Una sensación dolorosa y triste recorre Pedregal, y mucho más allá, en las fronteras de Pedregal con Caracas, y más allá en la frontera de Caracas con Barlovento. Ramón Antonio Delgado, el Palmero Mayor, ya no podrá pasear por las calles de Chacao, ni viajar a la casa que imaginaba, ni volver a la hacienda San Felipe. Deja el cuerpo y escapa de nuevo hacia los remotos territorios del Ávila donde está Dios. A ese gran hombre que ayer vi, le dedico esta crónica de su propia vida de guardián de la montaña.
Ramón Antonio Delgado me enseña el sitio donde sembraron en Caracas la primera mata de café. Es la famosa historia del extremeño José Antonio García Mohedano, el sabio y elocuente cura de San José de Chacao que se empeña en cultivar café junto a Bartolomé Blandín y a Pedro de Sojo. Cincuenta mil matas de café, y de Chacao a La Guaira, y de La Guaira a Cádiz. En el lugar de la cosecha, aparecerá luego un campo de golf. Allí quedaba la frontera entre Pedregal y Caracas. Chacao era nada más que un casco, me cuenta Ramón. Lo que es hoy Altamira le decían Los Dolores, y lo que es La Castellana le decían San Felipe, y lo que es Campo Alegre le decían Pan Sembra. Todo era haciendas. Bello Campo y La Floresta era haciendas, y Ramón me nombra a los Sosa Sosibais y a los Sosa Rodríguez, los ricos dueños de famosas haciendas. Extensos cañaverales y cultivos y zafras y alambiques. Me habla emocionado y se ríe y me enseña sus grandes ojos claros y brillantes, unos ojos diferentes a los de los demás.
EL DÍA QUE DESCUBRIÓ EL ÁVILA
Ramón fija la mirada en el recuerdo y trae a la memoria el lejano Viernes del Concilio, cuando se encontró con los palmeros, y con la palma real, y con el frío y con la niebla y pudo subir a los bosques silencios. Asombrado todavía, me dibuja todo el recorrido, todo el escenario de la noche y su desdoblamiento en palmero. Su primera vez. Tendría 10 años y ya no estaba en el poder Juan Vicente Gómez. Gobernaba el país Isaías Medina Angarita, y él se acuerda, claro que se acuerda. No pudo completar el mandato. Se atraviesa Marcos Pérez Jiménez, que nació en Michelena. En Miraflores seguían los andinos, me dice Ramón. Puros tachirenses. Nombra a López Contreras, de Queniquea, y a Juan Vicente Gómez, de la Mulera y a Cipriano Castro, de Capacho, y a Medina Angarita, de San Cristóbal. Se acuerda también de lo que oía en su tiempo de niño sobre la guerra y los ataques de Alemania a Venezuela. Era la Segunda Guerra Mundial y asoma el nombre de Benito Mussolini, y hace bromas y se vuelve a reír. Se llamaba Benito como tú, me va diciendo. Envidio su memoria.
Esa primera vez que Ramón Antonio Delgado subió al Ávila, asegura que la noche era azul, y tenía estrellas de otras épocas, y era puro asombro con la presencia de las palmas que pudo imaginar gigantescas. Después de frotarse las manos sintió el olor de la pésjua, luego el sabor de la hoja de la pésjua en el café hirviente. Se trataba de un rito. Aroma mentolada de la pésjua que servía para espantar el frío y sanar la garganta y evitar el pasmo, y convivir con la montaña nublada. Me duele el corazón, me dice. El recuerdo de su padre le abruma. Esa primera vez que Ramón Antonio Delgado subió al Ávila, sintió también los azotes de su madre. Se escapó porque quiso, porque soñaba ser palmero, porque era su día de felicidad, porque quería sentir el chapoteo líquido de la montaña, y envolverse en la palma y destacar, como tuvo el privilegio de hacerlo a lo largo de la vida. Era su misión. Tenía un año de nacido cuando Domingo Delgado le abandonó junto a la madre Elena Gil. Nunca más volvería el padre al hogar. Nunca más. El mayor de los hermanos que asume su crianza se llamaba Antonio Gil. Ramón me cuenta con orgullo que su abuelo y su abuela eran isleños, canarios y gallegos que compraron una cuadra de Chacao. En esa época eran labriegos, tenían bueyes y sembraban, y nunca dejaron la costumbre de rezar por las noches.
Ese encuentro que sostuve con Ramón a sus ochenta años no fue el último. Fue uno de tantos, desde que me entregue a la causa de los Palmeros de Chacao. Era un Domingo de Ramos, y todavía no pensábamos llevar a la Unesco el Programa biocultural para la salvaguardia de la tradición de la Palma Bendita. Fuimos al Ávila de nuevo, y desfilamos por las calles de Caracas con las palmas, y saludamos a todos los palmeros, y le pedimos permiso para hacer fotos detenidamente, mientras cumplían con sus oráculos. Era un Domingo 29 de marzo del 2015, y Ramón estaba acompañado por su inseparable esposa, quien asegura que las costumbres en su época juvenil eran una verdad al pie de la letra. Se respiraba aire puro. La Semana Santa era una Semana Santa auténtica, y se ayunaba el viernes por la muerte de Jesús, y se comía solo pescado, y aquel día nadie se bañaba, sabiendo creer en Dios. Luego seguían las procesiones y las misas, y la espera del Sábado de Resurrección hacia la medianoche.
LA INFANCIA DE ANTONIA GARCÍA EN PEDREGAL
Antonia García, quien también tiene unos ojos grandes y hermosos, habla con mayor fluidez que Ramón. Me cuenta que vivía en Pedregal con el abuelo Ángel y la abuela Juana. El abuelo Ángel era el que picaba las piedras en Pedregal. Zumbaba los barrenos a las cinco de la madrugada, después de gritar ¡Barreno, barreno, barreno!, para que todo Pedregal supiera que venía la explosión y que las familias debían resguardarse en sus casas. Picar piedras, esa era su forma de vivir. Las calles de Pedregal, alumbradas con lámpara de kerosene eran de piedra y tierra, y escobas de monte para limpiarlas. Eran paso de caballos y carretas y mulas. Quienes vendieron sus casas en Pedregal, después no lograron comprar en otro sitio de Caracas. Antonia siempre fue heredera de un pedacito de Pedregal, porque los abuelos de Pedregal tenían muchos terrenos donde ahora está su propia calle. Todo era de ellos, me dice y me nombra la casa antigua con la sala enorme donde se bailaba cada treinta y uno de diciembre para recibir el nuevo año. El abuelo Angelito era el mejor guitarrista de la época. Entre la entrada de La Castellana y el Country Club, donde está Pedregal, vino al mundo Antonia García entre las manos de una partera en la casa grande de bahareque, y se acuerda que muchas veces no podía dormir por los ruidos extraños. La primera noche que los escucho le pregunta a su madre ¿Qué es eso?, y la madre responde: Es un tigre que viene bajando por la montaña. Era lo que no la dejaba dormir. No había casi luz, y apenas se alumbraban con farolitos de kerosene. Así tuvo seis hijos con Ramón: Migdalia, Aiskel, Argenis, Ramón, Richard y Maigualida.
Ramón toma la palabra de nuevo. Se le viene a la cabeza la manera de sofocar los incendios en el Ávila, y los viajes que hacía en mula hacia Petare, y el recuerdo de un jinete llamado Pavo Real. Pavo Real, que ya murió, tenía por costumbre tomar ron con los caballos. Paraba un caballo de mano, sobre sus dos piernas traseras, y así duraba un rato. Era una proeza que todos admiraban, porque Pavo Real era el mejor de los jinetes, pero le gustaba el aguardiente y las fiestas. Paseaba por los bares donde podía brindar con su caballo. Había un bar llamado Aquí me quedo y otro bar llamado Casino. Los dos en Chacao. Cuando me habla de Chacao, Ramón recuerda que de Pedregal a Chacao se llegaba por un largo camino de tierra, La Limonera, el camino de tierra y de carretas y de mulas. Ramón de nuevo trae a su memoria la casa donde nació, y se persigna, y me dice que por sus abuelos españoles se rezaba mucho en las noches, y se hacían rosarios. Dios conmigo, yo con él, Dios adelante y yo atrás. Su madre Elena, que era excesivamente católica le obligaba a rezar. Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche de día, ni en la hora de mi muerte ni en la hora de agonía. Jesús, José y María, el corazón te entrego y el alma mía. Se adoraba a San Bartolomé, que es patrón de la Gran Canaria y de otras cien ciudades de España, y San Bartolomé le decía que durmiera tranquilo, y que se despertara cuando quisiera, que no le tuviera miedo a las pesadillas y él le compuso esta oración ¡En esta cama me acuesto, y los Ángeles me acompañan desde el cielo!
Ramón Antonio Delgado falleció en la ciudad de Caracas, el día sábado 17 de abril del 2021 a la edad de 87 años.
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