La mía ha sido demasiado porfiada ¡Qué vaina con la escuela!

Miércoles, 18/05/2022 03:54 PM

¡La escuela es una vaina! Ella, la de mi casa, la formal, de los amigos y hasta de la ciudad toda donde uno se forma, lo marca para toda la vida. Una vez, en el bachillerato, en la clase de historia, me pidieron analizase uno de los capítulos de "Venezuela Heroica" de Eduardo Blanco, por casualidades de la vida me tocó el capítulo sobre la "Toma de la Casa Fuerte", la del general Freites, Eulalia Buroz o, como realmente se apellidó, Ramos y su esposo el capitán Chamberlain y una verdadera multitud de héroes, la mayoría anónimos como suele suceder. Eso fue en el liceo Antonio José de Sucre, en Cumaná, mi amadísima ciudad natal, siendo mi profesora de la especialidad Fermina Álvarez. Lo de "casualidades de la vida" se explica porque, un buen día, tan bueno, llegue a esta ciudad donde vivo, hace más de cincuenta años, con una bella chica, oriental como yo, con quien me casé y aún andamos en compañía.

En el curso de mi exposición, mis compañeros se rieron de ella, sin disimulo alguno y al final siguieron haciéndolo, pese tuve la ayuda de la profesora, quien a cada momento pedía atención y silencio. Ellos tuvieron razón, pues aquella exposición mía, respondió a las dudas o malas costumbres, también originadas en mi escuela toda, como marcas de fábrica, que siempre me han acompañado en la vida, empezando por la influencia honda que en mí dejó mi padre, muy buena escuela, parte de rica herencia paternal, para no decir la única, porque no dejó nada material, pero sí además lo que uno trae al nacer y a ello habría que agregarle el ambiente casi bucólico en el cual transcurrió mi niñez. La escuela de ellos, de aquellos mis compañeros de aula, esa en la cual estábamos ese día, siendo la misma, al final descubrimos que era sólo una parte de la de ellos y la mía.

Aquella exposición en la clase de historia que tanto hizo reír a mis inolvidables compañeros de aula y de parte de la vida, fue una de historia envuelta en un análisis literario del trabajo de Blanco, con el agregado de mi precario aporte, simple intento de crear que siempre me ha acompañado, aunque nada importante haya logrado pese mi empecinamiento, pues todavía me sigue faltando escuela o, mejor mi escuela, me ha resultado como demasiado grande y todavía me sobran pasillos largos para salir de ella.

Un viejo amigo, maestro de escuela y periodista, solía decirme:

-"¡Coño!, a mí no me gustan las vainas que tu escribes, porque no llamas al pan y al vino, sino te vas por las ramas con un intento de discurso literario que a mí me confunde".

Y agregaba acompañándose de una sonrisa generosa y amable, "Casi nunca te entiendo".

Justamente, esto que me dijo aquel amigo cuando ya yo tenía cuarenta años, fue lo que hice en aquella oportunidad a los catorce o quince. En lugar de limitarme al análisis del hecho histórico o mejor resumir o exponer en mi propio lenguaje la narrativa del escritor, opté por acompañarlo con un discurso como literario, sobre los valores románticos allí contenidos y hasta hablé de la épica y los elementos de esta allí presentes.

Para Blanco, y en eso tuvo mucho de razón, aquello del viejo convento barcelonés, no fue el resultado de un simple asalto de bandoleros con generales españoles al frente, sino la epopeya de un pueblo, porque mucho más que una vanguardia, dispuesto a ser libre e inmolarse por ello. Lo hice así porque esa era mi escuela, como dije al principio, la de mi casa, la formal, de los amigos y hasta la ciudad donde me formé. La de las tertulias nocturnas en las escalinatas de la catedral y en los bancos de la plaza "19 de Abril", donde unos cuantos de nosotros, desde el primer año, nos reuníamos a hablar de tantas cosas, entre las cuales la literatura era uno de los temas predilectos. En susurro hablábamos de política y de la necesidad de salir de aquel gobierno, el de Pérez Jiménez. Y el hablar en susurro, mirando de lado a lado, "no vaya a ser vaina que a uno lo escuche alguien extraño, soplón de la policía o un agente de la policía misma", era un obligado comportamiento de seguridad y supervivencia, porque las dictaduras de verdad no permiten esos desafíos, menos que eso, hablar mal del gobierno, hasta lo hagan por radio y televisión. Al sólo hablar, decir alguna cosa ligera, superficial contra el gobierno, uno corría el riesgo de ir a parar a una cárcel o campo de concentración, sin juicio, fiscales y menos tribunales, ¡hasta quién sabe cuándo! Muchos no regresaban. Y eso mismo pasó cuando Betancourt y Leoni.

Era aquella la misma escuela de los cuentos de velorio, las riquísimas e infinitas invenciones bajo postes de luz mortecina para esperar el llamado de la noche al descanso. Al día siguiente había que volver al aula, que era un volver a aquella escuela, la de unos años antes de aquella de mi exposición, pero que por sus reglas y formalidades era como la misma, pero que, una y otra, sólo eran una parte de ella, porque aprender es un ejercicio permanente, nunca se toma vacaciones ni lo suelta a uno. O para decirlo de otra manera, intentando ser más explícito, uno nunca sale de la escuela; es más grande de lo que uno cree y hasta imagina.

¿Cómo pasar por alto aquella narración donde tropas al mando de generales españoles y las independentistas se peleaban centímetro a centímetro, metro a metro, aquel espacio? ¿Dónde cadáveres caían del segundo piso al suelo de aquello que fue un convento y en la narrativa un enconado campo de batalla? ¿Cómo ignorar a tanta gente que allí se inmoló por cumplir con el deber que envolvían los conceptos de patria, libertad, soberanía mancillados por un poder extraño? Allí había más que la narrativa de un acontecimiento histórico.

Esa escuela que dejó sus huellas profundas en uno, le enseñó la lealtad a los principios y valores más altos; eso sí, hubo que ser cuidadoso y coherente para escoger cada pieza del logo. Nos enseñó a amar al país, a los héroes de la patria, aquellos que lo son sin discusión alguna, como Bolívar y especialmente nuestro paisano "Toñito" Sucre. A ser honestos y casi sacerdotes de la justicia y la verdad. A dar cada vez más y esperar lo indispensable que es como un ejercicio de humildad que lo hace a uno no sobrevalorarse y menos venderse al mejor postor o entrenarse para prácticas infamantes y parasitarias por el oropel que sólo adorna por fuera. A no tasar los principios y valores como si fuesen mercancías y menos confundirnos a uno mismo con ellas. Por eso mismo, poco nos gusta la política, aquella que se practica en el seno de los partidos o movimientos, esos donde prevalece el interés de lograr los fines de ellos o de los hombres que lo componen, sin que eso signifique apego a la verdad.

Las metas es lo que importa, aunque estas se confundan con los intereses personales o particulares de quienes forman aquellas organizaciones. Aquella cosa que llaman disciplina partidista y hasta lealtad, está concebida muchas veces como la negación de la verdad y la justicia. Se espera que el hombre, por ella, por apego a ella, se vea obligado a mentir o, lo que es lo mismo, decir lo contrario de lo que en realidad cree.

¡Son vainas de la escuela! La escuela puede enseñarte a ser mentiroso, deshonesto, oportunista pero puede hacerte algo sustancialmente distinto a eso. Se dice que en veces la justicia y la verdad andan cada uno por su lado y hasta en bandos opuestos. ¡Eso no es cierto! La injusticia está montada siempre sobre una enorme mentira o un cúmulo de ellas. Sucede que si se analiza superficialmente, en veces partiendo de ese simplismo que solemos llamar lugar común, que es como aquel espacio que todos miran, porque es el que miran todos los días, horas, minutos y segundos de su sus vidas, no logramos ver lo que hay allá detrás, escondido entre los arbustos o el polvo intenso, cuajado, que levantó la polvareda, que es polvo y ventolera que el mensaje cotidiano y envolvente lanza sobre todos y logra atrapar y hasta enceguecer a quienes se conforman con oír y repetir sin nunca dudar y menos intentar una respuesta distinta.

Porque la escuela es demasiada amplia y no aquel pequeño rincón donde uno se encierra. La vida, es la mayor escuela, de pasillos interminables, escaleras por todos lados; no aquello de un mirar muy corto y estorbado por muros y toda clase de obstáculos que dan una visión como por cuartitos o de pedazos de ella sin conexión alguna entre una pequeña parte y la otra. Como un oasis cuarteado por las emanaciones de la tierra.

Cuando la política y los negocios se asocian y deja de ser aquella lo que debe ser, una práctica por la justicia y el equilibrio, porque estos deben estar tan unidos como el movimiento de las olas y la pericia del navegante para que la nave avance, la mentira se vuelve dueña, esclavista, de todas las voluntades. En veces, si no casi siempre, la meta que se busca aun siendo ella por sí sola nefasta, busca necesariamente asociarse a la mentira porque es su pasaporte, caldo de cultivo y hasta santo y seña.

¡La escuela es una vaina! Uno es producto de ella. Hay unos y otros. La misma escuela no es siempre la misma de todos. Porque uno suma lo de aquí, de allá y recibe de todos los ríos tributarios. Unos vienen con una carga y otros con otra. Uno los recibe, revuelve, mezcla y al final se afina, se hace uno. Empezamos, estuvimos en la misma escuela, pero también en unas tantas diferentes, como diferente fue la misma escuela en la que estuvimos juntos. En su casa, al lado de él, creció alguien que al final no sólo le fue distinto, mucho más allá de sólo ser su hermano, un yo diferente, sino hasta contrario, tanto como la negación uno del otro. Porque la escuela, es mucho más grande de lo que uno cree, los pasillos muy largos al principio y luego se angostan, para más tarde volver a ser tan largos o más que antes. Y lo peor, no es que ella se limita a enseñar si no que nos pone en actitud de aprender y aprehender y en este proceso, todo aquel bagaje, como si entrase al aparato digestivo, debe ser seleccionado y hasta parte de él apartado por insustancial y en veces venenoso. Y es justamente, en el cumplimiento de esta tarea, donde la escuela se bifurca. Pero sigue siendo la escuela. Sucede que siempre cada hombre y eso es quizás lo bello de la vida, es distinto y por eso, hasta selecciona de acuerdo a procedimientos, gustos y sensibilidad muy particulares.

La escuela es pues la vida toda, amplia como el universo mismo y en ella se encuentra de todo, de distintos colores y gustos para que uno haga sus combinaciones.

Ahora, no sé si tu escuela y la mía son la misma. Creo que sí. Sólo que allí hablan y hacen tantos, que uno le pone atención a unos y otros a otros. A estos les escuchaste atentamente y hasta tomaste nota de cuanto dijeron y fijaste bien cuanto hicieron. Él se tomó en serio a otros, los mismos que ignoraste a tu paso. Y uno y el otro, él y yo, somos distintos. ¡La escuela es una vaina!

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