Los hijos e hijas de las putas
Apoyados en Cervantes, quien lo utiliza reiteradamente como insulto, y lo pone en labios de Don Quijote, la humanidad en su conjunto, pues, lamentablemente, hijo de puntas se dice en casi todos los idiomas, comete una de las atrocidades colectivas más abyectas y más naturalizadas, más de todos los días, más de como si tal cosa.
Guiados por el sospechoso principio, mucho más extendido de lo que creeríamos, de acuerdo al cual "lo que haga yo está bien hecho, porque lo hice yo", nos licitamos, nos facultamos, para pisotear los derechos humanos de tanta gente que, si nos diéramos cuenta por un momento, se nos caería la cara de vergüenza.
Sin ser una maldad particularmente grave, basta un motorizado que se atraviese, un policía matraqueando en una alcabala, alguien que pretende colearse, construimos como insulto un conjunto de tres palabras, hijo de puta, hija de puta, poseedoras de una extraordinaria fuerza expresiva que termina desembocando en un concepto: Hijoe'putada.
Los mecanismos que operan para eso, revelan la obvia naturaleza del lenguaje.
Jamás insultaríamos a alguien llamándolo hijo de putañero. Lo cual es muy extraño pues, para que hubiera puta, tendría necesariamente que haber habido putañero, y por más que nos cueste reconocerlo, mientras que puta es, presuntamente, de acuerdo a este lenguaje, mujer que práctica la prostitución, y a este hecho de orden económico, en el que una mujer comercia con su cuerpo, se le atribuye la mayor degradación posible de la condición humana, en ciertos ámbitos y espacios sociales, putañero puede llegar a ser motivo de orgullo.
Neutro lo que se dice neutro, el lenguaje ciertamente no lo es.
Pero la maldad no hace sino comenzar. El insulto termina no siendo “puta”. El insulto que construimos es todavía más horrendo. Expresión de un odio oscuro que requeriría mayor atención de nuestra parte. Lo más degradante, lo más insultante, lo más hiriente no es ser puta.
Lo peor de lo peor, a lo más bajo que se puede llegar es ser hijo o hija de puta. Esto es, nos atrevemos arbitraria y abusivamente, a hacer de hijos e hijas corresponsales, herederos y expresión viva de la presunta “perversión” de sus madres.
Nunca insultaríamos a alguien llamándolo hijo de genocida, y eso que los hay por centenares, pues, muy correctamente, no atribuiríamos a esos hijos e hijas la condición genocida de su padre. En cambio, con las putas no pasa así. Primero las conceptualizamos como lo más miserable que se puede ser, y luego hacemos obligatoriamente a su descendencia de esa misma condición.
Para decirlo en corto: Es mucho con demasiado.
Su expresión más dolorosa, a mi juicio, es cuando, por necesidad fisiológica, estamos insultando a alguien tan insultable como Benjamín Netanyahu, y le decimos genocida, verdugo de la más cruel y sangrienta limpieza étnica, y todavía pensamos que no lo hemos zaherido suficientemente y entonces nos desahogamos y decimos: Benjamín Netanyahu asesino, genocida, hijo de puta.
Ese es el lugar del alma que está mal. En el que tenemos que escarbar para llegar a lo más profundo.
Resulta que las hijas y los hijos de las putas existen, que caminan por la calle, que van a los preescolares y a las universidades, que juegan fútbol, que se casan, que se juntan, que tienen hijos. A quienes agredimos gratuitamente cuando le decimos a alguien, para insultarlo, hijo de puta.
Ojalá que este pestilente abuso sexual continuado quede para gentes como el presidente de Argentina, Javier Milei quien solaza su corazón cuando grita por televisión: "zurdos de mierda, hijos de las remil putas"
Caracas, 19 de diciembre de 2024