Desperté. Parecía una mañana cualquiera. La rutina comenzó como de costumbre.
Mientras bajaba a desayunar, visualizaba el orden en el que prepararía los alimentos, cuando, al llegar a la cocina, mis planes se vieron interrumpidos al encontrar el piso con agua, misma que seguía fluyendo hacia adentro desde la rendija de la puerta que separa a esta del suelo. La noche anterior había llovido a cántaros.
Al acercarme para mirar a través del vidrio y los barrotes del portón de acero semi oxidado, descubrí sin sorpresa que el patio trasero se había inundado. La coladera mal hecha, sumado a la capa de hojarasca de la planta de maracuyá del vecino, le taparon sus hoyuelos toda vez que, como si fuera una broma, uno de sus frutos flotaba a la deriva como si fuera un barquito de otro mundo… Asumiendo sin dilema la suspensión de mi proyecto culinario inicial, me dispuse a salir por un par de jergas secas que me permitieran guisar sin enlodar, por el contacto continuo entre la mugre de la suela de mis sandalias y el encharcamiento, el espacio a la redonda.
Al salir me recibió un aire fresco propio del otoño. No obstante, saltó a mi vista la imagen del agua cristalina sobre el cemento viejo que, por los años transcurridos y la ausencia de mantenimiento, destacaba por su humedad permanente y el musgo. En realidad, se trata de un pavimento feo, a pesar de lo cual, la impresionante transparencia del líquido, con sus destellos plateados provocados por sus diminutas olas y los rayos del Sol que las tocan, aunado al navío orgánico y sin velero que surcaba su mar, generaron una representación que percibí como hermosa... Entonces, cuando admiraba el encanto inesperado de la efímera estampa, recorriendo con mis ojos sus horizontes, mis percepciones subjetivas se frenaron ante la relatividad apabullante: aferrada a la manguera verde azulado que sobresalía desde los confines superiores del inmenso charco, estaba ella.
Al principio, mantuve el ánimo que me impulsó a salir. Tomé lo que necesitaba y volví a entrar. Empero, la había visto, transformándose la energía interior que me motivaba. Mis actividades se convertían en trivialidades y un hondo juicio comenzó a dirigirme: “No puedo dejarla ahí”. Me di la vuelta y regresé sin siquiera colocar los trapos.
Al situarme entre el límite que separaba la zona inundada de la que no lo estaba, la miré como un objetivo fijo. Sin titubeo, me sumergí caminando a través de la inundación, recibiendo el frío que penetraba por mis pies descalzos. Aunque lejos estaba de la posibilidad, sentía que se congelaban con rapidez, olvidándome de la belleza que había percibido del mismo escenario. Alguien sufría por él.
Pronto llegué a ella. Me agaché. La vi con atención. Estaba viva, ejerciendo su poderío para agarrarse al material de hule. Una de sus alas, de franjas negras y anaranjadas, yacía sumergida, lo que no le permitía, supuse, alzar el vuelo y escapar de la presión de su verdugo. Se aferraba a la vida y yo, como si fuera incapaz de ser indiferente a su pugna desesperada por sobrevivir, no podía abandonarla. Cambiar su situación se convirtió en una aspiración que valía... Así, acerqué mis dedos para tocarla y medir mis posibilidades de levantarla. Pronto descubrí, sin embargo, que era demasiado delicada como para tomarla con ellos sin lastimarla. Debía de encontrar algún instrumento delgado y fino. Regresé y tomé un par de palitos de madera, los cuales, me permitieron recogerla toda vez que le hacía una cuevita con la curva de mi mano para protegerla: estaba mojada, tembleque, su ala chueca y un poco rota, pero viva al igual que yo.
Al entrar de nuevo, fui por un pedazo limpio de papel higiénico con la idea de que, si la ponía sobre de este, sus características le ayudarían a absorber las gotas de su cuerpo y de sus alas con cierta rapidez. Tuve razón: la coloqué y, casi de forma instantánea, el papel comenzó a desvelar una mancha circular de la humedad que le absorbía. Lo cambié un par de veces. El comedor se adornó de un modo peculiar.
Luego de algunos minutos de contemplar su viva quietud, surgió la idea de que lo hecho no bastaría para su recuperación. Por lo tanto, como si fuera una acción automática, tomé una corcholata para llenarla con agua y ubicarla cerca de ella... Ejecutada mi intención, pensé: ¡Oh!, ¡qué tontería!, ¿por qué tendría sed si estuvo rodeada por un océano sin sal? Con todo, en el momento en el que me cuestionaba sobre la pertinencia de mis actos, ella se erguía hacia el cuenquito de aluminio para tomar de su contenido, respondiendo a la pregunta que me inquietaba.
Transcurrido un periodo sin novedad, intuí que dicha bebida no sería suficiente: necesitaba consumir nutrientes y pensé en las flores. Con tal convicción, subí a la terraza en su búsqueda yendo directo a la única fuente que me las daría: una buganvilia que, si bien recuerdo de brácteas color rojo cuando la sembré, con el pasar de las épocas se tornaron hacia un tono rosa intenso, con áreas como lunares de su matiz original... Busqué las más robustas entre sus decenas de florecillas amarillas resguardadas por sus singulares hojas y corté tres. Bajé con ellas y las dispuse como refugio a su alrededor, con la esperanza de que las detectara y pudiera ingerir... Esperé un lapso indeterminado cuando, sin esperarlo, comenzó a moverse acercándose con lentitud pero firme hacia ellas. Dio un pasito y luego el otro; un pasito más y llegó. Se paralizó el tiempo. Estiró su trompa, la insertó y comenzó a extraer el néctar. Sonreí como si hubiese sido testigo de un evento magnífico.
Estuviste en casa durante tres auroras y sus anocheceres. Te saludaba con cada alba. Te puse el sonido de mantras esperando que su capacidad sanadora pudiera ayudarte. Te cambiaba las flores que se marchitaban por entero cada que comías y me sentía feliz de ser tu compañía. Estaba impresionada por ti: como una gran maestra, me mostrabas la voluntad obstinada por la vida. Pequeña y frágil, débil en apariencia, fuerte e implacable en tu valerosa lucha por sobrevivir. ¿Por qué? ¿En dónde estaba el sentido de tu batalla? ¿Para qué resistirte con férrea determinación a lo inevitable? ¿Por qué siendo tan chiquita e irrelevante desde la percepción estrecha, sabías que merecía la pena tu existencia como si el universo se afectara sin ella? ¿Cuánto he de aprender de ti? Dime, ¿qué es lo que no entiendo todavía?
Durante mis reflexiones, llegó el crepúsculo del tercer día. De pronto, extendiste tus alas con magnificencia... Me inmovilicé abrazada por la expectación y la alegría. ¡Sí!, ¡lo lograste!, exclamé. Comenzaste a aletear solemne y elegante en un delicado compás majestuoso. Estabas por alzar el vuelo, ¡lo sabía! De repente, un silencio profundo antecedió a un extraño ruidito que emergió de ti y dijiste: “Ahora sí volaré. Gracias, querida amiga” y detuviste tu danza para siempre con tus alones desplegados hacia el firmamento.
Me entristecí. Te observé sosteniendo la afonía que le siguió a tu muerte. Afligida, me dije: ¡Oh!, pero, ¿quién se entristece por un insecto? ¿Quién lo comprendería? ¿Cuantos tacharían de absurdas mis conductas y emociones y cuántos lugares se abrirían en los manicomios para encadenarme? A pesar de esto, me confieso: no eras una simple mariposa para mis sentidos ni para mi razón. Eras tú, eras yo misma y todo el resto que palpita.
Dejé tu cuerpecito inerte reposar hasta la alborada. Respeté tu sosiego. Te envolví con delicadeza y te sembré en la maceta de la misma buganvilia que te di de comer. Decoré tu morada final con las últimas flores que te alimentaron y, mientras te cubría meditativa con su tierra, te respondí: “No, gracias a ti, amiga mía”.