9 de junio de 2019.-
Seymour Hersh es una máquina. Dos semanas después de su 82 cumpleaños, a mediados de abril, concertamos una cita telefónica para un viernes a las 9 de la mañana, aunque normalmente juega al tenis a esa hora. Lo más probable –me dice– es que mande al tenis al carajo: no tiene tiempo, está metido en una historia importante. Cuando, el viernes en cuestión, abro mi correo electrónico a primera hora, encuentro una nota de Hersh enviada a las 4 de la madrugada. Se ha levantado temprano; estar inmerso en una investigación –escribe– siempre le pone los nervios a tope. Pero –agrega– intenta no hacer ruido porque tiene "miedo, un miedo mortal" de despertar a su esposa.
Hersh, cuyo libro de memorias, Reportero, sale con Península en junio, es una leyenda viva del periodismo de investigación. En noviembre de 1969, sacó la primicia de la masacre de My Lai. (Después de una odisea detectivesca de varios meses, logró hablar con William Calley, un primer teniente de 26 años acusado de haber asesinado a más de cien civiles en Vietnam). La pieza le valió un Premio Pulitzer. En 2004, en el New Yorker,Hersh reveló cómo un grupo de soldados estadounidenses había torturado a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib.
En los años 70 y 80, Hersh se convirtió en uno de los críticos más temidos del gobierno norteamericano, particularmente en temas de seguridad nacional. Se ha especializado en el uso de fuentes internas –muchas veces, funcionarios jubilados– que suele cultivar durante muchos años. Sus piezas más recientes han sido especialmente controvertidas: han cuestionado los relatos oficiales del gobierno norteamericano sobre los ataques con gas sarín en Siria y el asesinato de Osama bin Laden. (Según sus críticos, Hersh se dejó embaucar por el presidente sirio Assad; otros creen que se fía demasiado de un puñado de filtradores). El pasado mes de enero, la London Review of Books publicó un reportaje de casi 6.000 palabras sobre las operaciones secretas que en los años de la presidencia de Reagan dirigía el entonces vicepresidente George H.W. Bush.
Seymour Hersh —Sy para sus amigos— nació en 1937 en el West Side de Chicago. Sus padres, inmigrantes judíos lituanos, llevaban una tintorería en un barrio pobre afroamericano. Cuando tenía 15 años, su padre enfermó de cáncer y Sy se hizo cargo del negocio durante varios años. En 1959, terminada una carrera de Historia en la Universidad de Chicago, entró como copista en el City News Bureau de Chicago. Cuatro años más tarde, se unió a la Associated Press, mudándose poco después a Washington, DC, donde aún vive. En 1968, trabajó brevemente como secretario de prensa de Eugene McCarthy en las primarias en las que McCarthy se postuló contra Johnson como candidato demócrata antiguerra.
Luego, Hersh se fue a Vietnam para cubrir la guerra como reportero freelance; acabó contratado por el New York Times. En los 70, fue clave en los descubrimientos del Watergate. Horas después de los ataques de 11 de septiembre de 2001, recibió una llamada de David Remnick, director del New Yorker. "No recuerdo las palabras exactas de David", escribe Hersh en Reportero, "pero el mensaje fue simple: ‘Dedícate en exclusiva a la historia más importante de tu carrera’". Desde entonces, ha trabajado sobre Oriente Medio.
Hersh es conocido por su mal genio, el extremo cuidado con que comprueba sus datos (adora a sus fact checkers, a los que tiene locos) y su ostentosa falta de cuidado a la hora de vestirse. Habla rápido, desviándose constantemente del tema. Cada minuto o dos, suelta una carcajada entre divertida y sarcástica. Lo que también suelta son tacos, a montones. ("Lo siento", dice después de 45 minutos de blasfemia constante. "Lo hago sin querer. Suele pasarme cuando hablo de periodismo").
Es común que sus reportajes contengan menos información de la que usted tiene en el momento de escribirlos. ¿Por qué se cohíbe?
Si no revelo todo lo que sé, es para proteger a mis fuentes internas. No hay otro motivo. En el último reportaje que hice para la London Review, por ejemplo, no pude sacar todo lo que sabía. Estos temas siempre ponen muy incómodos a los servicios secretos.
¿Cómo se asegura de que el gobierno no pueda identificar a sus informantes?
No utilizo Signal ni ningún otro tipo de comunicación cifrada, porque solo llamaría la atención. Así que me limito simplemente al Gmail. De todos modos, gracias al Patriot Act, el gobierno está enterado de todos mis contactos telefónicos. Eso significa que, cuando decido llamar a una persona dentro de la administración, la tendré que llamar tres veces por semana durante el resto de mi vida. Aun así, sabemos que la NSA lo registra absolutamente todo. Es una preocupación constante.
El gobierno de los Estados Unidos ha estado tomando medidas drásticas no solo contra funcionarios que hablen con reporteros sino contra los propios reporteros.
Sí, y Obama lo hizo más que nadie. Su administración se metió durísimamente con James Risen del Times y otros reporteros por negarse a identificar a sus fuentes.
El subtítulo de la traducción al español de su libro reza: Memorias del último gran periodista americano. ¿Representa usted el fin de una era? En su libro, afirma que es cada vez más difícil hacer el tipo de trabajo periodístico a que se ha dedicado durante toda su vida. ¿Esto se debe en parte a esta creciente represión legal?
No. Es todo cuestión de dinero. Los periódicos no tienen los fondos que solían tener. Mira, las historias difíciles no lo son solo porque sean caras. En la Associated Press, en el New York Times y en el New Yorker, yo escribía historias que les complicaban la vida a los directores. En los tres, mi trabajo consistía básicamente en entrar a la redacción con una rata muerta llena de piojos, depositarla en el escritorio del director y decirle: "Voy a escribir algo que el gobierno va a odiar. Me llamarán mentiroso. Tendrás que trabajar duro para comprobar todo lo que diga. Va a haber gastos, porque voy a tener que moverme mucho. Y aun así, puede que no funcione. Aunque te cueste cincuenta mil dólares en vuelos y hoteles, es posible que regrese con las manos vacías. Pero incluso si te consigo una historia que valga, habrá abogados que te griten y suscriptores que se den de baja".
MI TRABAJO CONSISTÍA EN ENTRAR A LA REDACCIÓN CON UNA RATA MUERTA LLENA DE PIOJOS, DEPOSITARLA EN EL ESCRITORIO DEL DIRECTOR Y DECIRLE: 'VOY A ESCRIBIR ALGO QUE EL GOBIERNO VA A ODIAR'
Contar este tipo de historias se ha hecho aún más difícil de lo que solía ser. Ese, para mí, es el verdadero problema. En este momento, cualquiera podría escribir una historia sobre Trump y Rusia. Pero si observas detenidamente lo que ha dicho Mueller –y no lo que la prensa quiere creer que ha dicho– está claro que no hay caso en el tema de la conspiración. ¿De verdad crees que los rusos estaban interesados en la mierda de los correos sin encriptar de John Podesta? No me jodas. Aquello es cosa de aficionados; no necesitas al GRU ruso para hacerte con esos correos. Sin mencionar que es de locos acusar a Trump de conspiración. ¡Si es incapaz de planificar nada! No olvides que estamos hablando del tipo que despidió a media cúpula del Departamento de Seguridad Nacional sin pensar en quién los reemplazaría.
La obsesión de los demócratas con el tema ruso ya es de chiflados. Ahora se aferran a John Brennan, un ex de la CIA, notorio por difundir desinformación, involucrado en prácticas de tortura, y a Jim Clapper, un peso ligero. Si continúan en esta línea, en lugar de conectar con los votantes de clase trabajadora en Michigan, Ohio y Pennsylvania que quedaron desencantados con Hillary, van a hacer que Trump salga reelegido.
Y los medios les acompañan en la obsesión.
Te diré otro cosa. Los servicios secretos estadounidenses nunca llegaron a la conclusión de que hubiera interferencia rusa. No hubo una National Intelligence Estimate, que es lo que se redacta cuando las diecisiete agencias se ponen de acuerdo sobre algo. Solo el FBI y la CIA, Clapper y Brennan, dijeron que estaban seguros de que Rusia había interferido. La NSA dijo que solo estaba relativamente segura. Son solo 3 agencias de las 17. A eso, sin embargo, la prensa sigue llamándolo una "conclusión de los servicios de inteligencia estadounidenses".
Por supuesto, todo esto no significa que los rusos no lo hicieran. Solo significa que nadie ha podido probarlo. Pero la prensa no quiere escuchar eso. Yo lo que haría es darle la vuelta a la historia y centrarme en el contenido de esos correos electrónicos. ¿Quién estaba jodiendo de verdad con el proceso electoral? La filtración reveló cómo los demócratas intentaron joder a Sanders para que no acabara nominado. Eso sí que es algo que merece que nos mosqueemos. Por otra parte, tampoco nos hacía falta esa filtración para saber lo que se estaba cociendo.
¿Qué mueve a los medios?
Es sencillo. Escribir cosas negativas sobre Trump equivale a dinero: lectores. El New York Times ha sumado quinientos mil nuevos suscriptores en línea desde que Trump fue elegido. Por supuesto, al centrarse en los tuits de Trump, se meten a jugar en la pocilga del presidente. Pero es un negocio.
AL CENTRARSE EN LOS TUITS DE TRUMP, LOS MEDIOS SE METEN A JUGAR EN LA POCILGA DEL PRESIDENTE
Mira la portada del Times de esta mañana, el 19 de abril. El titular principal dice: "El informe de Mueller evidencia los contactos rusos y el esfuerzo frenético de Trump para frustrar la investigación". El de una de las dos piezas más abajo pone: "No hay acusación de conspiración criminal ni de obstrucción". Ahora, la noticia principal, diría yo, es que no le acusen de colusión, ¿no? Aquí está el titular de la otra pieza: "Cultura del caos en la Oval Office". Vale. Pero, dime, ¿cuántos libros hemos visto ya sobre ese tema? ¿Ocho? Y todos, pan caliente. El libro de Woodward vendió dos millones de ejemplares. Allí hay un mercado, y ese mercado impulsa las noticias porque los periódicos necesitan el dinero.
Usted ha dicho que la prensa ha perdido la credibilidad que tenía cuando trabajaba para el New York Times en los años setenta.
Cuando comencé a escribir desde Vietnam para el Times, el periódico tenía la suficiente credibilidad para que mi opinión crítica sobre Washington tuviera peso. Me costó mucho conseguir un puesto fijo en el diario porque acababa de trabajar como secretario de prensa en la campaña de Gene McCarthy. Obviamente, yo era un demócrata, y todos pensaban que estaba en contra de la guerra por esa razón. Pero les dije que el mío no era un juicio político. Cuando cubría el Pentágono, hablé con suficientes oficiales para saber que lo que estaba sucediendo en Vietnam era un asesinato en masa. Y la verdad es que nadie en el gobierno lo escondía. Por eso también pude hacerme con la historia de My Lai. Cuando me llegaron los primeros rumores sobre la matanza, supe instintivamente que era verdad. Llevaba leyendo sobre la guerra desde 1962. Había leído las actas del Tribunal de Russell, que a mediados de los sesenta tenía a soldados rasos testificando sobre lo que estaba sucediendo.
En 1972, el Times comenzó a publicar mis reportajes desde Hanoi. Pero los publicaban al lado de los de otro reportero suyo, que hablaba con los generales, los jefes de personal y el presidente. Por supuesto, mis textos decían exactamente lo contrario de lo que estaba escribiendo el otro. Ahora bien, esa credibilidad el Times la ha perdido. La han vendido al mejor postor. Claro está que ser totalmente hostiles a Trump, como lo son ahora, tiene mucho sentido económico. Y necesitan el dinero porque los ingresos por publicidad se han evaporado. Si mañana compraras el periódico del sábado, ya no verías anuncios de página completa para abrigos o sombreros ni nada por el estilo, como había antes. Todo eso ha desaparecido.
Por supuesto, el Times todavía tiene a muchas personas excelentes trabajando en su redacción. Su cobertura de temas sociales es excelente. Pero cuando se trata de la seguridad nacional, las cosas se les ponen más difíciles. No se atreven. La semana pasada, por ejemplo, la página editorial, que en general es bastante espantosa, celebró la acusación del gobierno contra Julian Assange, diciendo que era bueno que el gobierno no le acusara de espionaje. Pero no vi al Times titubeando a la hora de usar los materiales de Assange cuando los pudo conseguir. Assange es un tipo extraño. Pero pienses lo que pienses sobre él, rindió un auténtico servicio público.
¿Está de acuerdo con algunos colegas prominentes en que el caso contra Assange pone en peligro el tipo de periodismo que practican usted y otros?
No. Porque el gobierno no puede ganar el caso con estos cargos. Claro, si lo llevan a ciertos tribunales, probablemente puedan conseguir que se le impute. Joder, si quisieran, podrían imputar a un caballo: hay un par de jueces muy favorables a los servicios de inteligencia y al gobierno. Pero es una locura imputarlo por animar a Manning a que le pasara información. Para los periodistas, eso es el pan nuestro de cada día.
De acuerdo. Pero entonces, si se le lograra imputar, ese trabajo se volvería mucho más difícil.
Pero no conseguirán hacerlo. No importa cuánto pueda mover el caso un tribunal de distrito. En algún momento entra en juego la Primera Enmienda. Incluso si consiguen que el caso sea procesado, habrá una apelación y acabará en la Corte Suprema. No creo que la Corte, ni siquiera con su composición actual, vaya a fallar que un reportero que empuje a un informante para darle información sea culpable de un delito.
El caso de Assange no es el alfa y la omega del periodismo. Pero el hombre realizó una contribución importante. Hemos podido ver imágenes de muchachos que se divertían disparando a las personas equivocadas en Irak, incluidos dos reporteros. Y tenemos muchos documentos por los que los historiadores futuros, creo, estarán agradecidos.
Pero Assange, ¿es periodista?
Bueno, el periodismo se ha expandido muchísimo en los últimos años, particularmente con la llegada de las noticias televisivas de 24 horas. Hay gente que no hace más que reenviar tuits que ahora se considera periodista. Así que no voy a ponerme quisquilloso con las definiciones. En mi opinión, a Assange ciertamente cabe calificarle de periodista. Las escuelas de periodismo están trabajando muy duro para capacitar a la gente para que use Internet con fines periodísticos, y eso es exactamente lo que hizo Assange.
A JULIAN ASSANGE CABE CALIFICARLE DE PERIODISTA
También el periodismo de los "grandes datos" está muy en auge.
Exacto. Ahí tenemos, sin ir más lejos, el caso de los Papeles de Panamá. ¿Preguntaron esos reporteros si podían usar todos aquellos archivos? Los robaron. Entonces, ¿por qué no les mandan a la cárcel también? Assange hizo lo mismo que hacen esos grupos de periodistas: entrar a un sistema, sacar la información y difundirla.
Hablemos de críticas. El campo periodístico tiene mucha competencia interna. En su libro, escribe, sin embargo: "Siempre presté más atención a la opinión de mis colegas que a los ataques insidiosos de los académicos". ¿Los universitarios no le caemos bien?
En 1997, cuando salió mi libro sobre Kennedy, El lado oscuro de Camelot,dos académicos me lanzaron un duro ataque en la revista Diplomatic History. Los editores me invitaron a responder; me divertí mucho escribiendo una respuesta de 15 páginas.
Entonces, ¿cuál es el problema?
El problema es que los académicos tienen tantos prejuicios como yo, pero al mismo tiempo se creen totalmente infalibles. Los periodistas estamos mucho menos seguros de nosotros mismos. Siempre estamos preocupados por tener todos los datos comprobados. Incluso en mis memorias, en las cinco ediciones del libro que han salido, debo de haber realizado treinta correcciones.
Como periodista, ¿a quién rinde cuentas? Lo pregunto porque parece que siempre ha ido a contracorriente, persiguiendo historias que no interesaban a los demás, o contándolas como nadie más las estaba contando. Esa actitud implica ciertos riesgos. Sus piezas recientes han levantado polémica, también en el gremio.
En los últimos cinco años, se han metido conmigo por lo de Siria y el sarín. Incluso las buenas críticas de mi libro de memorias dicen algo así como: "Parece que se ha vuelto un poco loco, diciendo que Bashar al-Assad no cometió el ataque de sarín y todo lo demás que el gobierno norteamericano nos dice que hizo Assad". (Risas). Claro que es mucho más fácil decir que yo me he vuelto loco que averiguar qué coño sucedió realmente.
Mira, no estoy diciendo que Siria no cometiera los ataques. Ese artículo que escribí, que no pude publicar en Estados Unidos –Remnick en el New Yorker no lo quería– decía que en junio de 2013, el gobierno estadounidense se estaba viniendo arriba porque tenía todo tipo de información sólida que la gendarmería turca estaba pasando la frontera con gases nerviosos fabricados con dos productos básicos, un fertilizante y alcohol, que se pueden usar para una mezcla primitiva llamada "sarín de cocina". Todo lo que hice fue escribir una historia para decir que había dos sospechosos cuando el gobierno solo nos había hablado de uno. Sorprendentemente, el gobierno se salió con la suya. Es frustrante, ¿sabes?, cuando sacas una historia que luego no tiene recorrido. Para mi historia logré hablar con Michael Flynn, pero él habría hablado con cualquier otro periodista.
¿Por qué su reportaje no fue difundido más ampliamente?
Lo que pasa con la prensa, y lo recuerdo de mis días en la redacción, es que solo hay unos pocos reporteros en cada periódico que saben algo sobre seguridad nacional. Cuando trabajaba en el Times, había ocasiones en que un colega en otro periódico sacaba una gran historia y se me pedía que la recogiera. Yo solía responder airado: "¡No recojo las historias de otros!". Los dos tipos buenos del Times, los que realmente tienen fuentes, no van a trabajar a partir de un reportaje mío. Así que las historias no se recogen.
NO EXISTEN LAS HISTORIAS SENSACIONALES. LA COSA ES SABER LO SUFICIENTE PARA QUE, AL CONTARLA, SE VUELVA SENSACIONAL
Por otra parte, mi mundo es ahora un mundo internacional. No se limita al New York Times y al Washington Post. Cuando trabajaba como freelance después del libro de Kennedy, escribiendo para el New Yorker o el Atlantic, llamaba al Times o al Post dos días antes de publicar una historia para ver si querían escribir algo sobre el tema. Eso ya no es necesario. Desde el advenimiento de Internet, no importa si el Wall Street Journal o el New York Times recogen una historia o no. La cuelgas y ya está. Y ese es un cambio tan importante para la gestión de la prensa diaria como la falta de anuncios publicitarios. Hoy, cuando nos compramos el New York Times, ya sabemos cuál es el titular, porque las historias importantes ya las leímos la noche anterior. Los periódicos impresos, creo, habrán desaparecido a diez años vista.
Aun así, a pesar de todo, todavía parece pasárselo muy bien.
Mientras no me pidas que haga un autoanálisis –¡vivo con una psicoanalista!– la respuesta es sí. ¿Disfruto porque me gusta dejar mal a la gente? (Suspira). No es eso. Me crié en lo que mis hijos consideran una situación horrible. A mi padre le pilló un cáncer cuando yo tenía quince años. Me tuve que hacer cargo del negocio en un gueto de Chicago. Sobreviví. Después de eso, ya nada me asustó. Y me las arreglé para obtener una buena educación.
Siempre digo que el buen periodismo consiste en dos cosas. Primero, hay que leer antes de escribir. Segundo, quítate de en medio para dejarle paso a la puta historia. No existen las historias sensacionales. La cosa es saber lo suficiente para que, al contarla, se vuelva sensacional.
Hablando de historias sensacionales, supongo que no puede decirme nada on the record sobre la pieza en la que está trabajando…
Claro que no. Solo te diré que, en cierto modo, esta pieza continúa mi trabajo sobre My Lai. Va a cambiar la forma en que la gente piensa sobre cómo libramos las guerras. Es posible que no pueda obtener todo lo que quiero para realizar un documental. Eso es más difícil de hacer. Pero la historia ya la tengo.
O sea, lo sigue pasando pipa.
La mayoría de la gente es muy feliz siendo un caballito que sabe solo un truquito. Aquí me tienes haciendo el mío.
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AUTOR
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Sebastiaan Faber