Capitalino se sienta bajo la sombra de un árbol de lilacs mientras sale el próximo carro del lavado automático, su trabajo es secar los automóviles con una toalla húmeda. Apenas son las tres de la tarde, trabaja doce horas diarias, de siete de la mañana a siete de la noche, de lunes a domingo, labor que lleva realizando veintiún años. El aroma de las lilacs en primavera lo hace viajar en el tiempo, aunque no es una flor que crece en su natal cantón La Magdalena, Chalchuapa, Santa Ana, El Salvador, este lo lleva a su infancia y al recuerdo del jardín de su madre lleno de flores y hierbas aromáticas. Ese árbol de lilacs es para Capitalino un refugio no sólo para los días de sol, sino también para su alma.
Tiene reumas en las manos debido al cambio de temperatura constante y de las toallas que usa en el trabajo, en invierno está con temperaturas bajo cero y las toallas a punto de congelación le entumen las manos, en verano el calor es insoportable y el sudor le escurre en todo el cuerpo, pero con todo y todo piensa Capitalino que está mejor ahí incluso siendo indocumentado que trabajando en el corte de caña como creció. Porque en el corte de caña, recuerda que era tratado peor que un animal de carga, ahí se le molieron los brazos y la espalda de tanto trabajar encorvado cortando las varas con machete. Los tercios se los echaba sobre los hombros y las tunas le zanjearon la piel.
No es beneficiario del Estatus de Protección Temporal que da Estados Unidos a salvadoreños porque cuando entró de indocumentado por el lado del río Bravo lo agarró la migra y le dieron cita para ir a corte y por temor él nunca fue y no pudo arreglar su situación legal en el país. Tampoco conduce para que no lo pare la policía y se percate que tiene una cita pendiente en la corte y lo deporten. Por eso siempre maneja bicicleta, sin importar el clima. Total, Capitalino no tiene vida, él va de su casa al trabajo y del trabajo a la casa. Renta en el sótano de una casa con 13 hombres más, todos indocumentados, duerme en donde encuentre espacio cuando llega de trabajar y no tiene más pertenencias que un colchón y cuatro mudas de ropa.
Capitalino no es un hombre común, los pétalos de las flores los compara con los labios de los hombres que quisiera besar y de los que se ha enamorado en silencio. En su cantón siempre tuvo que actuar, fingir ser otra persona, desde niño y eso profundizó su timidez. Hasta que el amor le llegó sin avisar y se enamoró perdidamente de otro trabajador de la finca, que cuando Capitalino se armó de valor y tímidamente se acercó y rozó su mano una tarde que se bañaban todos en el río, este lo molió a puñetazos y lo humilló frente a los demás. Al enterarse, su familia lo echó de su casa. Después de pensar en suicidarse Capitalino decidió emigrar, entonces se fue sin dinero y sin coyote, un tractorista de la finca lo recomendó con los traileros que llevaban la caña a distintos puntos del país y estos los recomendaron con otros y así llegó a la frontera con Estados Unidos.
Tiene 44 años y nunca ha besado la boca de un hombre, los compañeros del trabajo le dicen que si está loco o qué, porque acaricia con tanta delicadeza los pétalos de las flores, pero no saben que para Capitalino esos pétalos son la única ternura que ha tenido en su vida.
Capitalino también ahí tiene que fingir ser quien no es, porque no tiene ni el estatus social, ni la economía y porque está marcado por el estigma. Porque quién en su sano juicio quisiera besar los labios de un limpiador de carros, indocumentado. Eso, Capitalino sólo se lo ha confesado a los pétalos de las lilacs con los que conversa en primavera, confía plenamente porque sabe que ellas jamás lo delatarían, porque las flores no tienen la maldad ni los prejuicios de la humanidad.