La desgracia de llamarse Pedro

Viernes, 13/12/2024 12:21 PM

Entre tantas cruces y cristos

al Cristo verdadero y su Cruz han ocultado

Goethe

Entonces José María Obando (el asesino de Sucre) se hunde en las cavilaciones de sus conflictos pasados: Es una historia muy vieja; se trata de dos comerciantes, hidalgos, llamados Pedro: Pedro Crespo (el abuelo falso de José María Obando, esposo de doña Dionisia de Mosquera y Bonilla) y Pedro Hermenegildo Lemos (el abuelo verdadero, asesino de su abuelo falso). Pedro Lemos está casado con doña Juana María Hurtado y Arboleda. Ambos Pedros son comerciantes, y suelen traer de Jamaica telas de lana, espejos, seda francesa, encajes flamencos, vinos. Se turnan en los viajes: una vez va Lemos, otra Crespo. Lemos sabe divertirse cuando va a la isla: se refocila con inglesitas de medio pelo o "negritas realengas", se ahíta de exquisiteces importadas, bebe buen vino europeo. El otro Pedro parece más ingenuo. Se está urdiendo una conmoción que destrozará para siempre a todo un país. Será un cruce mortal de genes sangrantes que a la postre terminará Colombia la Grande, con el asesinato de Antonio José de Sucre y una interminable guerra y violencias que todavía destroza a la antigua y siempre Nueva Granada.

Los dos Pedros, el Crespo y el Lemos, se hicieron amigos siendo muy jóvenes; lo compartían todo, hasta los sueños y parecían unidos por un extraño sentido de eternidad. Se sentían una misma persona, cada uno una especie de complemento del otro, de la felicidad del otro. Así vivieron hasta que Pedro Lemos casó con doña Juana María Hurtado y Arboleda, lo que fue recibido por el otro Pedro como una afrenta a la amistad. Lemos ya lucía uniforme de Capitán de Milicias, prerrequisito al título nobiliario que buscaba. Hombre de buena presencia y raza gallega: ojos azules, fornido, simpático, arrogante, de fino trato, cabellos rubios (todo un tipo de prestancia y carácter que habrá de heredar su nieto José María Obando). Pronto Lemos comenzó a tener hijos, en los tres primeros años de su matrimonio le nacieron dos. El otro Pedro era más sereno; estuvo algún tiempo dedicado al comercio, y esperando una bella dama para hacer lo mismo que su gran amigo. Pronto encontró una que deslumbró al otro Pedro, que en esto de mujeres se consideraba un extraordinario catador. Se trataba de una mujer que reunía lo mejor de lo español que se había asentado en Popayán: doña Dionisia de Mosquera y Bonilla. La boda se realizó el 12 de enero de 1761. Tenía veintiséis años doña Dionisia, y a poco de casarse concibe un precioso niño al que llaman Mariano. Ambos Pedros viven en casas separadas apenas por dos cuadras. Se visitan, hacen paseos por el campo, son socios en varios negocios y apuestan por hacer de sus hijos herederos de una cuantiosa fortuna y con respetables títulos nobiliarios.

Pero un día le toca a don Pedro Crespo hacer el viaje de turno a Jamaica, dejando como protector de su mujer y de sus bienes a Lemos. Parte Crespo, luego de un mes de ajetreos preparando su largo itinerario que comprende pasar por las montañas de Paniquitá y Totoró, el páramo de Guanacas, luego Neiva, después tomar un champán, río Magdalena abajo hasta Cartagena y de allí el salto a Jamaica por el feroz mar Caribe. Lemos le acompaña hasta el paso de Cauca, le da un abrazo y aparenta estar triste. Crespo no sabe por qué le acosa un horrible presentimiento. Es de esos presentimientos que acaban diluyéndose en la nada cuando de tanto revolverse en la cabeza tórnanse banales y necios. Hay algo en la mirada en Lemos, hay algo en sus gestos, como una ansiedad contenida, como un secreto que no desea compartir con nadie. Pedro Crespo a lo largo de todo su camino, en el primer uso de la remuda de las bestias, estuvo tentado a devolverse. Algo le escuece dentro. Tonterías. Siempre se dirá que sus temores son tonterías. Sandeces.

El otro viene a lo suyo. Tendrá suficiente tiempo para arreglar y atender las cosas de su amigo. Visita a doña Dionisia, quien atiende a solas a Mariano; los esclavos están en sus faenas: se despide con un abrazo y un leve beso en la mejilla. Lemos la encuentra más hermosa que ayer, no sabe por qué la siente más hermosa que ayer, que siempre. La tentación. Tiene él mucho tiempo para hacer lo que le corroe el alma y en realidad poco tiempo. La pobre Dionisia no puede ver nada malo en un hombre que quiere tanto a su marido y que siempre ha hecho por él toda clase de sacrificios. Ha pasado ya un mes, y una tarde él se le acerca, y al saludarle se enreda con el brillo de sus ojos. Tampoco sucede nada malo. Se ha entregado, y aquello para Lemos es un delirio que lo desquicia. No sabe en fin por qué aquello era inevitable: Lo hacen dos, tres o cuatro veces. Ya no serán nunca más los mismos. Cuando se apartan no saben que no podrán ser nunca más los mismos. Dionisia no se pregunta nada, porque de momento todo le parece natural, aunque Lemos esté casado y ya tenga tres hijos. Y ella sea muy amiga de doña Juana María, la esposa de su amante.

Lemos después de aquella primera entrega vuelve a casa como si nada en el mundo hubiese pasado. Abraza a su mujer, besa a sus hijos, trabaja arduamente en el campo. Hace juramentos de que no volverá a hacerlo. Que ha cometido una torpeza, que todo se resolverá sin problemas. Eso lo ha pensado por la tarde, pero ya por la noche considera otra cosa. Aquella mujer le ha llegado muy hondo. Está inquieto. Le duele que esté sola. Siente pena por ella, y considera que su sentimiento es puro, generoso, cristiano. Al día siguiente la vorágine le abrasa y cada vez que se adentra en su vórtice cree que sobrarán caminos por los cuales corregir el mal.

Crujen los comentarios y chismes; ya él no le importa nada; a ella tampoco. Un día Lemos le lleva a un baile en La Ladera, sirviéndole él como chaperón, y doña Juana María descubre allí el abismo insondable en el cual ha caído su marido. No ha hecho nada que lo delate, pero mujer es mujer, y lo ha visto todo en los ojos de la otra. Se desatan los abatimientos que guarda sólo para ella. Pobre Pedro. Pobre Pedros.

Echados en la cama, consideran los mil y un modos de salir del otro: rezan juntos para que se descalabre el otro; piensan hasta en ardides para matarle en el camino. Para envenenarle.

Llega un día carta de que Crespo vuelve, es cuando ambos leyéndola reconocen que también les unirá el crimen.

Y el hombre llega y se le recibe igual como partió, con una fiesta. Fue un día de 1770, lluvioso y nublado. Ya estarán en casa desembalando todos aquellos equipajes, en los que trae finísimos trajes para ella, que él quiere que se pruebe. No sabe Crespo que esa leve gordura que le nota es porque doña Dionisia está embarazada. Y cuando ya han pasado por todos los preámbulos del recibimiento con amigos y parientes y va a casa, ella se encierra en el cuarto y dice estar indispuesta del estómago, del hígado, de los riñones. El bueno de Crespo, si ha columbrado el tamaño de los cuernos que le han puesto, se entrega a considerar el desastre filosóficamente. Todo es irreparable: ha perdido a su mujer, ha perdido a su amigo y su honra. Quizás el amor a ella lo cure todo: lo importante es que ha vuelto a casa, y en que los negocios le han ido estupendamente. Lo cruel es que la mujer se ha echado a la cama y no quiere salir.

Transcurren algunos días apaciblemente; Crespo sin haberse repuesto del largo viaje, procura poner orden el ritmo de sus negocios. Lo coge la noche, y cuando va a su cama al lado de su mujer, uno de los esclavos que la atiende le dice: "- La ama está mala". Le extraña aquella intromisión del negro. Va Pedro por los pasillos de sus casas sintiendo desconocido aquel lugar en el que ha vivido tantos años. Se acerca a la cama de su mujer y le da la mano. Ella no responde. "-- ¿Entonces, qué me cuentas?" Sigue el silencio. No sabe Pedro si está vivo o está soñando. Le pone él su mano en la cadera, pero aquel bulto arropado no reacciona.

"-- Buenas noche", es lo que escucha, y se echa cansado y se duerme.

Amanece. Ella sigue acostada. Pedro hace café y se le lleva a la cama. Lo deja sobre una mesita. Vuelve a la sala. Se echa a pensar viendo las vacas y a los peones pasar la leche recién ordeñada. Vuelve a sus cuentas con bastante pereza. Comienza a llover. Transcurren las horas, y al mediodía busca la mecedora y se echa a dormir un rato. Allí detrás aparece al fin doña Dionisia, sigilosamente seguida de tres esclavos y su amante Pedro Lemos. Tiene que ser un movimiento violento como ya lo han estudiado: con un cabestro y tomándolo por la punta los amantes, rodeándole el cuello se lo aprietan. El ahogo, el temblor de aquel cuerpo que los esclavos sostienen pronto deja de respirar. Los dos siguen apretando aun cuando lo que queda de Crespo es un cadáver. Se miran Pedro y Dionisia sin decir nada, y sigue el plan. "Que lo cornee el toro", les dicen a los esclavos. Allí al lado y en la vía, contra el muro del convento, bajo un torrencial aguacero, el bruto coloca al cadáver y arrastrando a un toro le dice al animal: "Cógelo. Vamos, cógelo". El animal, claro, no entiende. Otra cosa le decía el esclavo a Crespo: "Apártese amo que el animal lo va a escoñá". Como ninguno de los dos le entiende, va el bruto enfurecido y le arranca al animal la cepa del cuerno. "Ya van a ver cómo se hace lo que la ama ha mandado". Coge la cepa, se acerca al muerto y hace grandes esfuerzos por enterrársela en el pecho. Cumplida su tarea, se retira un poco para apreciar qué tal le ha quedado el muerto colgando del muro como un maniquí desgonzado. Satisfecho, llama a su ama para que vea con qué primor ha cumplido su trabajo, y es cuando entra en acción doña Dionisia con la tercera parte del plan. Comienza a gritar: "¡Lo ha matado!" Los truenos no dejan oír bien y ella desgarrada en llanto quiere vencer con sus gritos la furia de las centellas y de la lluvia; mesándose los cabellos, va sacando de sus casas a los vecinos: "¡Lo ha matado!"

La abuela de Obando exclama con grandes aspavientos: "¡El pobre quería salvar a una mujer del toro, y éste lo ha clavado contra el muro! Dios bendito. Ave María Purísima. ¡Qué desgracia!"

Por la noche arden los cirios alrededor del ataúd y doña Dionisia ha sabido llorar admirable, desconsoladamente. El amante está pálido como el muerto, en un rincón del cuarto. Más palidece cuando escucha que habrá que hacerle una autopsia al cadáver por tratarse de una muerte violenta.

La conclusión es elemental: Pedro Crespo ha muerto estrangulado. Llaman a los esclavos, entre ellos al bruto quien se muestra feliz de poder colaborar con la justicia y lo cuenta todo. Los esclavos son ejecutados y sus cuerpos descuartizados como manda la ley; a los amantes no se les puede prender si antes no se levantan sus fueros y prerrogativas. Entre tanto se da la orden de confiscar los bienes de doña Dionisia y de don Pedro. Cumpliendo con la norma de honor del Siglo de Oro, se ordenó el encierro de doña Dionisia en un convento. Lleva en las entrañas el fruto de su maldición, una maldición que llenará de pavor a la tierra: su culpa horrenda y su amor. "¿Qué hago con esto?", se lleva las manos al vientre. Helada, allí confinada entre piedra y lodo, recibe la noticia de que su amado Pedro Lemos ha declarado ante el notario que ella es la única culpable de cuanto ha sucedido; que él es inocente. Una monja le pone la mano en el hombro y le dice: "- Resignación. Resignación, hija. De allí, vendrá el ser que se vengue de todo". Ella no podía entender de qué venganza se trataba; si esa venganza era contra Lemos, contra el mundo.

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