Son ya demasiados años de enfrentamientos, odios, violencia, ambiciones y politiquería que sólo han traído caos, sufrimiento y destrucción. Si en verdad amamos a Venezuela y queremos acabar con tanto dolor, y emprender el camino del reencuentro, la prosperidad y la paz, debemos empezar a hablar y trabajar por una verdadera reconciliación. La reconciliación supone crítica y autocrítica para reconocer los errores y emprender las rectificaciones necesarias que, dada la profundidad de la crisis, necesariamente tienen que ser duras y dolorosas, lo que va a implicar grandes sacrificios y espíritu generoso.
La reconciliación es un proceso de sanación de una sociedad afectada por años de enfrentamientos, que implica el reconocimiento mutuo de los daños causados, el arrepentimiento y el compromiso de no repetirlos, la reparación de agravios, la superación de los traumas, la creación de nuevas relaciones sociales y un cambio en las percepciones. Por consiguiente, requiere un tránsito desde los sentimientos de desconfianza, hostilidad y odio hacia los de respeto, confianza, solidaridad, participación y desarrollo compartido. Para que la reconciliación tenga plenas posibilidades y se evite el riesgo de volver a la violencia, tiene que estar ligada a la resolución de las causas del conflicto, lo que exige justicia y también perdón.
Cuando se habla de perdón, en la lógica de la no-violencia, siguiendo la tradición de Gandhi y Luther King, nos referimos a un sentimiento complejo que es capaz de sobreponerse a las emociones comprensibles y hasta necesarias de rabia, odio, y deseo de venganza que se suscitan en medio de conflictos atravesados por el maltrato y la violencia; lo que implica una decisión donde se opta por reconocer la humanidad del agresor a pesar de su conducta. Comenzar a hablar de perdón en un contexto como el nuestro, supone cuidado para que no sea utilizado por discursos que favorecen la impunidad, pretenden ignorar la justicia o que invocan una paz que no será posible si no se saldan aspectos sustanciales del pasado.
Es decir, no se puede pedir a las víctimas de la violencia que, en nombre de la reconciliación, perdonen a sus agresores y olviden, para que ahora "todos juntos", entonemos un canto por la paz. Cuando se habla de perdón no se indica que la víctima tenga que hacerse amigo del victimario, sino de la capacidad para experimentar que no vale la pena la venganza ni tampoco alimentar el resentimiento que genera autodestrucción. La acción del perdón no implica ni resignación ni parálisis, pues, como pensaba Gandhi, no hay perdón cuando se hace desde un lugar de sumisión y derrota. Perdonando, la gente tiene derecho a reclamar, a movilizarse y a actuar para transformar las condiciones de opresión e injusticia; sólo que ahora se hace desde la superación del odio y el deseo de venganza, considerando que el adversario es tan humano como cualquier otro y no merece el mismo trato que él da a quienes oprime o violenta, lo cual, también pasa por un clima de justicia que dignifique a las víctimas y permita la reconciliación y la reconstrucción del tejido social.
Perdonar no es decirle a quien nos ha hecho daño: "todo está bien, no pasa nada". Perdonar es un acto que libera el alma de la necesidad de vengarse y de la percepción de sí misma como una víctima. Más que exonerar de culpa a quien ha causado daño, significa liberarnos del dominio que ejerce sobre nuestra mente el hecho de considerarnos víctimas.
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