La Librería Historia ha bajado su santamaría. Centenares de títulos sobre la historiografía venezolana y latinoamericana, entre ellos, tal vez, valiosos incunables, han dicho adiós a Jonás Castellanos, librero imprescindible. Otrora guerrillero que se debatió en la efervescencia de su juventud en las huestes de Tirofijo (Manuel Marulanda Vélez), al sur de Tolima en Colombia; y, luego, años más tarde, en los Humocaros entre los estados Lara, Portuguesa y Trujillo en Venezuela, bajo la égida del Comandante Carache (Argimiro Gabaldón).
Jonás era un anónimo en la metrópoli caraqueña para centenares de sus clientes en aquel local de la esquina de Sociedad, en el pasaje Humboldt (cerca de la plaza Bolívar de Caracas) repleto de libros, que solo él y su hermano Luis tenían ordenados en sus memorias. Resultaba por demás emblemática la imagen de cuerpo entero de Gabriel García Márquez ubicada a la entrada de la librería, como si el autor de Cien años de soledad estuviese dando la bienvenida a los potenciales compradores de libros.
Para ese diverso número de lectores (profesores, investigadores, estudiantes, lectores habituales de temas históricos, políticos y lo que se conoce como gentes del común) que solía acudir a la Librería Historia, Jonás era solo un excelente librero. Como buen anónimo, pocos conocían su trayectoria política. Esto nos recuerda, aun cuando se trata de escenarios y temas distintos, la anécdota generada por algunos vecinos del profesor Albert Einstein, en Princeton (Nueva Jersey, Estados Unidos), quienes solo sabían del padre de la Ley de la Relatividad, que allí, en esa casa, vivía un viejito que tocaba el violín.
Nelson Rodríguez A.
Periodista, diplomático y escritor
Desde lo alto de una montaña, Jonás observaba, en compañía de Argimiro Gabaldón, comandante del Frente Guerrillero Simón Bolívar, la hermosura vegetal que ofrecían las tonalidades de las hojas y flores de los árboles del piedemonte larense.
Al amanecer, bañados por los rayos solares del sol de los venados, sentados sobre una inmensa piedra, olfatearon el aroma a mojito de huevos, chicharrón, ají y caraotas aliñadas con bastante cilantro. Olores que el aire arrastraba con el humito que emergía de los fogones de las cocinas de las viviendas de los campesinos, e iba esparciendo a través de ese fascinante mundo de los caminos del viento.
Gabaldón le preguntó a Castellanos:
—¿No se te hace agua la boca, Jonás...?
—Claro que sí, Comandante —le respondí, porque la verdad era que se me aguó la boca—, rememoraba Jonás, en el marco de una amplia entrevista que sostuvimos con él para un libro que escribíamos hace varios años y que titulamos Anónimos de la guerrilla en Venezuela.
Cuando se está en la montaña, los recuerdos afloran con especial sensibilidad. Por lo general, esas imágenes del subconsciente se asocian o se confrontan con la experiencia que uno va adquiriendo en la vida como guerrillero. Se recuerda a la familia, a los amigos; a veces aparecen en la película imaginaria fotogramas con escenas intrascendentes, como la del señor de la esquina que vendía periódicos, o como la de aquella señora que todos los días, al salir para la Universidad, nos la topábamos en el ascensor cuando llevaba a su perrito para que hiciera cacas en el jardín del edificio.
Se recuerdan cosas que parecían insignificantes en nuestra cotidianidad, pero que habían quedado grabadas en nuestro subconsciente.
Los sonidos dialectales, por ejemplo, rondan permanentemente en los recuerdos cuando se anduvo por otros países, como le ha debido ocurrir, quizá, a Jonás Castellanos, quien se había trasladado de su pueblo, Santa Ana de Trujillo, para Bogotá a estudiar Derecho. Tiempos después se vinculó a movimientos de izquierda liderados por el Partido Comunista y se incorporó a las FARC en Caquetá bajo la égida de "Tirofijo", Manuel Marulanda Vélez. Luego regresó a Venezuela y se enroló en el Frente Guerrillero Simón Bolívar al mando de "Chimiro", el "Comandante Carache", Argimiro Gabaldón.
Cuando se está de guardia o uno se desplaza en las tareas diarias del guerrillero, ese silencio propio de la montaña y el que por disciplina debe observarse, va cargado de imágenes que de manera retrospectiva nos traen al presente la ciudad que hemos dejado atrás: los olores, la música tan pegajosa que escuchábamos en los autobuses, la voz afónica y nasal del vendedor de frutas y hortalizas que desde sus camiones comunican por sus altavoces a los vecinos las ofertas del día.
Jonás Castellanos fue tomando confianza y poco a poco se fue explayando en la entrevista. Entonces, contó
—En otra de esas ocasiones en las que salimos, porque salíamos a menudo juntos en labores de reconocimiento, él me dijo: "¿Tú como que eres trujillano?". Le respondí: "¿Por qué?". Me dijo: "Por tu forma de hablar". Le respondí que sí y le pregunté: "Y usted, Comandante? Él contestó: "Yo también soy trujillano".
Jonás continuó humedeciendo sus recuerdos. Contó que el Comandante le había preguntado, acto seguido, de qué parte de Trujillo era; a lo que Jonás le respondió: "De Santa Ana". El Comandante meditó un poco y dijo que él conocía allí a una persona de nombre Rafael Ramón Castellanos y a su cuñada, que era maestra en Chabasquén.
Jonás le dijo que ese era su hermano.
—"¡Caramba, no puede ser!", expresó. Y me dijo: "Bueno, para tu conocimiento, so pena de muerte", señalándome con el dedo (parte en serio y parte en broma), "yo soy Argimiro Gabaldón".
Entonces, Jonás supo a quién tenía al frente. Le comentó que conocía a los Gabaldón de Trujillo, que conocía a Joaquín Gabaldón Márquez, a Édgar Gabaldón. Desde ese momento nació entre ambos una bonita amistad. "Él me distinguió con su amistad y confianza y quedamos de acuerdo en que él era Gabaldón y yo Castellanos".
Pero hasta el momento en que lo contó, en medio de nuestra entrevista, que fue insertada en el referido libro, nadie más supo de ese pacto.
Jonás comentó:
—Una vez aparecieron unas pavas y salimos a cazarlas. Argimiro le disparó a una y la peló. Yo tenía un rifle 22 y le hice dos disparos a una distancia más o menos regular, el animal cayó. Entonces él me preguntó: "¿Epa, y esa puntería de dónde la sacaste?" Le expliqué que había estado en la zona del Caquetá en Colombia y allí había agarrado algo de precisión en las prácticas de puntería. Argimiro dijo: "¡Basirruqui! Ahora tienes que andar conmigo para todas partes". Y así, sin una amistad estrecha, pero con confianza sobrentendida, yo andaba con él.
—Cosas veredes, amigo…
Jonás continuó evocando:
Las movilizaciones en la guerrilla se hacían por lo general de noche por cuestiones de seguridad. Una vez, cuando bajábamos por una trocha para cruzar el río Tocuyo y avanzar sobre los Humocaros, recuerdo a un combatiente muy valiente, a quien no he visto más y ojalá esté vivo. Lo había conocido en El Guarataro, en Caracas, en las unidades tácticas de combate, de nombre Daniel Linares Bracho. Tenía su seudónimo, por supuesto. Resulta que cuando íbamos a atravesar el río en una parte que no estaba tan ancha, se sentó para quitarse las botas; yo le dije que no, que avanzara, y respondió que no quería dañar sus botas. Argimiro me hizo una seña y yo monté el fusil. Cuando Linares Bracho escuchó el traqueteo del arma dijo: "¡Coño, por las buenas sí!". Y cruzó el río como los demás.
Seguimos hasta que llegamos a un campamento del MOP (Ministerio de Obras Públicas). Allí incursionamos. Recuerdo que yo cubrí la retaguardia y tenía un dominio casi total del lugar. Dos tipos dispararon con revólveres mientras corrían. Los tenía apuntados, pero pensé: "Estos ya van en retirada, no vale la pena…".
Allí en esa operación, tomamos unos vehículos y avanzamos sobre Humocaros; después los atravesamos en un sector de la carretera para burlar al enemigo y poder llegar a destino. En la toma del pueblo también me tocó comandar la retaguardia. Por cierto, hicieron resistencia, pero poca, porque los cubrimos.
Recuerdo que un hombre saltó con el revólver en la mano. Yo estaba con dos compañeros y lo apunté, pero me di cuenta de que estaba en plena huida. El tercio miraba desesperadamente para todos lados porque no le quedaban cápsulas.
Por cierto, nosotros llegamos calladitos; estaba todo en silencio. Un lugareño salió a la calle y caminaba por una acera alta; miraba como buscando algo, probablemente porque había escuchado algún ruido. Yo estaba con cuatro camaradas y lo tenía en la mira del arma. De repente me vio; entonces, lo amenacé: "Quédese quietecito, ¡quieto ahí!". El hombre, casi llorando, dijo: "¡Ay! ¿Qué pasa?
Era el dueño de un negocio. Nosotros agarramos mercancía y le firmamos unos vales a nombre de la Revolución. Empaquetamos sardinas, papelón, velas... una cantidad de cosas. Después empezó la plomazón, tomamos Humocaros y emprendimos la retirada.
El anecdotario es largo. El tema está sesgado hacia aspectos insurreccionales de los años sesenta, pero ocurre que ese era el objetivo de aquella entrevista larga para aquel libro al cual me referí. Jonás Castellanos, por supuesto, abarcó una prolífica trashumancia, una vida rica en saberes propia de sus contactos con viejos guerrilleros colombianos y escritores venezolanos que se nutrían intelectualmente de la Librería Historia y de las sabias y oportunas sugerencias de títulos de libros que provenían de las repetidas pláticas con este librero amigo.
Claro, Jonás tuvo en Rafael Ramón Castellanos, abogado, diplomático y quien llegó a ocupar el cargo de jefe de la Biblioteca de la Presidencia de la República en Miraflores, el librero mayor de la familia, fundador de la Librería Historia, no solo un hermano sino un maestro y guía de consejos y opiniones acertadas, y oportunas.
Entre el terror y lo humano
En toda obra del hombre por lo general aparece la virtud. Jonás Castellanos no estuvo exento de tales bondades. En medio del peligro que enfrentó su vida siempre se hizo presente esa condición oculta de los sentimientos humanos expresada en el bien. Contó que, como guerrillero, en varias ocasiones había sido detenido por los cuerpos de seguridad del Estado.
En este marco, Jonás narró:
Avanzábamos día y noche, pero nos desplazábamos más que todo de noche [está narrando una estampida en la montaña]; atravesábamos el páramo de Cendé. Íbamos bajando cuando de pronto vimos el humito de las cocinas de unas casas. Dejamos las armas escondidas y nos fuimos a ver el lugar. Allí nos dieron de comer. Con ese cansancio y la comida nos quedamos dormidos. Cuando despertamos teníamos el cañón de un revólver y un cuchillo en el cuello. Los mismos campesinos nos llevaron caminando.
Por cierto, íbamos avanzando, y en el camino veo huellas de unos cascos que se iban escondiendo, así, entre las piedras y digo para mis adentros "Córchale, la tropa". Nos agarraron y nos llevaron para la comisaría de La Concepción de Carache. Allí nos golpearon fuertemente. Me acuerdo que vi una cara que se me medio pareció a un teniente asimilado que nos daba clases de música en el liceo de Trujillo, y le dije: "¡Fulano de tal!". Entonces me respondió: "Ni de vaina; yo no soy", y me dio un culatazo con el arma.
Da la casualidad que el jefe de ahí sí me conocía y le informó a mi familia. Después nos llevaron a Carache. Ahí no nos golpearon, sino simplemente aguantamos lo tedioso de la espera con las manos esposadas y las restricciones propias a las que está sometido un guerrillero preso.
Llegó más tropa, nos metieron en uno de esos camiones especiales de guerra y nos sentaron en la parte de atrás. Claro: esposados.
El tipo que iba adelante al mando del camión lo mandó a parar. Yo pensé que nos iban a liquidar. El hombre vino hacia nosotros y me dijo: "¡Carajo, Jonás! ¡Cómo me echa usted esa tronco de vaina!".
Era mi amigo, el teniente Cristóbal Mendoza, que llegó a coronel. Habíamos estudiado juntos. Me preguntó: "¿Te gustaría fumar?". Me quitaron las esposas y me llevaron un cigarrillo Belmont, que por cierto era la primera vez que lo veía. Conversamos un rato. Seguimos la marcha hasta que llegamos al cuartel de Trujillo. Allí estaba toda la tropa formada. Nos pasaron para un calabozo, esposados. Era Semana Santa. El comandante del cuartel vino con unos insultos, pero después se suavizó un poco.
Luego se corrió la voz de quiénes éramos y hubo un poquito más de consideración. No nos torturaron ni nada. Llegó un periodista no recuerdo el nombre, y nos interrogaron.
Recuerdo que escribía en una máquina rudimentaria, y me dijo: "¡Caramba, Castellanos! Yo conozco a toda su familia". Se trataba de un periodista que trabajaba de manera accidental como secretario de guerra.
Estuvimos ahí unos días. Cuando salimos, estaba toda la tropa formada con bayoneta calada y el comandante nos dijo con cierto tono amigable: "Agradezcan que aquí no los matamos, pero en Caracas no los van a pelar; allí sí los van a raspar".
Al final de ambas columnas de tropa me encontré con Alejandro Sánchez Cortés, que era secretario general de Gobierno, y nos saludamos; pero quien me ayudó mucho fue el doctor Falcón Campíns, esposo de Dora Maldonado; ella también me visitó. Él, cuándo me vio, hizo como que no me conocía. Yo hice lo mismo. Me saludó utilizando elementales normas de disciplina militar, pero después conversó con los altos oficiales y les dio referencias favorables de mi persona.
Bueno, nos trasladaron a Caracas y nos recluyeron en el Sifa [Servicio de Inteligencia de las Fuerzas Armadas]. Allí ocurrió una cosa muy curiosa: nos dejaron en un pasillo largo, con poca luz y solos. A mí me encerraron en un calabocito. En ese pasillo hubo uno que me miró y entonces yo le hice señas para que actuara como si no nos conocíamos. Era de apellido Cedillo, que trabajó bastante tiempo aquí en la Contraloría. Creo que se llamaba Víctor José, muy locuaz, con mucho sentido del humor, muy amigable. Vi a otros que iban llegando.
En mi calabocito me metieron a un italiano casi llorando que me dice:
—Coño, camarada: ¿A qué célula perteneces tú?
Yo le dije:
—¿A qué célula de qué?
—A la célula del partido —insistió él.
—¿Qué partido? —le respondí a secas, con cara de confundido.
—El Partido Comunista —dijo.
—Tú estás equivocado; yo no soy de ningún partido.
Entonces me preguntó si yo sabía jugar ajedrez.
—No mucho, un poquito —le dije.
Sacó un ajedrez hecho en papel como laminado, parecido al que traían las cajas de cigarrillos. Las figuras, como arruinadas, con todas las características de un tipo que llevaba bastante tiempo preso. Nos pusimos a jugar y tratando de tomar confianza me preguntó:
—¿Por qué estás aquí?
—No sé, yo estoy sorprendido…
—Coño, pero te van a torturar…
—Si es que yo no he hecho nada. Ni siquiera sé por qué me tienen aquí.
Seguimos conversando. De pronto se paró, le dio unos golpes a la puerta, abrió un tipo y el italiano dijo: "¡No, chico! A este coño e madre no se le saca nada". Dio un portazo y se fue.
Muy temprano en la mañana me llamó creo que el director o subdirector del Sifa; no sé si era coronel o comandante. De apellido Márquez Áñez. Me preguntó si había desayunado; le respondí que no.
—¿No te provocan unos huevitos fritos con jamón y arepas?
—¡Claro que sí!
Entonces llamó a un soldado y le dio la orden. Cuando el soldado vino con los dos desayunos, él me dijo:
—Si quieres cambiamos de platos, no vayas a pensar que te vamos a envenenar.
Después que desayunamos me dijo:
—Castellanos, yo conozco a tu familia. Lamento que estés aquí. Por lo menos cuenta con mi ayuda.
Después me preguntó:
—¿Y qué tal si salimos por ahí, de noche, nos echamos unos traguitos?
Yo detuve mi respuesta. Luego comentó:
—Yo sé cómo es la disciplina de ustedes. Mejor es que no, porque de repente te fugas y yo me meto en un problema.
Después nos pasaron para el Cuartel San Carlos; de ahí al castillo de El Vigía en La Guaira. Allí se montó el Tribunal y entonces nos leyeron las sentencias. La mía: Castellanos Villegas, Jonás José: Dieciséis años, ocho meses, ocho días y ocho horas…
Jonás Castellanos continuó su viacrucis lidiando con los organismos de seguridad. Gracias a las gestiones familiares, y sobre todo de su hermano Rafael Ramón Castellanos, obtuvo su libertad. Sus luchas no cesaron. Una vez libre, en la calle, se enroló en actividades revolucionarias que tenían su asiento en Ciudad Bolívar donde la guerrilla era fuerte por las condiciones socioeconómicas de la zona.
Nuestro personaje participó allí en una operación en el hospital Ruíz y Páez, de Ciudad Bolívar, que consistía en sacar a un guerrillero que estaba hospitalizado. Se logró liberar al enfermo, pero parte de la unidad, entre los que se encontraba Jonás, cayó detenida porque la ambulancia donde iban a huir no arrancó. El chofer a quien se la quitaron le hizo una trampa y el motor no funcionó. "El enfermo fue rescatado, pero parte de los que lo rescatamos fuimos detenidos. Nos dieron tantos palos que nos dejaron exhaustos", dijo Jonás.
El mundo de las ideas guiaba su horizonte. A pesar de las prisiones y torturas, no cejó en sus intentos por un mejor amanecer. Muchos años después, torció el rumbo y es entonces cuando, precisamente, acaso animado por su hermano Rafael Ramón, se va por el camino de los libros. El fusil adquirió otra dimensión y Jonás, sin claudicar en su visión del mundo y como llegar a él por asalto, se incorporó a la Librería Historia, un proyecto familiar, frente al Capitolio de Caracas.
Por un tiempo, mientras yo ejercía el periodismo, adscrito al diario El Nacional, me convertí en un asiduo visitante de esta librería. Iba todos los días para proveerme de insumos que contribuyeran a mis investigaciones en el campo del diarismo. Por esa vía cultivé con Jonás una importante amistad, que se hizo extensiva a muchos escritores venezolanos de marcado renombre nacional e internacional, quienes de una u otra forma bebían de ese mismo recipiente en sus frecuentes visitas para comprar o consultar los libros de la Librería Historia. Jonás (1937-2024), gustosamente, les tendía a todos su mano amiga y fraterna.
¡Hasta siempre, amigo!