Otro feminismo. A propósito de mujer y ecología

Viernes, 08/03/2024 04:42 AM

A las mujeres en su día, que son todos los días.

“La razón por la cual no me gusta la moda de los pantalones: es que la mujer camina ahora como un hombre, con el cigarrillo en la boca, las comisuras de los labios vueltas hacia abajo, la frente arrugada; lo mismo que el amo de esta civilización que pisotea a la naturaleza.”

Max Horkheimer: Apuntes. Monte Ávila, pág. 7

 

Se cumple medio siglo de la conferencia de Herbert Marcuse sobre feminismo y marxismo. Allí, el filósofo más emblemático de la revolución cultural del 68 presenta su concepción sobre los aportes efectivamente contraculturales de una determinada manera de comprender el feminismo. Miembro indiscutible de la llamada Escuela de Frankfurt, de la teoría crítica de la sociedad, Marcuse continúa en cierto modo la tradición que sobre el tema abre Marx en los Manuscritos de París de 1844 cuando afirma que la violencia que separa hombre y mujer obedece a la alienación o extrañamiento que se genera en una sociedad basada en la explotación de unos sobre otros. El patriarcalismo puede entenderse como un capítulo del sometimiento que unos pocos ejercen sobre los muchos. Empero, no se trata de una simple línea de continuidad con el maestro nacido en Tréveris, pues la teoría crítica, y especialmente Marcuse, elaboró una muy fina crítica al marxismo en general. Para los frankfurtianos había un problema más de fondo, uno que iba más allá de las relaciones de clase y explotación del capitalismo. Un problema común al capitalismo y a los socialismos realmente existentes, un problema que estaba en la raíz misma del principio de organización de los mismos y de la civilización occidental toda, a saber, el problema de la racionalidad sobre la que se estructuran las formas societales que ha creado occidente.  Es justo en este punto donde emerge la cuestión del feminismo. Veamos.

La racionalidad que sirve de principio de actuación al mundo occidental, tanto al capitalismo como al socialismo, se sustenta en el cálculo de la relación entre medios y fines a partir de criterios de eficacia y eficiencia. De los fines de la acción se juzga su viabilidad. Por ejemplo, si usted me dice que se propone invitarme a un café en el planeta Marte mañana temprano, la racionalidad dice que tal propósito resulta inviable toda vez que no disponemos de medios para satisfacer tal invitación. Quizás el próximo siglo o poco antes, gracias a los avances tecnológicos, podamos hacer un viaje a Marte en un par de horas y tomar café bajo su rosado cielo. Pero hoy eso no es viable. En cambio, si usted me plantea llevar a cabo un genocidio en Gaza la racionalidad juzga que tal fin es viable pues existen los medios para lograrlo. Se calculan los mismos y se establece con toda razón cuáles son los más eficaces y eficientes. Así, los nazis de la solución final llegaron científicamente a las cámaras de gas como el medio más económico, rápido y limpio para exterminar a judíos, gitanos, enfermos mentales, comunistas y demás enemigos de los arios. Fusilarlos era más lento e implicaba gastos de municiones y soldados en tiempos de guerra. Max Horkheimer, siguiendo a Max Weber, bautizó a esta racionalidad de instrumental, de cálculo de medios y fines viables sin entrar en consideraciones de valores éticos, morales, religiosos, estéticos o de otra naturaleza humana, pues juzgar a partir de estos valores limita la racionalidad a los mundos culturales. Lo que es justo para nuestros hermanos wayúu pues no resulta justo para el habitante de la metrópolis caraqueña, mientras que el caraqueño, el wayúu o el chino de la China más recóndita pueden confirmar que las cámaras de gas son más eficientes y eficaces que los fusilamientos si se busca un genocidio. En pocas palabras, la racionalidad instrumental resulta universal, trasciende a las culturas en el sentido en que descansa en cálculos técnicos, matemáticos en gran medida, en tanto que el juicio ético sobre los fines depende del cristal cultural con que se mire la cosa.

El problema con el marxismo para el amigo Marcuse y sus colegas frankfurtianos radica en que la racionalidad con que opera en su concepción del desarrollo de las fuerzas productivas como base para la futura sociedad comunista sucumbe ante la racionalidad instrumental. En efecto, desarrollo de las fuerzas productivas se traduce fácil como desarrollo de las capacidades científico-tecnológicas aplicadas a las formas de organizar el trabajo y dominar la naturaleza. Adolece el marxismo y sus herederos socialistas y comunistas de un pensar ecológico y ético, aunque Marcuse considerará que tras esta crítica quedan aspectos del viejo Marx vigentes para una crítica cultural, especialmente en el marco de sus obras de juventud. Entre esos aspectos, la crítica a la dominación masculina, sólo que en los tiempos que corren hay que repensarla más allá de la dominación de clase y entenderla en el marco de la racionalidad instrumental dominante. 

De este modo, y en el marco histórico posterior a 1968, Marcuse establece un debate entre dos tipos de feminismo. Uno, el hegemónico, orientado hacia la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Otro, al contrario, orientado a combatir el principio masculino dominante feminizando el mundo. Veamos esta cuestión. Lo que ha predominado en las luchas feministas, y ha costado demasiadas vidas de valientes mujeres, ha sido una búsqueda de reconocimiento jurídico de derechos laborales, económicos, sociales y políticos, derechos orientados a la igualdad con los hombres. Así, si los hombres pueden ser generales de cinco estrellas comandando bombardeos de napalm sobre el enemigo, las mujeres han de tener el mismo derecho pues nada impide que lo puedan hacer, máxime en una sociedad postindustrial, altamente tecnologizada, que ya no precisa de la bruta fuerza biológica masculina. Si los hombres pueden manejar ferrocarriles ellas también, si pueden ser presidentes ellas también, y así sucesivamente. Rambo sólo es una reliquia patriarcal de Hollywood. Este reconocimiento igualitario de seguro ha sido necesario. La historia de la mujer ha sido la historia de la exclusión y el sometimiento, una historia que, por cierto, no se enseña en nuestras escuelas. La igualdad se entiende como un capítulo de la supresión de esta historia infame. No obstante, la igualdad no resulta neutra, es siempre igualdad en un marco sociocultural determinado.  Por ello, entra en escena para Marcuse el otro feminismo, uno que cuestiona esta igualdad por operar en el marco de una civilización masculina en el sentido de fundamentada en la agresión, la violencia y depredación de la naturaleza incluida la humana. Una igualdad en este marco no puede resultar sino en la masculinización de la mujer y el triunfo de la ya expuesta racionalidad instrumental destructiva. ¿Qué pasa si invertimos la fórmula? ¿Si feminizamos lo masculino? Marcuse entiende que la representación de lo femenino está asociada con la sensibilidad, las artes, la belleza, el cuidado, el amor, la solidaridad y la protección, con una racionalidad sensual, estética, muy distinta de la instrumental. Si el movimiento feminista reivindica estos valores y racionalidad se vuelve entonces contracultural, auténticamente revolucionario. He allí el otro feminismo, uno que emerge del 68 para apearnos de este mundo opresivo y depredador.

La réplica feminista hegemónica no se hizo esperar. Se le dijo al filósofo que esos valores atribuidos a la mujer eran culturales, históricos y producto del sometimiento, han sido el resultado de cómo el hombre quiso ver a la mujer para tenerla a su disposición, bien bonita y con su vestidito de faralaos. El otro feminismo de Marcuse respondió que si bien todo lo replicado era cierto, no menos cierto era que la representación dominante de la mujer y su racionalidad estética constituían la cara opuesta de la cultura que se expresa en la racionalidad de los genocidios, las bombas de napalm o nucleares, las guerras de invasión y la depredación y destrucción total de la naturaleza. De modo que en la representación masculina de lo femenino se esconde la imagen de un mundo subvertido. Por consiguiente, si el feminismo quiere preservar lo más humano de la humanidad bien haría en orientar las colosales fuerzas de su movimiento a la creación de otro mundo, uno donde prive el juego, las artes, la sensualidad y no la agresión. Promesa hoy objetivamente posible toda vez que la civilización masculina produjo el suficiente desarrollo de las fuerzas productivas, la capacidad técnica y tecnológica, para superar el hambre y la miseria en todo el planeta, para liberar a la humanidad del trabajo, para salir del reino de la necesidad y entrar al reino de la libertad (Marx).

¿Fue esta una discusión comeflor salida de los estertores de 1968 y ya abandonada junto con los viejos hippies que aún sobreviven? Vistas algunas de las propuestas que se hicieron veinte años después en la Conferencia de Beijing (1995), por ejemplo, eliminar de las lenguas el vocablo “madre” por resultar denigrante de las mujeres, pues se podría responder que sí, que es un planteamiento obsoleto. Que la mujer en realidad quiere ser hombre, macho. Empero, en los últimos años el tema resurge. Una gran pensadora, Seyla Benhabib, lo pone de relieve a su manera en la época del cambio climático. Afirma que los valores culturales asociados a la mujer, centrados en el cuidado y la racionalidad estética, urgen hoy más que ayer para la reconstrucción de una ética ecológica, pues, si en algo coinciden el éthos femenino y las necesidades ecológicas de nuestro tiempo es en el cuidado del ser y la superación de un modo civilizatorio que ha aniquilado el planeta del mismo modo que los personajes interpretados por John Wayne exterminaban a tiro limpio a los nativos americanos. 

 
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