El festín de los leales

Sábado, 03/09/2022 12:54 PM

Las recientes denuncias de Tarek el Aisami contra el presidente de PDVSA, ministro del Petróleo y mano derecha de Chávez en asuntos petroleros y económicos, Rafael Ramírez, por un lado, y por el otro, los señalamientos del mismo Ramírez contra los familiares de Cilia Flores y, por extensión, el puñado de dirigentes que encabezan hoy el gobierno (Valderrama afirma que son cinco), si fuesen vistos por un extraterrestre, servirían de evidencias para sostener que ninguno de los dos "bandos" merece gobernar un país.

El mismo visitante del espacio se preguntaría por el papel de quien ambas partes reconocían como "líder máximo" ¿No sabía nada? Y si lo sabía ¿entonces fue cómplice? ¿O será que no podía hacer nada? Hay otras posibilidades más complicadas. Apreciar el rol del "Comandante" en esas circunstancias remite a un debate que se parece mucho a aquel famoso dilema sobre la bondad y la omnipotencia de Dios, a propósito de la existencia del Mal: si este existe, es porque es aceptado, con lo cual se muestra que Dios, o no es completamente Bueno, porque acepta o ha creado el Mal, o no es completamente poderoso, porque le permite ser y actuar.

Una pista para dilucidar ese misterioso papel del Comandante de ambos bandos, hoy enfrentados a propósito de varios miles de millones, es su "teoría de liderazgo". La explicó una vez en alguna de esas interminables cadenas, a propósito de una frase, una palabra, que alguien asomó en un "encuentro de intelectuales" que todavía se hacían en Venezuela antes de terminar la primera década del siglo XXI.

El neologismo ante el cual reaccionó Chávez (y Maduro también, aunque con mucha menos amabilidad y amplitud; sin ninguna diplomacia, el entonces canciller simplemente llamó "habladores de paja" a los despreciados intelectuales) fue el de "hiperliderazgo". El término se refería a la presencia decisiva del gran líder en todas partes, en todas las determinaciones, a cualquier nivel. Esto significaba que todas las decisiones importantes del país, terminaban por estar en sus manos. En otras palabras, aludía a una concentración de poder en manos de una sola persona que, además, era alabado como calificado en todos los terrenos. O sea, hablar de "hiperliderazgo" era un tratamiento cariñoso, suave, considerado, todo un eufemismo, para evitar decir que el hombre era un autócrata, en la más clásica de las definiciones de la filosofía política.

Chávez optó, como buen político (lo cual nadie negar), por explicar, y no simplemente insultar, que él aplicaba una teoría del liderazgo según la cual, entre la calificación y la lealtad de sus colaboradores, aunque él idealmente quisiera que el candidato reuniera ambas cualidades, si no era posible, prefería la lealtad, porque, igual, el tipo podía aprender sobre la marcha las funciones de su cargo. Entonces, en ese marco, el líder (el comandante mismo) prefería la lealtad. Dicho de otra manera: no importaba si el tipo era un inepto; bastaba con que fuese leal y subordinado. Ello hacía que el líder supliera las posibles faltas de competencia de los funcionarios, tomando las decisiones y diseñando las políticas que fueran necesarias. Al final, Chávez confirmaba que había acumulado muchas funciones (o poderes) en su persona. Y, además, esa era su concepción. Toda una justificación de la autocracia.

Aun así, encargarse de todo era una emulación a los atributos divinos de omnisciencia y omnipotencia. Era un sueño o un delirio inviable. Así, el Comandante se rodeó de un puñado de colaboradores en el cual depositó su confianza. Oportunidades para probar esa lealtad, hubo muchas. Quizás la más importante, el 11 de abril de 2002. En este sentido, está pendiente una labor de historiador. Escribir un libro que se titule "Todos los hombres (y mujeres) del Comandante", al estilo de aquel memorable texto "Todos los hombres del Führer" de Ferrán Gallego, sobre el cogollo del Partido Nazi, que emulaba el título de aquella película "Todos los hombres del Presidente" acerca del escándalo Watergate. Esa historia de los colaboradores de Chávez tendría como hitos los grupos conspiradores de la década de los 80 en las Fuerzas Armadas, después los visitantes en la prisión de Yare, luego los gabinetes sucesivos, los "asesores" destacados, como el inolvidable Luís Miquilena y José Vicente Rangel. Otro capítulo estaría centrado en las purgas, en vida del Comandante, y especialmente a partir de las presidencias de Maduro.

Ahí, en esa historia de las purgas sucesivas, se contextualizaría bien este episodio típico, que la jerga del análisis político periodístico denomina "encendido de ventiladores". Efectivamente, el hedor es intenso. Tanto como las sumas en juego. Nunca antes se había robado tanto del erario público. En esto, la Quinta República, dejó muy atrás a las anteriores repúblicas. Miles de millones de dólares ¡Uf! Un limpio es un extraterrestre en ese mundo.

Una posible explicación de esta presunta ignorancia o impotencia del Comandante, ante la astronómica robadera por parte de sus leales, es que él era humano, simplemente humano, quizás demasiado humano. Es posible que lo supiera todo, pero que no pudiera hacer nada. Que estuviese atrapado entre la complejidad de la gestión del Estado, el rol de líder revolucionario (que es una función muy diferente y hasta contraria al primero), su enfermedad, sus limitaciones naturales y humanas (se decía que no dormía, que su día tenía mucho más de 24 horas). Pero sobre todo, sus lealtades. Se sentía obligado a pagar a aquellos que lo habían acompañado a través de tantas y tantas circunstancias, quizás no con demasiada habilidad y competencia, pero sí con una lealtad y obediencia perruna. O al menos, eso parecía. Además, si ellos no son, entonces ¿quiénes?

Aquí podría caber un arranque lírico acerca de la soledad del iluminado. Tal vez. Chávez evidentemente cambió su autopercepción, su visión de sí mismo, cuando supo de su enfermedad y se percató de que, tal vez, a la postre, era tan mortal como cualquiera. Que la única inmortalidad a la que podía aspirar era la que garantizaría la acción mitificadora de una organización fundida en un Estado. Que debía desempeñar el papel del héroe, y se entregó a su actuación. Las cosas de diario, el "sucio dinero", era cuestión de sus leales. Quedaba darse todo a la pose del visionario. Ya no había tiempo ni energía para controlarlo todo, menos al festín de los "leales".

Otras hipótesis complementarían esta presunción. Que a la dirigencia cubana le conviniera un liderazgo más que otro. Que todos ellos, los "leales", fueran un "nido de alacranes", ocupados en complicadas y oscuras conspiraciones y pugnas palaciegas, como los describió una vez un alto e inteligente oficial. Que la única opción era esperar a que la pugna de fracciones diera para cobrar alguno de aquellos delitos, como efectivamente está ocurriendo. Claro que, a estas alturas, ya la tarea está hecha, la evacuación está hecha: todas las fracciones quedaron manchadas en esta lluvia de inmundicia. No hay hueso sano que salvar. El cáncer hizo metástasis.

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