Se me cayó la cédula

Domingo, 22/09/2019 06:52 PM

SE ME FUE LA IDEA


Decía Voltaire que no sabía de dónde venían las ideas. Mucho menos debía saber dónde se van cuando uno las tiene en la punta de la lengua y escapan antes de que haya sido posible prontuariarlas. Uno podría pensar que escapan las ideas bobas, banales, necias, los lugares comunes, las faltas de originalidad, pero mirando el excesivo número de éstas que permanecen en la mente comprenderá que quedan fijas hasta convertirse en obsesiones, principios o paradigmas. Las que se fugan son las brillantes, porque uno jamás las encuentra cuando las necesita, cuando quiere quedar bien en una controversia o sea un intercambio de insultos. Allá van las ideas escapadas sin papeles, indocumentadas, cursando las clandestinidades de la informalidad o los caminos verdes de lo ilegítimo. Dicen unos que se reúnen en cumbes o rochelas, como esclavos fugados; otros que se esconden en el subconsciente para tomar el mundo por asalto disfrazadas de sueños.
Progresivamente el mundo se divide entre campamentos de ideas luminosas cuyo brillo no percibe nadie y mentes vacías que han dejado escapar sus iluminaciones. Quería yo en este párrafo resolver el enigma del mundo y no me vinieron más que algunos recuerdos que no por antiguos dejan de ser triviales.

DE TODO, COMO EN QUINCALLA

Ya casi no existen las quincallas, aquellas tienditas por lo regular situadas en la sala de una casa, donde había de todo, como en quincalla. La quincalla era una especie de juguetería para señoras y para señoritas, donde aguardaban las ilusiones y las fruslerías: cintas de todos los colores y agujas y dedales de todos los tamaños.
Había botones de todos los tipos menos el que se necesitaba para reponer el que se había caído. También broches engastados en cartulina como en perenne espera de poder abrochar algún trapo. Se encontraban abanicos capaces de impartir la frescura que nunca supo el aire acondicionado. Pero para los niños se manifestaba como juguetería sin juguetes, con todas las cajas de lápices de colores olorosos a madera nueva, sus frascos de cola con aroma de mucílago, sus compases como agujas renegadas que jamás remendarían nada, sus cuadernos que incluían en la contratapa las tablas matemáticas que nunca nos aprendimos y por qué no, todas las variedades de papeles de colores para hacer las tareas. A veces asomaba una cajita de acuarela con unos pinceles pésimos como brochas hechos para desalentar las vocaciones artísticas. Las reglas con su rectitud implacable estaban esperándonos para medirnos con su vara y declarar que no dábamos la talla. Como prisioneras estaban las fruslerías dentro de las cajas de vidrio de los aparadores, pero las mercancías más modestas estaban recatadas en cajitas, a veces con una muestra cosida de la tapa de cartón. Todo en la quincalla era frágil, pensado para acompañar la transición de una señorita antañona a viejecita o la de un niño de escolar con uniforme a doctor encorbatado e hipertenso. Nunca se encontró en la quincalla el peine para calvos ni el espejo para feos que les permitiera no verse. Lo más hermoso de todo era un gato gordo que complementaba la apacibilidad de la quincalla pero como era la mascota de la dueña no estaba a la venta.

TORTAS

No sé dónde iría a parar finalmente el aparatoso volumen de El Libro de Doña Petrona, con sus fotografías de platos aparatosos a los que el blanco y negro hacía aparecer como de luto. Cada vez que un pariente o un conocido se bautizaban o cumplían años o se casaban aparecía algún emparentado por la casa a solicitarle a mamá como un deber de solidaridad la torta correspondiente. La confundían con un intelectual, el único que trabaja para todos por nada. Allí sacaba mamá de no sé dónde los moldes redondos para los pasteles y comenzaba para los niños la fiesta de batir la mezcla de harina, levadura, azúcar y huevos hasta que se disolvían los grumos y llegaba el momento de encender el horno a kerosén y verter la mezcla para dos y hasta tres pisos redondos según la solemnidad y prepotencia de la celebración, y para los niños el instante de saborear los restos de pasta dulce de las ollas. Lo que era apenas la introducción al arte verdadero. Tampoco sé dónde conseguía mamá los mantelitos redondos de papel con bordes recortados como de encaje para entronizar la redondez del pastel, ni tampoco en qué sitio guardaba el surtido de inyectadoras de metal y de elaboradas boquillas para moldear el nevado, que también había que batir a base de clara de huevo y nevazúcar hasta que llegaba el momento de colorear con tinturas de agua que venían en tubitos de plomo y daban el tono apropiado de los pétalos de rosa, de las verdes hojitas de las flores, del azul de las columnas que circundaba los hemisferios apastelados. Maravillados veíamos surgir de las manos de mamá una arquitectura barroca multicolor, constelada de plateadas grajeas, rica en guirnaldas, lazos y guilindajos comestibles tan bellos que resultaba casi irrespetuoso pensar en devorarlos. Era la arquitectura de la felicidad. Como siempre era para otros, debíamos contentarnos con los restos del nevado que habíamos batido. Nunca recuerdo que nos invitaran a aquellas rumbosas celebraciones para las cuales partía la torta por el zaguán llevada en alto como un santo en procesión con destino a algún automóvil estacionado. Era entonces el momento de lavar moldes, cucharones, inyectadoras, con la esperanza de encontrar todavía algún resto del nevado. Días después venía el comentario de mamá: "Ni siquiera devolvieron la bandeja".


WHAT IS IT ALL ABOUT

Desde el remoto nacimiento tratas de averiguar de qué se trata todo lo vivido. Espléndida es la existencia como para pensar que no tenga pies ni cabeza, abrumadora la sumatoria de trivialidades como para separarlas de las trascendencias, persistentes los recuerdos como para creer que se borrarán; inoportuna la muerte que llegará sin que hayamos resuelto nada, qué pensar de todo esto o mejor no pensar nada.

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