de valor, de capacidad para sacrificios inmensos y predisposición innata para arrostrar las más terribles adversidades. ¿Quiénes eran esos pocos hombres de talento? Algunos militares de cierta cultura, otros clérigos y hasta doctores. En cierto modo éstos eran hombres cultos, que por sus conocimientos estaban llamados a comprender y reflexionar sobre la híbrida conformación moral de nuestros pueblos. Sucre era, entre todos, quien mostraba la más alta serenidad y la mayor voluntad de sacrificio, de valentía y prudencia. Con cinco como Sucre tal vez nuestra América se habría salvado, América toda desde México hasta La Patagonia. Tenían que comprender nuestros legisladores que en América hispana no se podían imponer leyes con inflexibilidad absurda que condicionase por ejemplo los movimientos del Libertador en plena guerra en el Perú contra los realistas; que las constituciones no podían ser rígidas en un país que apenas nacía a la libertad, donde las ciudades eran unas demoniópolis llenas de las mezclas contradictorias, de esclavos, aventureros, de caudillos enloquecidos por verter sangre y de patriotas disfrazados de liberales (aturdidos por lecturas que no comprendían ni mucho menos sentían). Bolívar mismo había cometido un error al creer y jurar defender la Constitución de Cúcuta por diez años. Error que se abrió ante sus ojos cuando se encaminó a libertar el sur de América.

  6. Pero la equivocación no estaba en los tratados y códigos, como se ha querido ver, sino en el abismo moral que separaba a los más austeros próceres de aquellos que veían en el poder las prácticas de un mero negocio de partido, de castas ávidas de poder y de riquezas mal habidas además de protectoras del abuso y desconocedoras de la justicia social. Luchando contra salvajes pastusos, viendo la miseria de los más impresionantes traidores en Perú, contemplando pueblos resignados a la nulidad como seres humanos, en la indiferencia más absoluta por su libertad, hombres sin principios alguno, Bolívar en el Sur quedó sumido en la mayor de las desesperanzas, y al mirar hacia Colombia para algún consuelo, entonces veía las alucinantes irresponsabilidades del Vicepresidente, en pleitos vulgares e intrascendentes, sólo pensando en reparticiones de bienes e imponerse en el poder por toda clase de artimañas. ¡Horror! Sólo Sucre era grande, desprendido, leal hasta la muerte, el dios de la guerra, de la paz y del honor. ¡Pero sólo había un Sucre, y tenía 27 años, y en la mira de tantos canallas y asesinos! Ya comenzaba a darse cuenta del peligro y de las inmensas dificultades que representaban masas recién salidas de una oprobiosa esclavitud, y que ellas pudieran saber elegir y ser elegidas en la organización de un Estado soberano; que pudieran organizarse bajo un sistema político estable, equilibrado y con ello tener sentido de lo que es la verdadera libertad, de sus deberes y derechos. A su paso no veía sino caos, nada bueno se podía hacer porque existían pocos hombres buenos y los malos se multiplicaban de manera alarmante. Todo para él presentaba el aspecto de un pueblo que repentinamente estaba saliendo sale de un letargo de tres siglos, por lo que se preguntaba: "¿Sabrán nuestros representantes del Gobierno, nuestros diputados, lo que yo sé y he visto, y lo que lleva a erigir repúblicas con elementos tan tristes y opuestos entre sí? ¿Sabrán nuestros legisladores que América entera está plagada de esclavos y cautivos indígenas y que los pocos europeos que han combinado su sangre con esta pluralidad de razas sólo propenden a la división y a los odios entre los suyos? ¿Sabrán esos señores que me llaman ‘tirano’ que para afrontar estos desastres debemos desprendemos de la ambición mezquina y recurrir al remedio del medio externo, aunque sea muy costoso, cáustico y cruel, pero que evitará en el futuro la gangrena que nos consumirá a todos? ¿Por qué esos simétricos, esféricos y perfectos legalistas no se dan cuenta de que debería yo estar en el Perú, en Cuba o Puerto Rico, en la Argentina o Chile, en cualquier parte donde haya tiranos y donde el peligro de la esclavitud amenace nuestra América? ¿Por qué querrán ellos penetrarme de su inercia, a mí que toda inacción me atormenta, más aún cuando veo a hermanos que desean luchar por la justa causa de la libertad? ¡Ah, cómo deseo volar donde me necesitan y sacar mi espada! ¿Se habrán percatado, en fin, nuestros consejeros de Gobierno, de que viviremos envenenados por la anarquía, si no desarraigamos la herencia funesta de los españoles, fundamentada en el rabioso fanatismo religioso, en egoísmos y en intereses bajos y miserables?" Estas ideas las transmitía al Vicepresidente, pero éste pensaba en otras cosas. Por eso creemos que la independencia del Ecuador y del Perú se hicieron bajo la entera disposición y voluntad de dos hombres: Bolívar y Sucre; sobre todo del desvalido visionario decidido a salvar a los oprimidos contra la voluntad de la Ley, el eternamente criticado por el solo delito de hacer el bien pese al chantaje constitucional del Congreso o del Gobierno. Así, pues, que de haber Bolívar obedecido a los legisladores y al Vicepresidente, ni el Perú ni Colombia habrían existido entonces como repúblicas, y tal vez la corta vida de las provincias libres habrían sido acorraladas por el ejército de José de Canterac.

  7. Santander se quejaba arteramente diciendo que él era un mero administrador, que no podía violentar las leyes de la Constitución para satisfacer los pedidos de Bolívar, que sus facultades estaban bien determinadas y controladas; que, en fin, era un autómata, y que si en la obediencia de la Constitución se encontraba el mal, el mal sería... Estos hombres de "extrema devoción por las leyes", en medio de la desgracia, debieron recordar que si no fuese porque Bolívar obedecía más a su corazón, a su amor por la patria (a su intuición certera y sublime, a su genio), que a los códigos de los rábulas, habrían sido exterminados todos por los godos. "Esto es lo que se llama una catástrofe trágica" decía en su clarividente lenguaje en que el desenlace lo decide el destino... "Empleo hasta los muertos en la defensa del departamento de Quito... Tiemblo delante del futuro; más horrible me parece el porvenir que lo pasado... penétrese usted del sentimiento doloroso que yo padezco con esta consideración" –le decía a Santander. Muchos esfuerzos de esta naturaleza, tuvo que hacer en sus cartas, para impregnar de algún sentimiento superior a aquel estafermo de las Leyes, llevado de una malvada indecisión para que se apiadara y al fin le enviara los soldados y los recursos que tanto necesitaba, resultando, que cuando al fin Santander se decide, ya es tarde y de nada servirá lo que decide reunir. Bolívar, aburrido, le escribía: "Los ciudadanos están muy quisquillosos y no quieren nada de arquitectura gótica, ni razón de Estado, ni circunstancias; lo que desean es la arquitectura constitucional, la geometría legal, la simetría exacta y escrupulosa; nada que hiera la vista, ni al oído, ni a sentido alguno. Pídale usted a su santidad el Congreso un permiso para poder pecar contra las fórmulas liberales, con remisión de culpa y pena, porque si no, no podría conseguir nada... los justísimos ciudadanos no quieren asistir a los combates, ni dar con qué ganar a los mataderos, por no faltar a las leyes del decálogo y a las santas de la filantropía, pero luego que se haya ganado el combate vienen a distribuirse los despojos, porque es muy bueno y muy sano condenar y coger". En realidad, estaba tocando el Libertador teclas que el Vice nunca le habría de perdonar. Para él eran ofensivas. Santander carecía de grandeza para entender estas palabras, que le eran imposible no relacionarlas con su naturaleza. No debemos pasar por alto la tensión y el permanente desasosiego que Santander entonces optó por causarle, viendo infundados peligros en todas partes. Le escribía: "Francia se unirá a España y nos arruinará a todos; los ingleses nos abandonan; hay grandes expediciones realistas en Cuba contra las costas de Venezuela, Morales se nos viene encima… etc., etc.". Hay un hecho muy llamativo sobre estas alarmas, que el historiador José Manuel Restrepo recoge en su obra Historia de la Revolución de la República de Colombia en la América Meridional: encontrándose Bolívar en Guayaquil, sumido en la mayor ansiedad porque habían sido derrotadas las fuerzas independientes que luchaban en el Perú, en las batallas de Torata y Moquegua, y deseoso de entrar en la lucha, pero a la vez imposibilitado porque no le llegaba la orden del Congreso de Colombia para pasar al Perú, hubo un momento, dice Restrepo, en el cual la situación se le hizo en extremo desesperada. Pues, resulta que el Vicepresidente de Colombia informa al Libertador, con urgencia y mucha angustia, que el general español Morales está marchando desde Mérida hacia Cúcuta con una división de tropas que juzga numerosa. Tiene entonces Bolívar que dejar los preparativos que está haciendo para pasar al Perú y emprender presurosa marcha con fines de ir a defender Bogotá. Tan pronto como llega a Sabaneta, en el mismo territorio de Guayaquil, con la movilización de todos aquellos pertrechos militares se entera por otras vías que la fulana expedición de Morales no representa ningún peligro para la Colombia. Siempre existió la pregunta: ¿Se trató esto de una trampa, de una conspiración, de un macabro plan para abortar los planes de pasar al Perú o de una vulgar broma? Imagínese el lector los inconvenientes que causaba una movilización tan grande de tropas en un momento en que la organización, la economía y la seguridad de los desplazamientos del ejército requerían conocimientos certeros de las maniobras del enemigo. Sin embargo, viene luego el santanderista don Germán Arciniegas y escribe: "Santander había organizado con una constitución liberal una república capaz de sostener la guerra emancipadora y de afianzarse internamente". ¡Ya veremos qué afianzamiento interior teníamos!

  8. En acto solemne del 5 de junio de 1823, finalmente el Congreso acordó dar licencia al Libertador para que pueda dirigir personalmente la guerra del Perú. El Libertador partió de Guayaquil el 6 de agosto, dejando al general Bartolomé Salom las facultades extraordinarias que él mismo tenía en los departamentos de Ecuador y Asuay. Estas facultades, que serían ejercidas en caso de insurrección, le habían sido concedidas por artículos contenidos en la Constitución aprobada en Cúcuta. Consideró, el Libertador, que estando el peso de la guerra y de las decisiones más urgentes sobre sus hombros, y sabiendo además que en Bogotá oían sus súplicas de mala gana, decidió entenderse directamente con las autoridades de las provincias del sur. Así, al menos, confiaba en sí mismo, ya que de la capital esperaba muy poco. Algunos historiadores, hombres de leyes y legisladores vieron en esto una irregularidad peligrosa, pues iba Bolívar a ejercer sus facultades especiales sobre los departamentos del sur desde un país extranjero, al tiempo que las delegaba en uno de sus oficiales sin que el Gobierno central tuviera el menor control sobre los militares de aquella zona. No podemos comprender cómo podía resolverse aquel aparente conflicto legal, ya que, en la guerra y con medios tan pobres, Bolívar había sido el único en golpear duramente a los pastusos, destrozándolos dos veces; mientras que Santander, encargado del Gobierno y dirigiendo desde su oficina la campaña de Pasto, jamás consiguió una sola victoria. Aquella empresa, decisiva para comunicar al Ecuador con Nueva Granada, debía estar bajo la mano fuerte y experta del Libertador. No podía arriesgarse Bolívar a verse cortado de pronto, en medio de aquel infierno que representaba la guerra del Perú. Tampoco podía esperar otros seis meses para que el Congreso, con frialdad y lentitud, estudiara nuevas disposiciones. No había nada que atormentara tanto a Bolívar como la inacción y tener que transmitir las eternas súplicas al Gobierno sobre medidas que eran de evidente y urgentísima ejecución. Más aún, si aquel Congreso hubiese sido sabio, se habría adelantado en dar esas y muchas otras facilidades al Libertador —quien no había defraudado a la República, y que se ofrecía, con su genio y su infatigable talento, a procurar la libertad de otros pueblos y con ella la seguridad y salud de Colombia. Préstesele atención a esta carta de Santander a Bolívar del 9 de diciembre de 183: "¿Cómo quiere usted que haya auxilios? ¿Ni que yo haga lo que la Constitución me permite? Aquí no vale la Ley del 9 de octubre, ni nada más que Constitución y Constitución... Esto de gobernar con leyes y con un Congreso cada año es muy trabajoso; usted no lo sabe todavía, porque hasta ahora ha podido hacer lo que le ha parecido mejor". ¿Cómo era que el Vicepresidente consideraba la liberación del Perú como un capricho de Bolívar? ¿Dónde estaba su patriotismo si no advertía que el fracaso de aquella campaña podía encender a Pasto, y con Pasto a Colombia, y volver así a la época de la invasión de Morillo? Bolívar diría más tarde que los que se llamaban muy constitucionales y muy populares no buscaban con tales términos sino cuidar sus intereses personales, aunque la patria se perdiera. ¡Qué frase más profética, y con qué exactitud la cumplieron Páez y Santander! "¡Vivan —clamará nuestro glorioso y sublime héroe— los que no han conocido otra Constitución que la salvación de la patria!"

  9. El Vicepresidente Francisco de Paula por aquellos días, cuando ya Bolívar estaba avanzando hacia Perú, sufría preocupantes cambios y, habituado como estaba a leer la prensa extranjera, fijó su atención en el sistema norteamericano, que a su parecer daba saltos gigantescos como nación, fuerte económicamente, temida militarmente ya en el hemisferio occidental y políticamente sólida. Él no estaba de acuerdo con el Libertador en que era preciso cuidarse de ese pez grande cuyo gobierno estaba instalado en Washington, sino que más bien consideraba saludable y estratégicamente importante establecer acuerdos y una alianza de gran alcance con los yanquis. Es muy probable que por su conducto llegasen comunicaciones al Norte para que Colombia fuese reconocida por Estados Unidos. Pues bien, su alegría fue inmensa cuando efectivamente Estados Unidos dio ese paso, bien calculado, desde el momento en que los regatones americanos vieron partir al sur al Libertador. El 6 de agosto escribía Santander al Libertador: "no calculaba usted que a esta fecha estaríamos reconocidos por los Estados Unidos". El 23 de septiembre, su euforia se multiplica y le dice que Jerónimo Torres —hermano del eximio Camilo, pero nada que ver con el talento de éste, miembro de la Academia creada por Santander y para más claras señas, abogado— está inventado "una alegoría brillante: el águila de las armas de los Estados Unidos sentada sobre los cuernos de la abundancia, que son nuestras armas, y en el medio un gran libro abierto; en la página izquierda escritas estas palabras: siglo XVIII, Washington, y puntos que simulan estar llena la página. En la derecha: siglo XIX, Bolívar; esta hoja queda en blanco para llenarla después, porque todavía hay mucho que esperar por usted". Tamaña ridiculez que debió haber provocado en Bolívar bastante vergüenza. Dice Francisco Pividal al respecto: "Que el águila estuviese sentada sobre los cuerpos de la abundancia de Hispanoamérica, no era una alegoría, sino una realidad, de ayer y de hoy". Pero no se queda allí Francisco, sino que ya en plena comunicación con agentes del norte comienza a hacer gestiones para promocionar su figura, seguro de que será el sucesor de Bolívar, pues como nunca dejó de suponerlo, el Libertador, envuelto en el espantoso laberinto del sur, seguramente no saldría jamás de allí vivo. Su último mensaje (el de Vice), enviado al Congreso, lo hace traducir al inglés, y se publica en Estados Unidos donde, según el propio Santander, recibe aplausos por su papel de Estado y se le llega a considerar además de una admirable pieza política también literaria, "si estaré lleno de orgullo", le escribe al Libertador. Ya se veía, pues, el papel que iban a jugar los agentes yanquis en contra de Colombia, ellos quienes nunca habían prestado atención alguna a las palabras del Libertador, buscando ahora elevar la figura del Vice a niveles superiores para que le hiciera contrapeso a sus "malditas correrías", y se hiciera definitivamente con el poder en aquel inmenso territorio. Los movimientos en Washington fueron muy rápidos, conociendo de la "buena voluntad" de Santander para establecer excelentes relaciones con el Norte, por lo que el 17 de noviembre de 1823 llegó a Bogotá el ministro plenipotenciario de Estados Unidos Richard Anderson. A este diplomático se le hizo un extraordinario recibimiento, seguido de alabanzas desmedidas y de convites fastuosos, cosa nunca hecha a ningún otro embajador. Para dorarle la píldora al Libertador, le comentó Santander que este ministro era un enemigo de la Santa Alianza —en realidad la lucha que podía librar el norte con la Santa Alianza nada tenía que ver con la que Colombia planteaba—. Sin duda alguna que Anderson le notificó a Santander la preocupación de su gobierno por la actividad de "propósitos flotantes e indigestos" que Bolívar realizaba en el Sur y sobre todo esos planes de liberar a Cuba y Puerto Rico, a lo cual Estados Unidos se opuso tajantemente. De todo esto se desprende que Santander le comunicó a míster Richard Anderson que él tampoco estaba de acuerdo con esos planes "de abusos continentales del Libertador". Nada de raro tiene que en el espantoso sabotaje que Santander realizará contra las actividades del Libertador en el Perú, también tenía sus manos metidas el ministro Anderson. El lector, por lo que sigue, podrá darse cuenta de ello.

  10. Durante 1823, mueren los neogranadinos más odiados entonces por Santander: Zea y Nariño. Así pues, que el curso de los acontecimientos parece allanarle todos los inconvenientes, las contrariedades, las críticas acerbas a su gobierno. Aunque, al mismo tiempo, comienzan a levantarse otras glorias que provocaban en el Vice las mayores envidias y recelos: Sucre, Salom, Páez, Urdaneta, Soublette; sobre todo Sucre, de quien en octubre de aquel año Bolívar le había escrito: "Es el venezolano de más mérito que conozco, y como Dios le dé una victoria, será mi rival en sucesos militares, porque del Ecuador para el sur lo habrá hecho todo hasta el Potosí". El país estaba desgarrado por el elemento humano que lo conformaba. No neguemos que la actividad de Santander era tremenda también: luchaba en veinte frentes a la vez, pero era una lucha basada en principios meramente administrativos, básicamente leguleyos, movidos por intereses personalismos, hartamente sectarios. Por un lado, estaba su amante Nicolasa Ibáñez, que por momentos le hacía la vida imposible; por otro, el esposo de ésta, don Antonio José Caro, quien no dejaba de mostrar su figura aporreada por Palacio. Para entonces Santander le había dado un empleíto a don Antonio como secretario en el Congreso. Luchaba igualmente por su bienestar material, por la conformación de un partido o por una logia, contra los religiosos y camaleones venezolanos. A finales de 1823 vino don Francisco a descubrir que su vida política podía ser corta, por el enjambre de enemigos que urdían temibles golpes desde Caracas, Quito o la misma Bogotá. En ese panorama de inversión de los valores cristianos se estaba imponiendo la revolución del individualismo y la búsqueda de la riqueza, de modo que las ideas del general Bolívar no iban a cuajar en nuestra América por el influjo perverso del mercantilismo, un negocio que monopolizaban en el mundo los ingleses, los holandeses y ahora los regatones del Norte. Ya la humanidad no se preocuparía de erradicar la pobreza, sino de ensalzar los valores de los negocios, y que la ley maltusiana dejara que cada cual se salvara como mejor pudiera. Estaba apenas emergiendo la mano torcida, peluda e invisible de Adam Smith que podría "ponerle orden" a la sociedad moderna. El poder entonces debía quedar en manos de un grupo de hombres ilustrados y ricos, una élite. Por eso don Francisco, para su tren ejecutivo, pensaba en prospectos de banqueros y grandes comerciantes, en la conformación de una casta oligárquica que dominara completamente la política que sostenían los godos. Venían a su mente los Uribe y Santamaría, los Arrubla, Montoya y Lorenzo María Lleras, los Florentino González, Francisco Soto y Vicente Azuero, acaso algunos de los Mosquera, los Restrepo o Caycedo; posiblemente José Ignacio Herrán, algunos de ellos dueños de las salinas de Zipaquirá, Nemocón, Tausa, Chita, Numaque, Recetor, Pajarito y Chameza, además de ser dueños de grandes potreros y tiendas. En todo eso se lo pasaba pensando mientras Bolívar sufría los más grandes horrores en Perú. En medio del torbellino de estas ideas, Bolívar no podía más que constituirse en el gran estorbo de esta nueva causa, y como contra un hombre tan fuerte y extraordinario no valen las críticas ideológicas, las armas tenían que ser la calumnia, los subterfugios legales, y la proliferación de un temor fundado en los escombros que Napoleón había dejado en Europa: la tiranía. De tales pensamientos surgió la idea de crear un periódico audaz que comenzara pues a "invertir los sentidos". Este fogonazo mediático fue El Correo de Bogotá, cuyos objetivos apuntaban a la religión, procurar la inmigración extranjera, defender los principios del señor Bentham y fundar una sólida cofradía masónica.

  11. Colombia entera tenía consolidada sus fronteras: Morales era dueño de Maracaibo; Calzada estaba fuerte en Puerto Cabello; los pastusos alzados y solicitando a gritos desgarrados que Fernando VII se presentara en sus infernales cornisas para restituir el viejo imperio; Santa Marta estaba en manos de belicosos indios que seguían los mandatos de los godos; Bolívar, acosado en el sur por la naturaleza tanto de lo viviente como de los formidables ríos, bosques y abismos. ¿De dónde sacaban Santander y sus sabios asesores que vivir en manos de los francmasones y entre turbios negocios de mercachifles nos iba a salvar de tantas desgracias sociales? El Congreso con sus diputados, mientras Bolívar enfrentaba las más horribles adversidades en Perú, se dedicaba junto son masones amigos de Santander a enviar comisiones a Jamaica para arreglar diplomas con los que se coronaban grados para los destacados discípulos de estas agencias infernales. El comisionado para presentar al Grande Oriente de Jamaica fue el doctor Francisco Urquínano a quien llevó una plancha pidiendo la instalación de la Fraternidad Bogotana. Nos dice el historiador José Manuel Groot que el diploma, con todos sus sellos, vino dirigido a Pelópidas, que era el nombre con que Santander actuaba en la logia. Hay que insistir: el tren ejecutivo de Santander era masón, como los empleados de la Corte de Justicia y Tribunales, altos jefes militares, el mismo historiador José Manuel Restrepo, los más importantes comerciantes, la mayoría del cuerpo legislativo. De aquí saltaron los diablos que dieron porrazos a Nariño y al doctor Saavedra porque no quisieron seguir en la logia; las peleas dirigidas a echar por tierra la ley del celibato clerical, las iras del diputado Ignacio Herrera, que de godo se había vuelto anticlerical, que de negociador de Morillo pasó a entregar Bogotá, aparecía ahora como radical liberal; los ataques al obispo Rafael Lasso de La Vega; los palos que se dieron la noche del 23 de mayo en la calle San Juan de Dios, el doctor Baños y el doctor Azuero; las trompadas que dio el senador y canónigo venezolano Ramón Ignacio Méndez al senador Diego F. Gómez. Los palos y peleas interminables, todas esas vagabunderías inmundas, mientras Bolívar se quemaba el pellejo en medio de la guerra en el Perú. Fue así como el Congreso perdió cuatro meses en discusiones sin concluir nada útil, y se desprestigió para siempre. Para completar, hubo largos y extenuantes debates para tratar tonterías tan superfluas como el tipo de traje que debían usar los congresistas. En este punto, los futuros liberales se llevaban las palmas, más aún cuando al final de estas agotadoras sesiones se aprobó que el traje fuese "decente pero sencillo". Después de esto, los radicales pidieron una aclaración sobre si los clérigos podían llevar sus hábitos dentro del recinto de la cámara, y pasaron otros días tratando de descubrir si esto era decente o no. Nos dice Groot: "Era una lástima ver cómo se perdía el tiempo y se debilitaba la opinión con proyectos y cuestiones que estaban en pugna con la conciencia de los pueblos, y esto porque así lo querían ciertos individuos que se habían propuesto dominar la República con sus ideas, calificando de godos y enemigos de la causa a todos los que se les oponían". Encontrándose Bolívar en el Perú, en Bogotá, lo "moderno" y "fashionable" sacaba de quicio a los liberales, además, a los francmasones les dio por volverse evangélicos. Lo que viniera de los países "progresistas" de Europa era válido para mejorar la situación, para salir del atraso. Estas manías anticatólicas nunca causaron en Venezuela el escándalo y la confusión que produjeron en Nueva Granada. Anota, David Bushnell, que en el oriente y centro de Venezuela había un gran debilitamiento del sentimiento religioso, incluso entre las masas. Más cierto aún, entre los llaneros errantes que se habían formado en la guerra. A Santander por esos días le había dado por hacerse ateo, pero no lo conseguía del todo.

  12. A comienzos de 1824, el Libertador se encuentra en situación de perder su reputación y las posiciones logradas en la Campaña del Sur. Las tropas que tanto ha pedido a Colombia no llegan —ni llegarán— para hacer decisivos sus movimientos contra el enemigo. Ya sabemos las dificultades que encierra luchar en un territorio cuyos pobladores no se percatan de la importancia de erradicar la esclavitud y a sus tiranos. Perú era la más impresionante guarida de traidores jamás vista en la historia universal y lo iba a ser por muchos años más (incluso esa tradición existe intacta, tanto como en la Colombia de hoy). Los españoles tenían el ejército mejor entrenado, organizado y poderoso de Suramérica; incluso se consideraban invencibles, y esta confianza los hacía temibles. Los generales del Perú, José de la Riva Agüero, los generales Andrés de Santa Cruz, Agustín Gamarra y José de La Mar, hasta ayer habían servido a las fuerzas realistas y carecían de resolución para enfrentar al je realista José Canterac. Santa Cruz, por envidia o recelo, había rehuido unirse a Sucre, a la vez que no dar batalla al enemigo. Esto trajo una desbandada en el ejército que hacía presagiar grandes desastres. Chile envió al Perú una expedición de dos mil quinientos hombres bien organizados y equipados, pero al llegar al puerto de Arica y ver que el ejército de Santa Cruz se había evaporado, siguió rumbo al norte. Así, pues, este otro golpe angustió más aún a Bolívar. Se daba cuenta de que la desgracia de aquel país radicaba en que no había un jefe. Se acercaba entonces con aquel carácter que tanto hiciera temblar a los españoles apostados en Nueva Granada, para desbaratar las revoluciones concéntricas que hacían que cada jefe se creyera un caudillo. Por esta razón San Martín salió desengañado de aquel espectáculo de sucesivas traiciones. Haciendo un juicio sereno San Martín llegó a pensar que el Perú entonces no merecía ser libre. En este sentido y aunque la afirmación sea cruel, le damos la razón a San Martín cuando se desentendió de todo y salió despavorido de aquel infierno de felones. Jamás hemos conocido un pandemonio peor que el cinturón de enemigos que rodeaban a Colombia. Por el desastre de Santa Cruz, trescientos hermosos caballos chilenos que llegaron al puerto de Arica fueron degollados para que no cayeran en manos de los realistas: ya no había esperanzas de recibir refuerzos de Chile; entre desertores y muertos, los colombianos habían perdido más de tres mil hombres y, para completar, el ejército argentino se disipó por el escándalo de las deserciones y la volubilidad de los jefes. Los españoles, fuertemente equipados, amenazaban entonces a Lima; tenían ocupado a Pisco, Ica y Canete en la costa; dominaban la cordillera y todo el Bajo Perú. Ante tan grave situación, Bolívar envió el 22 de diciembre a su secretario Ibarra a Bogotá. Imploraría otra vez a los legisladores colombianos y al Vicepresidente, hombres veteranos, sobre todo llaneros, armas y municiones y oficiales de marina. Ya sea por su extrema sensibilidad, las angustias y la continuada excitación e incertidumbre, además de las penosas marchas a través de aguas putrefactas o ardientes desiertos, el Libertador terminó gravemente enfermo en un lugar llamado Pativilca. Sus penalidades corporales y sus delirios febriles no eran sino otra batalla interior, mucho más intensa que las que había librado en los campos abiertos de América. Siete días pasó hablando con la nada, buscando su lugar en medio de ese desorden supremo donde sucumbieron San Martín y sus soldados. Su fe invicta lo impulsaba a creer que Dios veía con horror el crimen de la usurpación y de la tiranía. Su fe era Dios y en nombre de ella iba a sentar las bases del sueño de la confederación americana. Inconcluso, eso era pequeño todavía para la grandeza de su alma: aspiraba a la confederación del mundo entero en una sola República. Ése debía ser el verdadero propósito de los hombres de su tierra.

  13. En Pativilca, postrado en una silla, Bolívar no hacía más que mirar el horizonte oceánico… Ante tan patético cuadro de desesperación, sus oficiales le piden que renuncie a la locura de liberar al Perú, y que cuanto antes regrese a Colombia. El fastidio en él era tan mortal, que no quería ver a nadie, no quería comer con nadie, "la presencia de un hombre me mortifica; vivo en medio de unos árboles de este miserable lugar de la costa del Perú; en fin, me he vuelto un misántropo de la noche a la mañana". Convaleciendo en este lugar de Pativilca, le encontró Joaquín Mosquera: "Estaba Bolívar sentado en una pobre silla de vaqueta… El Libertador mostraba un semblante cadavérico, que preocupó a tal punto a sus colaboradores, que llamaron de urgencia a Manuela Sáenz para que estuviera con él en los últimos instantes de su vida… Todos temían un desenlace fatal. Hacía varios días que no probaba alimento. Sus pantalones de guin dejaban ver sus dos rodillas puntiagudas y sus piernas descarnadas; su voz era hueca y débil, no había cumplido los 41 años, y su pelo se teñía de blanco… Sus amigos le aconsejan abandonar Perú; para ellos, era imposible continuar la guerra… Mosquera se dirige a Bolívar, cuando recostado de una palmera medita con la mirada fijada hacia el océano infinito… y en tres oportunidades le pregunta al no tener respuesta: ¿y qué piensa hacer ahora su excelencia? Hasta que Bolívar sin voltear la mirada responde con firmeza y seguridad: ¡triunfar!". Encontrándose en esta situación, Bolívar tuvo noticias que le destrozaron el alma. Los suaves filósofos de Quito, haciendo alardes de la libertad que acababan de recibir, se alzaron, diciendo en sus documentos palabras injuriosas en su contra; Pasto seguía en el caos bajo las huestes frenéticas de sus feroces indios; para completar, en El Callao, la posición más estratégica del Perú, se sublevaron algunos batallones, decapitando a importantes jefes patriotas. Y el 29 de febrero se recibió la fatal noticia: los realistas han tomado El Callao; esto significa afianzar sus posiciones en Lima. Abrumado por este golpe, resuelve una vez más pedir refuerzos a Bogotá. Pero en aquellos días recibe una carta de Santander, escrita el 6 de enero, donde le dice: "Este Congreso que debió reunirse el dos está retardado, faltan seis senadores… De modo que todas las faltas ajenas recaen sobre el gobierno y como este gobierno soy yo, todas las tengo que sufrir y reventar sufriendo. Ya dije a usted que sobre la guerra del Perú HABLARÁ EL CONGRESO MUY CLARO, Y LE PEDIRÉ UNA LEY PARA PODER AUXILIAR, PORQUE HASTA AHORA NO LA TENGO... Recuerde usted la enorme diferencia que hay entre los dos para obrar: Usted no tiene ley ni responsabilidad alguna, y yo tengo una constitución y mil leyes: el teatro de usted es el de su libre voluntad y miras; el mío es la voluntad de los legisladores. usted puede hacer lo que quiera aunque sean exabruptos." Estas cartas eran fríamente elaboradas en palacio por el trío de Fernando Gómez, Francisco Soto y Vicente Azuero, los padres del refulgente "liberalismo granadino". Era fácil imaginarlos decir: "Pues mire, que yo no veo cómo podrá salir de su propio enredo, quién lo mandaría..." Insistimos, pues, que Santander creía que los pedidos para libertar el Perú —y asegurar la independencia de Colombia— eran meros caprichos del Libertador, y porque en cartas anteriores él mismo Bolívar le decía: "No hablaré más de auxilios de tropas, porque usted ha respondido suficientemente a todo. Usted responde como los inquisidores lo hicieron a Molina; quiero decir que usted se enfada cuando le piden, y yo no sé si será mejor perder, que no pedir". Y en otra: "El secretario de guerra dice (carta del 21 de diciembre de 1823) que tenemos treinta y dos mil hombres, que vengan doce y queden veinte por allá... Yo había pensado ir yo mismo a buscar esos doce mil hombres porque he visto con qué morosidad y mala gana se han manejado esos señores en el envío de esa primera expedición. Hace cerca de cinco meses que se tomó Maracaibo y aún no han llegado las tropas que eran allí inútiles". Todavía, el 6 de mayo de 1824, tenía que decirle al Vicepresidente: "Yo que tengo la desgracia de saber con anticipación lo que naturalmente debe querer cada uno, me desespero más que otros... estoy sufriendo toda la intemperie de una tempestad desecha. Si usted se viese rodeado de traidores y de enemigos, de celos y de rabias, de conspiradores atroces contra el Estado y contra su persona, no tendrá la calma de dudar si debe o no mandar refuerzos al Perú". Pero la misiva del Vice, del 6 de enero (1824) acabó con las esperanzas de Bolívar, quien quiso no volver a pedir ni responder nada; al menos hasta conseguir una victoria por sus propios medios.

  14. Así como Bolívar perdonó a Santa Cruz, que si no merecía el fusilamiento al menos la degradación (o la cárcel) por esa generosidad que le hacía olvidar tan rápido las ingratitudes y perdonar una y mil veces a sus amigos, por eso, más tarde decidió sepultar sus diferencias con Santander. Pero esto era un error inevitable de la fatalidad de su genio y de la generosidad de su corazón. Sin embargo, aquel silencio de Bolívar hubo momentos en que aterró a don Francisco, quien concibió otras excusas para disimular su indecible indelicadeza para con el hombre a quien se lo debía todo. Ya convencido de cómo el Vicepresidente tenía más ganas de quejarse que de ayudar a sus planes, decidió guardar silencio por un tiempo y hacer la guerra con los escasos recursos que encontró en el Perú. Estos recursos los sacó prácticamente de la nada y usando a plenitud las facultades que le había conferido el Congreso de aquel país. El Congreso le hizo Dictador el 10 de febrero. Como había de suceder, el 27 de febrero los realistas tomaron a Lima, y Torre Tagle —jefe político del gobierno y "padre de la patria"— traicionó la revolución pasándose a los españoles. Segundo Presidente traidor que tenía el Perú en menos de un año; el primero había sido Riva-Agüero. Los traidores, no dejaremos de insistir, se multiplicaban en ese estado de angustia que precede a los grandes cambios sociales, y unidos a los realistas propagaron por los pueblos la noticia que anunciaba el término de la guerra y que los únicos perturbadores del país eran los colombianos. Pernicioso revuelo que provocó confusión y desánimo en los pueblos, de por sí apáticos, indiferentes. Bolívar estableció como centro de operaciones la ciudad de Trujillo: allí recibió la vulgar carta enviada el 6 de enero en la que el Vicepresidente le dice que el gobierno ha despachado unos tres mil hombres para el Perú y que no puede remitir más sin el permiso del Congreso —a quien debía solicitarlos al punto de que se reuniera—. Mortal noticia para el Libertador que se hallaba en la necesidad de hacer frente con poco más de siete mil hombres a catorce mil que tenía en Jauja el general Canterac. Temiendo un ataque, Bolívar no pudo evitar escribir con repugnancia al Vicepresidente e insistió en dos oportunidades más (el 22 y el 31 de marzo) para que le enviaran urgentemente los auxilios y continuar así la campaña. No sabemos por qué Bolívar persistía en estas súplicas si ya los españoles estaban preparados para atacarle y aquellos socorros jamás llegarían en caso de generarse una catástrofe. Quizá lo hacía con la ilusión de volver a levantarse después de un eventual descalabro como lo había hecho tantas veces en los infernales escenarios de Venezuela. Tal vez sería para proteger su retaguardia, el Ecuador, y en caso de que se produjese otro alzamiento en Pasto. El Vicepresidente a estos pedidos, como siempre, respondió con su característica frialdad y aduciendo que, al ejercer un gobierno constitucional, no podía enviar los auxilios pedidos sin una autorización expresa del Congreso. ¡Y pensar que luego los granadinos habrían de llamar grandes patriotas a los liberales de la escuela de Santander! ¿Por qué no se daban cuenta, estos señores, de que era Bolívar quien practicaba los verdaderos principios de la revolución francesa, derrumbamientos de tronos, venganza de todos los crímenes coronados, paz y libertad del género humano? ¿Dónde se ha visto que exista una constitución que en estado de guerra sirva para proteger a los invasores, a los pérfidos, déspotas y verdugos? Esto existía sólo en la cabeza de los héroes cívicos de Bogotá, porque Bolívar cumplía en América el hermoso precepto que la Convención de París emitió el 19 declarando "que prestará socorros y considerará hermanos a todos los pueblos que quieren recobrar su libertad y encargar al ejecutivo que dé a los generales de los ejércitos franceses las órdenes para socorrer a los ciudadanos que hayan sido o sean vejados por la causa de la libertad".

  15. Veamos cómo el historiador Ramón Pérez describe la espantosa situación del Perú: "Las tropas argentinas que estaban de guarnición en El Callao se insurreccionaron, proclamando al Gobierno español. Los primeros magistrados como el presidente Torre Tagle, Berindoaga, ministro de la guerra, y el general Portocarrero se pasaron a los enemigos; y más de cien oficiales siguieron su ejemplo. Los empleados subalternos abandonaron sus oficinas. Un regimiento de dragones montados, de Buenos Aires, que observaba los movimientos de Rodil, no tardó en aumentar las fuerzas españolas. Dos comandantes se insurreccionaron también con sus escuadrones en Supe, llevándose prisionero al coronel colombiano Carlos Ortega que presentaron como una ofrenda a los españoles. Diariamente se recibían partes en el cuartel general del Libertador de la deserción de uno o más oficiales, de uno o más piquetes que con armas se entregaban a los enemigos... En cinco meses hubo cinco grandes defecciones. Los traidores aprovechaban la ignorancia del pueblo para hacerle creer que Bolívar y los colombianos eran sus verdaderos enemigos, atribuyéndoles el designio de someter al Perú a Colombia, para enardecer los ánimos y asegurar el éxito de la calumnia con la pérdida completa de la República, que exhausta de recursos y atravesando tan peligrosa crisis, tenía que vencer a un ejército de 18 mil hombres aguerridos, bien disciplinados y orgullosos con sus recientes victorias. El virrey Laserna pensaba abrir la campaña con 12 mil hombres; pero tenía 6 mil más para cubrir a Salta y mantener la tranquilidad tanto en el Alto Perú, como en la costa del sur. Algunos elevan este número a 23 mil hombres; pero debemos atenernos al testimonio de Torrente que pudo conocerlo mejor: Y la expedición de 6 mil hombres que mandaba el general Santa Cruz, cuyo resultado desastroso pronosticó Bolívar, se había disuelto sin combatir, huyendo de los españoles desde Oruro hasta Desaguadero; el ejército de Chile había regresado a su patria, abandonando la causa de la independencia del Perú. Sólo quedaban pues para sostenerla, 4 mil colombianos situados de Cajamarca a Salta, mandados por el general Sucre, y como 3 mil peruanos que se organizaban y disciplinaban en el departamento de Trujillo".

  16. ¡Bolívar estaba atónito, horrorizado, tal vez arrepentido! Entonces, el Congreso de Perú, le invistió con la suprema autoridad política y militar; se disolvió luego para confiarle la salvación de la República y el Libertador aceptó ese compromiso, lo cual hace pensar que tenía un conocimiento profundo de los hombres y de las circunstancias graves que lo rodeaban. El mismo Bolívar refiere sobre aquella situación: "El Perú había sufrido grandes desastres militares. Las tropas que le quedaron ocupaban las provincias libres del norte y hacían la guerra al Congreso; la marina no obedecía al gobierno; el expresidente usurpador, rebelde y traidor a la vez, combatía a su patria y a sus aliados; los auxiliares de Chile por el abandono lamentable de nuestra causa; nos privaron de sus tropas; y las de Buenos Aires, sublevándose en El Callao contra sus jefes, entregaron aquella plaza a los enemigos. El presidente Torre Tagle, llamando a los españoles para que ocupasen esta capital, completó la destrucción del Perú. La discordia, la miseria, el descontento y el egoísmo reinaban por todas partes. Ya el Perú no existía: todo estaba disuelto. En estas circunstancias, el Congreso me nombró dictador para salvar las reliquias de su esperanza..." ¡Y viene un escritor argentino asegura que, sin la expedición del general San Martín, no se habría ganado la victoria de Ayacucho, ni estaría por consiguiente independizado el Perú! ¿Qué tal? El general San Martín es una gran figura de la historia de la independencia sudamericana; pero esta República le debe más gratitud por sus esfuerzos o buenas intenciones que por sus hechos de armas, aunque algunos fueron gloriosos. Bolívar, al leer el decreto del Congreso, exclamó: "Vamos a salvar a este triste país de la anarquía, de la opresión y la ignominia", y dirigiéndose a los peruanos, les dijo: "Las circunstancias son horribles para nuestra patria, pero no desesperemos de la República. Ella está expirando, pero no ha muerto aún. El ejército de Colombia es invencible, ¿queréis más esperanza?" Añádase a este panorama la particular sensibilidad del Libertador cuyas visiones le hacían prever con tanta vivacidad los desastres; tenía dos frentes: vencer los peligros formidables del enemigo exterior y los de su imaginación, que exacerbaban sus conflictos interiores. Aun así, el conocido escritor peruano Ricardo Palma se atrevió a decir que su país no necesitaba de los servicios de Bolívar; que de todos modos, tarde o temprano, ellos se iban a liberar del poder español. Tal vez les habría pasado entonces como a Puerto Rico. Otros más ingratos, como el neogranadino Rafael Sañudo, han dicho lo mismo que Palma. Luego lo dijo también Germán Arciniegas en una vejez que evolucionó hacia el cataclismo servil a todo cuanto hiciesen y dijesen los gringos.

  17. Por un tiempo, el Libertador mantuvo silencio con Bogotá, y Santander, en varias cartas, se quejaba de no saber nada del Perú: le escribió en este tono el 6, el 15 y el 21 de marzo de 1824, al mismo tiempo que se apresuró a pedir al Congreso la ayuda que con tanta desesperación le habían rogado. Con esta versatilidad extraña —buscando pasos que no lo perdieran— actuará el resto de este drama. Pero no se crea, existía una red de espías que enviaban información al Vice sobre los pasos de Bolívar en el Perú. Cuando el trío lírico de Gómez-Azuero-Soto supo que, a pesar de las adversidades de la enfermedad grave padecida en Pativilca por el enemigo terrible en todos los frentes, aquel monstruo seguía en pie avanzando arrollador, se sintieron además de profundamente decepcionados, aterrados. Sin embargo, habrá de ser tan hondo y amargo aquel pánico que muchoa años después de muerto Bolívar refiriéndose a esta campaña en el Perú, la tildará de "¡Las malditas correrías de Bolívar!" El 5 de abril de 1824, se reunió en Bogotá el segundo Congreso Constitucional de Colombia. El Vicepresidente presentó un largo mensaje en el que no nombró los socorros que con insistencia y angustia pedía Bolívar. Llamamos otra vez la atención del lector para que vea el curso de la conducta poco honesta del Vice. El 23 de abril se dirige al Presidente de la Cámara de Representantes en los siguientes términos: "El gobierno no ha dado auxilio alguno al Perú porque no hay ley que lo haya autorizado, y la regla de la conducta del gobierno son las leyes. Si el Libertador ha creído necesario para cumplir la comisión que voluntariamente se puso de libertar al Perú, que el gobierno de Colombia pusiese a su disposición los pocos recursos con que apenas puede contar para defender la República, el Libertador ha olvidado que el poder ejecutivo tiene un código de leyes a qué sujetarse irremisiblemente y un cuerpo de representantes de la nación donde se examina y se debe examinar escrupulosamente, si el ejecutivo ha correspondido a los deberes para que lo ha constituido la nación". ¿No significaba esto poco interés por la Campaña del Sur?; tratar de cerrarle el paso con ese vocabulario inflexible, cerril de "irremisiblemente", de "escrupulosamente", de "voluntariamente", de Códigos Ejecutivos, y otras tantas camisas de fuerza. ¿Cómo no pudo darse cuenta este hombre, antes de emprender Bolívar su campaña, que en un territorio extraño frente a una brutal adversidad a la causa republicana, iba forzosamente a necesitar de enormes recursos para triunfar? Se presiente que, cuando Bolívar inició su marcha al sur, no confió a nadie sus proyectos sublimes, que era llegar hasta los confines de la Argentina. Este fue su "error", y Francisco se vengaba a su manera: "¡no hay ley para sus locuras!" No había justicia ni razón para atar y condicionar tanto al Libertador, ni para pretender atarlo nada menos que con aquel grupo de congresistas acostumbrados muchos a la vida fácil y al palabrerío superfluo del Vicepresidente. Así, tanto los ejércitos como los recursos morales del país —hasta las decisiones del propio Bolívar—, quedaron peligrosamente comprometidos. Cuando Bolívar se quejó de la injusticia con que Santander criticaba la guerra del sur, el Vice le respondía ofendido: "Jamás esperé de usted la condenación del gobierno por los males actuales del Perú, ni que usted atribuyese estas desgracias en indiferencias a oír sus peticiones. Si yo hubiera sido un magistrado que apenas me contentase con salir del día y que nunca hubiera acreditado un interés extraordinario y entusiasmo ardiente por usted y por la suerte de la patria, la condenación de usted me sería positivamente indiferente, pero ¿cuál no habrá sido mi sorpresa y sentimiento al verme tratado tan injustamente por quien menos debía hacerlo? Bien ha podido usted representar al gobierno to-dos los peligros del Perú y solicitar auxilios, pero yo no he debido oír sus demandas, sino según el lugar que les diera las leyes colombianas. Si usted me muestra alguna donde se autorice al gobierno auxiliarlo a usted, para auxiliar a algún Estado amigo, para sacar de Colombia un hombre y un fusil, yo desde luego convengo en que soy culpable. Yo no sé qué especie de principios ni de buena fe pudiera haber en los que por un lado predicamos obediencia a las leyes, sumisión a la voluntad general respecto a las instituciones del pueblo, y por otro queremos obrar como si tales leyes no existieran. Demasiado ha temido usted la opinión pública y a que le echen en cara sus protestas, una vez que para salir de nuestro territorio pidió usted permiso al Congreso y esperó la licencia. Y usted puede querer que yo, el encargado del gobierno, proceda y obre sin arreglarme a las leyes que me han entregado, como regla de mi conducta, no puede ser, a menos que ya no fuera el mismo Bolívar.

  18. Bolívar, después del triunfo en Junín, sin la ayuda ni socorros de Colombia, respondió a Santander, olvidando las divergencias como correspondía a su grande y noble alma: "He vuelto de mi campaña con demasiada fortuna, pero sin un suceso decisivo por falta de un número suficiente de tropas. Por no repetir a usted esto que tantas veces he dicho y que tanto ha molestado a usted, es que no he escrito en muchos meses, pues yo sabía que no adelantaba nada, y ambos nos molestábamos inútilmente... Yo no he pretendido que usted viole la Constitución... usted podía haber enviado más tropas a Guayaquil y al Istmo sin haber violado la Constitución. No soy más largo sobre esta materia porque ella es tan extraordinariamente inútil como extraordinariamente desagradable, no pudiéndose lograr efectos retroactivos y no mereciendo nuestra sagrada amistad que se injurie. Creo que por el bien de nuestro reposo mutuo debemos ahogar en el olvido todo lo pasado". Los fervores ilusorios del Trío Lírico llegaban se expandían a través de las Logias Masónicas que tenía sucursales en Venezuela. Lo del día era avivar el rumor de que Bolívar estaba atrapado y destrozado en el Perú y sin posibilidad alguna de poder volver a Colombia, y todo por su terquedad, por su entera culpa, por la manía de meterse en desgracia ajena. La lógica de cualquier verdadero patriota debió ser que si no había una la ley para tal emergencia, pues que se propusiera con decisión y buena voluntad a buscar los medios para que el Libertador saliera airoso de una empresa en la que se estaba jugando toda la libertad de América del Sur. El 10 de mayo, don Francisco escribió otra carta a Bolívar, pretendiendo ser aún más contundente en sus razonamientos. Le decía: "Demasiado he hecho mandando algunas tropas al sur; yo no tenía ley que me lo previniese así, ni ley que me lo pusiese a órdenes de usted, ni ley que prescribiese enviar al Perú cuanto usted necesitare y pidiere. O hay leyes, o no las hay; si no las hay ¿para qué estamos engañando a los pueblos fantasmas?, y si las hay es preciso guardarlas y obedecerlas, aunque su obediencia produzca el mal... ni la amistad ni la fuerza pueden obligar a nadie a obrar contra lo que las leyes prescriben: que las acciones son legítimas cuando proceden de la ley, etc." Así pensaba en una época y sobre un territorio donde era una quimera hablar de ciudadanos y donde los derechos de nadie estaban asegurados. Hablaba como Catón (el viejo), cuando entre nosotros no había verdadera república, ni educación, ni tradición o estabilidad de nada. Imagínese, el lector, qué habría pasado si Bolívar se hubiese atenido a las leyes o al mismo gobierno de Santa Fe aquel año de 1813. Existe un argumento severo contra la manía del Vice. Bolívar lo menciona en una carta después de pasada la tormenta —cuando ya la América del Sur había completado su independencia—; no critica la formalidad legal de Santander, sino que con juicio sereno le dice que cuando "un territorio se encuentra en manos de los españoles, su deber es ocuparlo, pues que el enemigo no tiene fronteras, ni es país extranjero el que ocupa el enemigo; y es el objeto visible del ejército contendiente, y debe tomarlo para llenar el fin de la guerra. Nunca se debe considerar como extranjero el país que se disputa... Bueno será (continúa amistosamente) que el general del ejército de Colombia tenga facultades de algunas promociones, porque un general a mil leguas debe tener tales facultades..." Dándose cuenta, Santander, de que no era hombre para la guerra, optó para sus fines políticos ser el dogmático de las leyes. En realidad, sus manías legales estaban totalmente fuera de contexto en una revolución como la que quería llevar a cabo el Libertador. Santander decidió con sus aliados del Congreso ser duro con las quejas de Bolívar. Le iba a dar un golpe peor que la negativa de enviar socorros a su ejército. Sabía que una de las posibilidades del éxito, tanto del Libertador como de Sucre —cuya gloria le comenzaba a impedir el sueño— dependía, como hemos dicho, de las facultades extraordinarias con que estaban investidos los jefes colombianos. El 17 de mayo pasa entonces un mensaje oficial al presidente del Senado, en el cual cree haber dado en la clave para someter al Libertador a una de las pruebas más difíciles de su vida. Santander, demasiado imbuido en el pragmatismo norteamericano e ideas materialistas inglesas, vivía ansioso por experimentar situaciones difíciles con el sistema republicano de Colombia; quería ensayar, pero colocándose él como el investigador y situando a los demás en el papel de conejillos de indias. Esto resultó un juego peligroso que provocó el desmembramiento del endeble edificio republicano. Probó el efecto de sus maquinaciones contra el Libertador y como no consiguió destruirle, según esperaba, entonces dirigió sus ataques contra el llanero Páez, más factible de caer en sus trampas. Por esta razón fue que tras haber el Libertador, soportado en carne propia la maldad legalista de sus dardos, retrocede y decide no castigar a Páez por un acto que en el fondo había sido una crisis artificial cocinada por sus adláteres en el Congreso de Bogotá, aunque ya el mal había provocado un desastre irremediable en la estructura jurídica del Estado.

  19. Conoce Santander ese carácter un tanto impaciente del Libertador por lo que insiste en seguir sometiéndolo al rigor inclemente de sus artilugios constitucionales. Por supuesto, quiere hacerlo sin que el propio Libertador se entere de quien mueve tan torcidos artificios, y presenta esta decisión del Congreso soberano. Se trata de un oficio donde hace una corta introducción sobre las "andanzas" de Bolívar por Quito y Guayaquil, añadiendo que el Poder Ejecutivo sólo ha tocado algunos aspectos colaterales relacionados con los negocios de los departamentos del Sur, para no interferir en sus decisiones con las del Presidente; agrega que el Libertador fue llamado al Perú dirigiendo una parte del ejército colombiano; que la "desgraciada pérdida" de El Callao obligó al Congreso peruano a dar a Bolívar el poder supremo de la dictadura y que éste aceptó el cargo tratando de salvar dicho país. "De estas circunstancias peculiares -añade el mensaje- resultan cuestiones importantes y dudas que para su resolución propongo al Congreso, como encargado del Poder Ejecutivo, sea la primera: ¿ausente el Libertador y ejerciendo el mando supremo de otro Estado, habrá por el mismo hecho cesado en el ejercicio de las facultades extraordinarias que le confirió la ley del 9 de octubre del año 1821? ¿Continuará ejerciéndolas a las personas a quien las delegó, antes de su partida, respecto de los departamentos de Quito y de Guayaquil, quedando sujeto al Poder Ejecutivo de la República? ¿Podrá el Libertador presidente comunicar órdenes que desde el Perú deban culminarse en el territorio de Colombia?" ¡Qué sutileza, Señor! Es bien conocida también su participación para someter al Libertador a las decisiones del Congreso: él era el ideólogo, el instigador, el cerebro alucinador del aquel estrangulamiento "legal" contra ñas fuerzas colombianas en el Perú. El 21 de mayo —en carta llena de la melosidad culpable cual Yago convenciendo a Otelo de que Desdémona lo traiciona— dice: "Se está discutiendo, en el Congreso, si siendo usted del gobierno del Perú conserva en Colombia las facultades de la ley del 9 de octubre. A esto ha dado lugar: 1º una consulta mía que le están echando al gobierno la culpa de que en el sur están suspendidas algunas leyes, y es a consecuencia de alguna nota que usted mandó que se pasase al Congreso, dando razones por qué no creía conveniente el cumplimiento de algunas leyes; 2º los nombramientos..." Insólita decisión que podía condenar al Perú a la muerte y al desastre de compatriotas que peleaban contra terribles adversidades. ¿No era arrastrar con ello a Nueva Granada y a Venezuela al caos de la dominación española? Que Bolívar se hundiera era la táctica que se había dictado a los grupos trastornados por la masonería, el liberalismo y otras novedades de la época. Y he aquí otro de los grandes temores de este Yago: "Otra cuestión importante nace de las mismas singulares circunstancias en que se halla el Presidente de la República. Tal es el de los grados que se confiera a las tropas colombianas mientras haga la guerra, en el Perú, y ejerza allí el mando supremo. ¿Deberán estos grados ser reconocidos por el gobierno de Colombia luego que sus tropas regresan a su territorio, o los oficiales serán considerados solamente en el rango que antes tenían? Esto es urgente y de la más alta importancia para la marcha del gobierno". Después tendrá el valor de decir que él ayudó al Perú en su independencia, y lágrimas de júbilo dejará rodar cuando el Congreso de Perú, con motivo del triunfo de Ayacucho, agradezca al Congreso de Colombia su ayuda y no lo haga el Ejecutivo en la persona del ínclito Vicepresidente.

  20. Entre las leyes importantes que expidió aquel Congreso de Colombia, estuvo la del 28 de julio que derogaba el famoso y tan utilizado decreto del 9 de octubre de 1821. Este decreto, como sabemos, le concedía al Libertador Presidente facultades extraordinarias en las provincias inmediatas al teatro de la guerra, o en las recién liberadas, y derogaba así dicho poder, declarando que debía ser función del Encargado del Ejecutivo, el que podía delegarlas en todo o en una parte con las restricciones que juzgara conveniente: "Tengo que quejarme internos (le decía el 6 de mayo de 1825 al Libertador después del triunfo de Ayacucho) de que el Congreso peruano hubiese votado acciones de gracia al Congreso y no al ejecutivo que fue quien trabajó; quien se esforzó; quien peleó por que le dieran a usted auxilios, pues en el Congreso estaban tan fríos como una nieve". No obstante todo esto, aún se pretendía decir que el Gobierno de Colombia no actuaba de mala gana hacia los clamores y sacrificios de los colombianos en el sur. Por fortuna, cuando el Libertador recibió esta medida estaba curado contra las dificultades del medio y al menos acababa de recibir un consuelo: el triunfo de Junín. No hay duda que este acuerdo del Congreso fue realizado bajo el influjo de Santander. Jamás se había visto algo más extemporal, impolítico y perturbador contra la actividad libertadora del Perú. Y, todavía, Santander tuvo más tarde el atrevimiento de decir reservadamente a Bolívar que había sido él y no el Congreso quien le había dado y sugerido espléndidas ayudas a sus campañas. Como el Libertador no era hombre de minucias, sencillamente sonreía... y olvidaba. Sépase que Francia no intentó recuperar, con un formidable ejército, las colonias para España, por los triunfos que Bolívar y Sucre consiguieron en el sur. Aquello lo han olvidado muchos. Y lo más asombroso: fueron los partidos, los que en menos de dos años sepultaron con inconcebible maldad la obra de nuestra independencia. Patéticas, lívidas, eran las caras de Santander y el Trío del Delirio, aquellos preclaros liberales (Gómez-Azuero-Soto) al conocerse, por ejemplo, el triunfo de Junín, llenos de apesadumbrados pensamientos, fúnebres, callados, mirando el vacío espeso de sus odios y envidias. Fue un día en el que hubo qué hablar en palacio. Santander petrificado en un frío interior mirando a través de los vidrios, hacia el lugar donde tiempo atrás murieron Barreyro y sus treinta y un oficiales, bajo el grito de «¡carguen, disparen!», los últimos restos de una gesta, aún más gloriosa que la de Junín. «Qué fastidio. Otra vez los grandes festejos de la victoria de Bolívar, de los idiotas bolivianos con sus discursos y vítores a la libertad...". Estaba harto.

  21. En las cercanías del río Apurimac (octubre de 1824), el Libertador recibió un oficio del Congreso, junto con una carta del 6 de agosto que le envió el Vicepresidente, por el que el Libertador se enteraba que no podía continuar su campaña como lo venía haciendo y que debía dejar de ejercer sus facultades extraordinarias en los departamentos del Sur. Aquello trastornaba la rapidez y seguridad de las operaciones y, más aún, debía continuar bajo el fastidio de tener que rogar auxilios al Vicepresidente. Dice el historiador José Manuel Restrepo, que Bolívar sintió profundamente estas disposiciones, al parecer dirigidas contra su persona. Restrepo, quien estaba enterado de cuanto ocurría en aquella administración, deja entrever en sus escritos la mala disposición de Santander hacia la causa de la independencia del Perú. No sólo dejaba Bolívar de ejercer el mando militar sobre las provincias del sur, también se le privaba del mando del Ejército Colombiano. Por este motivo escribió de inmediato a Sucre, que se encontraba en Huancayo, advirtiéndole que él, en lo sucesivo, no intervendría en las operaciones militares, sino lo indispensable, como jefe político que era de la República peruana. En comunicación posterior, el Vice remató el asunto diciéndole que tratara de hacer la guerra con los recursos que tuviera a mano y que no contara con más auxilios de Colombia. Llama la atención la carta enviada por Santander a Bolívar para justificar las medidas del Congreso —o para lavarse las manos— y decir que no fue él sino los diputados quienes estaban cometiendo aquel crimen. Obsérvese el lenguaje de sinuosas e insinceras confesiones. Comienza diciendo que el Congreso lo venía censurando en todo, y vuelve aquel Yago neogranadino con sus inventos y falacias: "Osio y Arvelo, diputados de Caracas, han sido los capataces de todo, principalmente contra el Gobierno. Yo me propuse callar y manifestarles que usted y yo estábamos siempre prontos a cumplir cuanto el Poder Legislativo decretase en términos constitucionales". (Doble puñalada: asume respuestas débiles y falsas que Bolívar jamás habría aceptado, al tiempo que lo mete en el burdo saco de su constitucionalidad). Vista la conducta del Senado (sigue) yo me resolví a consultarles varios puntos que usted habrá visto en la Gaceta, para quitar dudas y motivos de que los representantes estuviesen interpretando la Ley a su gusto y según sus pasiones. Todo se calmó con la Ley nueva y yo quise objetarla para manifestarles que nos era indiferente el tener o no facultades extraordinarias. ¿Cómo sabía él aquello? ¿Por qué abusaba de ese modo? ¿Por qué suponía que el Congreso no tenía confianza en él, el hombre que había dado tantas glorias a Colombia? Después remata: "He referido esto no por chisme, ni para que usted jamás se dé por entendido, ni jamás manifieste incomodidad. Me parece: que mientras más nos mostremos moderados, el triunfo será nuestro. Dispense usted esta insinuación, pues es arrojo dar a usted consejos. La misma serenidad suplico, a usted, tenga con la carta anónima que ha aparecido en uno de los números de "El Colombiano". Es preciso, mi General, vivir persuadidos de que los hombres son ingratos y de que el honor de la República requiere todo género de sacrificios. (Quiso decir que los hombres somos ingratos y añadía) Por Dios, mi General, no se manifieste usted sentido, porque perdemos mucho delante de Europa, y ruego a usted que esta carta la rompa, porque me parece vergonzoso haberme ocupado de estos enredos y que sin duda no los habría mencionado, si yo hubiera estado seguro de que por otro conducto no lo podría saber usted...". La carta continúa con media página más de insufribles dobleces y fingidos temores; se ve cuanto odiaba a Bolívar. Decir en esto que revelaba un carácter afeminado en absoluto sería un insulto, pues, por sus melosas y aduladoras cartas al Libertador, llegaba a decir: "Yo no sé si seré envidioso y si me pareceré a las mujeres, pero sé que en público y privado he atribuido a cada uno sus hechos, sin defraudarlos en un ápice". O’Leary sostiene que las decisiones del Congreso debieron ser por sugerencias de Santander y porque veía con envidia la merecida elevación de Sucre en el ejército, porque temía que en triunfando en Perú, el Libertador le conferiría el grado de General en Jefe (otro más superior a él) cuestión que no soportaba puesto que él no ostentaba tal presea pese a que la solicitó vía del Congreso, no logrando obtenerla. Él mismo le escribió al Libertador diciéndole no quería al salir de la Vicepresidencia que lo fueran a mandar generales que no servían para mandarlo. ¿Por qué no podían ser Soublette, Páez, Urdaneta, Sucre, Córdova, Mariño, Bermúdez, Arismendi, sus superiores? ¿No era acaso este prurito lo más parcial, lo más injusto, lo menos ponderado en un republicano? Agrega O’Leary que despojar a Bolívar de las facultades extraordinarias en medio de tales adversidades constituía un golpe muy mortal a los movimientos patriotas en la región, porque desligaba al Libertador del ejército que él mismo había creado con veteranos que consiguió desde los más remotos confines de Colombia, ejército que le consideraba su padre, su dios, su alma. "Quizás (añadía O’Leary) no haya afecto más acendrado que el del soldado al jefe de su corazón, que ha compartido con él todos los peligros y privaciones de una larga carrera de glorias. Nada tiene de sorprendente que un sin número de recuerdos se agolpasen a su mente llenándola de amargura, al leer aquellos decretos... De este modo Bolívar dio ejemplo de sumisión a las leyes, cuando una palabra, una sola señal, le habría bastado para ser obedecido de la manera más implícita por el ejército y por el pueblo de Colombia, desde el Macera hasta los confines de Guayana". Es imposible dejar de imaginar al Vicepresidente leyendo a sus íntimos del Trío Lírico —Soto, Azuero y Gómez— estas comunicaciones; y así, los tres, en secreto, regocijarse, degustando la lentitud del envenenamiento político en que sometían y envolvían al país, agregando un poco de hiel legalista y constitucional: "¿Podrá el Libertador presidente comunicar órdenes desde el Perú que deban cumplirse en territorio colombiano?" Está muy clara la razón por la cual el Vicepresidente quería que Bolívar destruyera la referida carta mencionada atrás: que los diputados, a quienes secretamente había convencido para despojar al Libertador de sus facultades extraordinarias, no fuesen sorprendidos por sus propias confesiones a Bolívar. ¡Qué jauría de traidores, Señor! Los tales Osio y Arvelo, que tanto criticaba en sus misivas —ya porque fuesen caraqueños, porque les gustase la federación, o lo que fuese— eran íntimos amigos Santander y del Trío del Delirio, y estaban entre los pocos caraqueños que le dieron el voto en las elecciones de 1825 para reelegirlo a él a Santander. Santander quería matar dos pájaros a la vez, poniendo a unos contra otros y abriéndose camino como justiciero de la paz y benefactor de las leyes. Sus melosas confesiones jamás habrían engañado a un Mariano Montilla, a un Bartolomé Salom o a un Páez; pero por absurdo y extraño que parezca, tenían efectos tremendos sobre Bolívar. Si el Libertador hubiese conocido anticipadamente los procedimientos que se urdían en Bogotá para hundirlo y desplazarlo, y ante ellos hubiese actuado maquiavélicamente, con frases melifluas e insinceras, entonces, no habría sido el hombre MÁS ASOMBROSO de América, como dijera el propio José de San Martín Porque esa indiferencia o incapacidad para detenerse en mezquindades era una condición inherente a su genio. Por otra parte, Bolívar creía de buena fe que cuanto le confesaba su amigo; era propio de su gran alma no pensar otra cosa, no desconfiar de sus amigos. Un enemigo godo no habría podido destruirlo, pero sí aquellos americanos lanzados con él a empresas tan formidables. Sabemos que con Páez la unión de Colombia era cosa casi imposible, pero quedamos también persuadidos de que tampoco podía existir patria con los rábulas de aquella logia santanderista. El hecho de que Santander no pudiese llegar a ser General en Jefe, lo tenía sumamente preocupado. Al saber que Sucre se quedaría al menor en el Sur le daba alguna tranquilidad, pero sabía que por la inmensa gratitud del Libertador por sus admirables triunfos, su lealtad a toda prueba y su capacidad no sólo administrativa como diplomática estaría sin duda llamado a ser el próximo presidente de Colombia. Le urgía por tanto a Santander buscar una solución a tan terrible realidad, por lo que comenzaron sus actividades de zapa con Washington. Si se le había trancado el serrucho con lo del ascenso, él podía conseguir el poder para perpetuarse en el cargo y, si era posible, lograr la Presidencia, si continuaba fortaleciendo sus lazos con el poderoso Norte, allá donde se encontraba su admirado Andrew Jackson. El 2 de enero presentó a los miembros del Senado y Cámara de Representantes el siguiente mensaje: "Con los Estados Unidos mantenemos las más cordiales relaciones. Inmediatamente se os presentará a vuestro examen y aprobación el Tratado de Paz, Amistad, Navegación y Comercio que el ejecutivo ha celebrado con el Gobierno de aquellos Estados. Los principios que hemos aceptado son por su naturaleza bastante recomendables para no tener que empeñarme en su elogio… Colombia va a tener el laudable orgullo de ser el primer Estado de la antigua América española que se presenta al mundo unido por medio de tratados públicos con la nación más favorecida del genio de la libertad". Ya él presiente, pues, una guerra civil. El ardor de una batalla pública feroz. Irá abriéndose paso este hombre, decidido a hundir al país, al mundo, si se quiere, si no se le conceden los caprichos que anuncia, que exige. He ahí el abismo de la muerte. La atroz agrupación de un partido reforzado con los más retrógrados elementos y alzado en nombre del liberalismo, la patria, la justicia y la verdad. Pese a todo, al lado de las borrascas que sofistas y militares traidores levantaban en Colombia, se produjo el más grande acontecimiento en el sur: EL GRAN MARISCAL ANTONIO JOSÉ DE SUCRE triunfaba en lo que sería la batalla definitiva contra los españoles. Fue el 9 de diciembre de 1824. Vale decir: sin Ayacucho, tal vez no habría habido independencia total en América. La Santa Alianza pretendía recuperar para España sus colonias; en Ayacucho se acabaron tales ilusiones. La magnitud del triunfo se mide por el carácter del hombre que dirige la guerra. Bolívar fue el genio inspirador en todas; Páez, la fiera de los llanos; Mariño, el estratega de Oriente; Urdaneta, infatigable de todas las batallas; Bermúdez, suicida, arriesgado y aguerrido como el que más; Arismendi, terror de la España. Pero Sucre fue "EL VALIENTE DE LOS VALIENTES" y cupo en él triunfar sólo donde la Providencia reservaba laureles al más grande. Asumió su temible responsabilidad y desplegó cualidades militares y políticas que asombraron al propio Bolívar. Hemos de agregar que fue EL FIEL DE LOS FIELES Y EL JUSTO DE LOS JUSTOS de la revolución de independencia. El 20 de diciembre, escribía Bolívar a Santander: "Yo esperaba salir de esta horrible situación para continuar nuestra correspondencia familiar, que tanto nos ha servido en la carrera pública... Qué satisfacción tendrán en Colombia por la gloria de sus bravos hijos. Sucre ha ganado la más brillante victoria de la guerra americana. Yo lo considero bien digno de ella, así como el Ejército lo consideró digno de una gran recompensa". En aquella carta, Bolívar ofrecía cuanto poseía a su querida Colombia: las minas de Aroa que, según él, habían costado a su familia, en tiempos de la conquista, cuarenta mil pesos. Como no ponía cuidado alguno a sueldos ni bienes de ninguna especie, se hallaba sin un céntimo. ¿Podrá creerse que no tuvo en su bolsa dinero, más que en su primera juventud, cuando viajó por Europa? Le decía a Santander: "No tengo con qué vivir, siendo a la vez Presidente de Colombia y Dictador del Perú. Por no tener a gajes este país, no cobré el sueldo que me asignaron, y no teniendo autoridad en Colombia ya, no puedo pedir sueldo allá. Así es que estoy pidiendo dinero prestado...". Así terminó aquel año de 1824, y el año de 1825 sería el de las esperanzas, 1826 el del comienzo de la tragedia y el fin de todas las ilusiones de Bolívar... ¡Qué distancia tan corta entre la más apoteósica de las victorias y la catástrofe más absoluta! El año de 1825, fue el de la realización de una quimera tantas veces soñada. No conciben nuestros hermanos lo grande y hermoso que fuimos entonces en este continente, en el mundo. Pero allá en el Norte estaba la fiera vigilante, artera, lista para dividirnos primero y luego darnos el zarpazo mortal. Lo logró, y hoy a 200 años de aquella victoria volvemos por la misma senda, procuramos rehacernos y retomar aquella obra iniciada por Bolívar y Sucre. Volvemos a tomar las armas de nuevo, para otra Batalla de Ayacucho.

  22. En 1825, Colombia estaba a la vanguardia de los pueblos libres, y el Libertador era su líder indiscutible. El mundo civilizado miraba con admiración nuestras glorias: la congestionada Francia veía con temor el arrojo de los colombianos, el Emperador de Brasil temblaba, Argentina y Chile nos llamaban para organizar sus gobiernos y unirse a la gran confederación americana. Guatemala nos pedía ayuda. México ofrecía sus tropas para liberar Cuba y Puerto Rico, Inglaterra nos mimaba... ¡Los "corsarios colombianos" –temblaban las potencias- podían ir a cualquier parte del continente! No habría, desde ese momento, más batallas grandiosas contra el imperio español. El invasor había quedado prácticamente exterminado. Eso sí, en el horizonte de la paz una borrasca tensa iría condensando a los generales ociosos, que servían exclusivamente para la guerra. Sus triunfos, estampados en bellos trajes militares, en el resplandor de las medallas y las charreteras, en terribles nombres que retumbaban por los llanos, costas y montañas, eran una fuerza más peligrosa que la vieja contienda con los godos. La calma recubría momentáneamente el sordo rumor de las ambiciones, odios y venganzas. Tras la honda excitación del triunfo se despertaba para otra pesadilla; extirpado el mal, la automatización de la energía ciega y brutal de una población, en su gran mayoría confundida y todavía envilecida por la tiranía goda, seguiría dominada por la inercia del fuego y la muerte. Los leguleyos, seudointelectuales, oradores maniáticos, clérigos sueltos, rábulas y otras alimañas maquiavélicas, buscarían posiciones detrás de algún caudillo; excitarían a rebelarse muchos generales ociosos y azuzarían el fuego de las intrigas partidistas. Bolívar, en medio de tan horroroso infierno, creyó que un gobierno inexorable podría controlar las disensiones agresivas y destructoras. Cada jefecito velaba por su parcela de gloria y triunfo, contaban sus pesos, aseguraban sus haciendas y no dejaban de quejarse y pedir cada vez más provechos personales a un país exhausto, moribundo. Muy pocos estaban fuera de esta realidad, forjando el sueño de la integración americana. Sucre pensaba seguir el ideal de Bolívar, y éste trabajaba infatigablemente en la organización de los pueblos, en su educación, en solidificar el vigor de una moral que asegurara la estabilidad. "Fuera de los grandes volcanes, ocultos y potencialmente aniquiladores, el vasto territorio de Colombia (escuchemos a J. M. Restrepo) estaba completamente tranquilo. La marcha de la República era majestuosa; casi podría decirse que había adquirido la forma moral y espiritual de su constructor, de su creador. Sus ejércitos la habían colmado de gloria y dado existencia a nuevos estados. Bolívar, el héroe de la América del Sur, estaba a su cabeza, y el esplendor de su gloria se reflejaba especialmente sobre Colombia. El vicepresidente, general Santander, administraba el Poder ejecutivo con vigor, tino y prudencia nada comunes. Así era que podía decirse con verdad que nuestra República, aunque inferior a México en población y riquezas, se iba colocando al frente de los nuevos estados americanos. Sus habitantes dedicados al trabajo comenzaban a mejorar sus propiedades y a gozar de los frutos de la paz, bajo el imperio de la Constitución y las leyes protectoras. Todo anunciaba un porvenir halagüeño". En ninguna otra época, Santander, derrotado y encapotado, iba a mostrarse más afectuoso con el Libertador. Parecía que la enorme lección de la gesta del Perú, impuesta por voluntad de Bolívar contra todas las trabas constitucionales y los malos augurios, tanto de los intelectuales caraqueños como de los escépticos bogotanos, había influido positivamente en su compleja personalidad. Debió pensar entonces que la palabra y la acción del Libertador, su voluntad, ideas y sueños eran una misma cosa. Que era infalible en la guerra y contra los grandes obstáculos; que era realmente "El Hombre de las Dificultades", como él se definía a sí mismo. Que valía la pena estar bajo su sombra, oír atentamente sus predicciones y no oponérsele con el mazo del bufete. Dejemos al mismo Santander mostrar su agradecimiento e inclinación hacia el héroe: "¡Cuántos monumentos deja usted de admiración a los siglos venideros! Cada paso de usted en estos quince años es una obra maestra de la fortuna, de actividad, de genio, de amor a la libertad. ¡Cuánto honor nos resulta a los que hemos sido coetáneos, compañeros y aun amigos de usted! Lea usted en la Gaceta de hoy la brillante función que he dado el día de San Simón. Ésta es la expresión de la amistad y de la más profunda gratitud, no del Vicepresidente de Colombia, sino de FRANCISCO DE P. SANTANDER.

  23. El sentimiento según el cual Bolívar sólo seguía una maldita correría en el sur se había apagado momentáneamente. ¡Qué aurora de vigor y triunfo, tan fugaz, cubrió a Colombia, al mundo! El Congreso abrió sus sesiones el 10 de enero de 1825, según lo prescribía la Constitución. Había senadores de todas las provincias y departamentos, y muchos veían en sus procederes y en el sentimiento que les dominaba, la certeza de ser Colombia digna de la libertad que había conseguido. Mas, existían residuos de las viejas desavenencias provocadas por la oposición de algunos legisladores a las facultades extraordinarias del Libertador, por lo que planteó su renuncia a la Presidencia aduciendo que seguía cansado de que se le llamara "tirano", siéndole imposible convencerlos —a los ingratos— de que su voluntad no era otra cosa que la necesidad imperiosa de asegurar la libertad y la paz de nuestro territorio. Se sabía que la suspensión de estas facultades había influido en su ánimo para dejar el mando. El 8 de febrero se reunió el Congreso para decidir sobre aquella materia. Después de leído el documento de renuncia, "reinó en la sala el más profundo silencio. Corrieron quince minutos sin que ninguno lo rompiera, y luego el presidente del Senado, Luis A. Baralt, llamó a votación: por unanimidad fue negada la admisión de la renuncia. Vivas repetidas al Congreso y al Libertador interrumpieron el silencio majestuoso que hasta entonces había reinado en tan solemne sesión... ¡Pero cuán funesta fue a la gloria del Libertador que no se hubiera permitido realizar su meditado plan de ausentarse de la patria! Su gloria, que había llegado entonces a su apogeo, no se habría menoscabado con los sucesos posteriores". Debemos agregar que aquella apasionada reacción del Congreso era dudosa. ¿Cómo era que tenían que esperar quince minutos para estallar en júbilo? ¿Qué pensamientos negativos contra el Libertador, como se comprobará más tarde, maduraban sus enemigos? Es de creerse que el grito desesperado del Libertador por irse de su tierra, era aplaudido y deseado en el fuero interior de muchos legisladores. Como consecuencia de los triunfos en el Perú, los generales locales, Santander y Páez, casi a un mismo tiempo y con intenciones idénticas aunque no coordinadas, se dieron a la tarea de decir que lo mejor que podía darse para Colombia era que el Libertador se coronara. Muchos brindis, hizo en ese sentido Santander, proclamando entre amigos del Libertador, que éste tenía un secreto político, quién sabe si perverso. Cuando supo que Páez se le adelantaba en tan genial idea, se llenó de un despecho criminal y entonces hizo correr el temor de que el máximo héroe tenía el proyecto de hacerse emperador a espaldas del pueblo y con acuerdo de los venezolanos.

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