José Jiménez el Pollo de Orichuna

Viernes, 14/06/2019 08:36 AM

Una tarde antes del fallecimiento de mi compadre del alma, el cantor y contrapunteador José Jiménez, El Pollo de Orichuna, le comentaba al colega profesor Antonio Núñez, ayudándolo a preparar la tierra para sembrar frijoles y maíz, que he tenido por suerte conocer y disfrutar la amistad de grandes cultores de nuestro folklore nacional. Como la raíz paterna del colega profesor Núñez adviene de la isla de Margarita, nos centramos en el cantor Francisco Mata, en el inolvidable Chelías Villarroel y en nuestro admirado mandolinista Alberto "Beto" Valderrama Patiño.

Después de hablar largo sobre jotas, malagueñas, sabana blanca, fulías y galerones, que él remedaba con un viejo cuatro de infancia y una guitarra de herencia, pasamos a los cronistas insulares, don Jesús Manuel Subero, Felipe Natera Wanderlinder, José Joaquín Salazar Franco "Cheguaco" y Ángel Félix Gómez. Con todo ellos animé la palabra humilde, traté de absorber sabiduría popular, memoria colectiva, sentir de sus pueblos, amor a sus cantos, defensa de su raigambre, sentimiento de pertenencia y permanencia, gracia y humor para el cuento o la invención, salud del espíritu en la holgura del ingenio, y todas esas maravillas que la vida matiza cuando se antepone el amor por lo que nos pertenece, sin mezquindad ni falsía.

También le refería al colega Antonio Núñez los encuentros amistosos con otros margariteños, pero del campo de las letras, de la poesía, del verbo que traspone su sentido en metáforas de papel y viento, como son los casos específicos de Luis Beltrán Prieto Figueroa (el Maestro, a quien sólo traté dos veces, durante mi adolescencia), Rosauro Rosa Acosta y Efraín Subero. Mención aparte hice del poeta Gustavo Pereira, con quien he disfrutado amistad, estudio y camaradería más allá de las luchas académicas, existenciales y combativas.

Le refería al colega Antonio Núñez que los margariteños tienen en la piel esa huella del mar, de la sal, de la tierra, de la insularidad, como si fuera ese su propio testamento, su herencia para recibir y para dar, su visión y su mirada, su sangre y su germinación, aún en aquellos que ya se han ido; porque sus nombres baten las olas, los botes, el humor, el recuerdo y la alegría en un estarse, en un no irse nunca, que los hace más entrañables en la ausencia.

Dentro de esa nombradura, a pocas horas de su viaje al infinito, le refería al colega profesor Antonio Núñez algunos nombres de músicos y copleros del llano venezolano. Por tratarse de alguien que vivió muchos años en la isla de Margarita, con mucha discreción, casi en el absoluto silencio, le referí el caso de mi compadre querido José Jiménez, El Pollo de Orichuna. No se imaginaba mi alma que en menos de treinta horas su imborrable vida cerraría la puerta después de tantos sacrificios, de tantos esfuerzos de buena voluntad, para lograr el milagro de trasplantarle un riñón en enero de 2011.

Casi una década estuvimos él y yo agarrados de las manos para no desatender las diálisis que él se hacía en el hospital Luis Ortega de Porlamar, tres veces a la semana, cuidándolo como el que más, a veces a duras penas y con limitaciones obvias, porque mi casa estaba en La Asunción y mi compadre José Jiménez vivía a las afueras de Juangriego, más cercano a Los Hatos de Altagracia que a la ciudad de los lindos atardeceres. Las crisis de fiebre, la falta de transporte, de alimentos para su estricta dieta, las deficiencias de su humilde casa, entre otras limitaciones, constituyeron duras pruebas para sobreponerse al declive de la salud. Sin embargo, resistimos.

Un día le propuse la idea de hacerle un homenaje en Pariaguán, en esa amable encrucijada que une al estado Anzoátegui con el estado Guárico, para recabar fondos en la perspectiva de un eventual trasplante en el Hospital Militar de Caracas. Hicimos las llamadas de rigor, desde Reynaldo Armas para abajo, y obtuvimos un sí genérico que nos confirmaba ese cariño sin fin, esa admiración y ese respeto que supo ganarse siempre mi compadre José Jiménez, El Pollo de Orichuna; echando versos improvisados durante no menos de cincuenta años, como el más ducho de los contrapunteadores de Venezuela en las décadas setenta y ochenta. Igualmente, le dieron nombradía incuestionable la recreación y pervivencia en el tiempo, de las leyendas de "La Sayona" y de "Federico y Mandinga", entre otras leyendas salidas de su talento ingenioso, de su inteligencia asombrosa, de su relampagueante creatividad, de su galante decir, de su humor purísimo. Por suerte, ese radio maratón lo hicimos en el Parque Ferial de Pariaguán, con modesto afiche patrocinado desde Margarita por El Caney de Felo y El Reino de Musipán, gracias a la cortesía y afecto solidario de Félix Romero "Felo", y mi hermano Luis Olivo, gerente general del parque der Conde der Guácharo.

Ese evento fue determinante para la salud de mi compadre. Recuerdo, entre otros copleros, a Euclides Leal (con quien sostuvimos larga conversa), a Ignacio Rondón (quien regresaba de Puerto Ordaz de algún evento), Alejandro Rondón, el pollo del patio, a Rubén Gamarra, gran talento de la copla criolla; y a Reynaldo Armas, que aunque no cantó, brindó el necesario calor profesional y el abrazo sempiterno que mantuvo en todo momento y lugar para quien fue su mentor de adolescencia, en sus comienzos, toda vez que Reynaldo Armas se dio a conocer como cantante de la mano de El Pollo de Orichuna, José Jiménez, haciéndole la antesala en escenarios y hatos, ferias de pueblos y festivales. Esa es la hermandad que prodiga este ejercicio de creación, de identidad y de sentimientos llamado joropo y llano. Debo destacar, igualmente, el apoyo económico que en ese momento le brindaron a mi compadre querido, los señores Iván Núñez y José Soto.

De regreso a la isla de Margarita nos detuvimos a comer unas cachapas (contraviniendo en parte su estricta dieta) en San Mateo y planificamos el viaje inmediato a Caracas para los trámites del trasplante. En los sucesivo todo quedó en manos del cantautor Cristóbal Jiménez, su hermano del alma, quien le contrató una pensión donde un regente español, quien también le brindó afecto solidario durante dos años, hasta que finalmente se pudo realizar el trasplante.

Durante estos últimos ocho años mantuvimos comunicación semanal y asistimos juntos a algunos parrandos en el oriente del país; a pesar de que se había radicado en Barinas, luego de la separación de la esposa que se quedó en Margarita. Barinas le brindó cobijo y amor, junto a una de sus hermanas e infinitos amigos. Y fue en Barinas, en el hospital Dr. Luis Razetti, que se nos fue nuestro hermano mayor, este miércoles pasado, 12 de junio de 2019, a las 8:35 pm. Una infección en el riñón, y un cálculo renal, le estaban afectando desde hacía dos meses y medio; y se le imposibilitaba el acceso al tratamiento anti rechazo, no sólo por la escases actual de medicamentos y la dificultad de buscarlos en Caracas cuando éstos llegaban al país, sino por el costo del mismo cuando había que procurárselo desde Colombia. Entre una cosa y otra su salud declinó y nos quedó el dolor de sembrarlo, creo yo, antes de tiempo. Pudo vivir muchos años más.

Pocas personas en la vida han visto mis ojos con la tranquilidad, la paciencia, la cordura, la dignidad y la inquebrantable entereza moral de mi compadre José Jiménez, El Pollo de Orichuna. Nunca se le oyó una obscenidad ni reflejó enojo o resentimiento. Tampoco articuló jamás palabra enconosa u ofensiva, subida de tono o con matices de animadversión. No habló mal de nadie. No le quitó nada a nadie. Su rectitud fue ejemplar y aceptaba de buena manera lo improbable y celebraba con una sonrisa espléndida toda alegría y toda grata noticia. Solía decirme: "Bueno compadre, no vamos a desesperar. Vamos a esperar". Fueron muchas sus lecciones, y en sus canciones queda un repertorio invaluable que, como el de don Dámaso Figueredo, tendremos que rescatar y resguardar al lado del Carrao de Palamerito, Luis Losada "El Cubiro", Eneas Perdomo, y tantos y tantos más de nuestros grandes baluartes.

Compadre querido, donde quieras que estés, recibe mis bendiciones y mis abrazos de toda la vida. Fue un honor ayudarte en toda hora y lugar, y te quedas en mi corazón para siempre. No tengo noticias recientes de mi ahijada, pero supongo que la dejaste en Barinas, porque la más pequeña se quedó en Margarita; pero por allá o por acá extenderé mis brazos para ayudarlas a ellas también, porque recuerdo la vez que hablamos en el Hospital Militar y me dijiste estas palabras: "Compadre, yo me conformo con vivir diez años más después del trasplante para ver a mis hijas crecer. Están muy pequeñas". No fueron diez pero fueron ocho años los que sobreviste, y el deseo se cumplió. Descansé en paz. Dios me lo cuide en la eternidad y no dejé de armar parrandas en el cielo junto a Manuel Bandres, Pablo César Rondón, Carlos Guevara, José Gregorio Romero (El Mandinga de la copla), José Medina, Sexagésimo… y tantos y tantos copleros inolvidables que sabrás llevar de la mano en un contrapunteo relancino que no tenga noche y que no tenga día para parar los arpegios.

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