Las revoluciones, decía Walter Benjamín, sólo construyen el futuro cuando son capaces de recrear el pasado y lo liberan de algún maleficio histórico. Todas las revoluciones democráticas han reinventado lo acontecido dándole nuevos énfasis, ensalzando como héroes a figuras antaño rechazadas, mandando a la cárcel de la historia a nuevos sentenciados, haciendo de una gesta, de una batalla, de un sacrificio razón anticipada del nuevo rumbo. La tradición, contra todo pronóstico, se empeña en representar siempre como algo inmemorialmente nuevo.
No es lo mismo celebrar la toma de la Bastilla, la derrota del nazismo o la gloria de la resistencia que poner el nombre de calles p plazas a dictadores o a psicópatas. No es igual hacer día nacional un día de victoria contra un enemigo que quiso invadir tu país que celebrar una gesta de conquista sobre otros pueblos.
El dictador Mussolini ofreció a Alcide De Gasperi, quien sería secretario general de la Democracia Cristiana (en ese momento era el líder parlamentario del Partido Popular Italiano), y a Antonio Gramsci, Secretario General del Partido Comunista Italiano, firmar una carta desdiciéndose de sus ideas y celebrando el gobierno del Duce. El democristiano acabó firmando, logrando la libertad y desempeñándose laboralmente en la Biblioteca Vaticana durante la dictadura. El comunista, no lo hizo. Sólo recuperaría la libertad una década después, cuando ya estaba gravemente enfermo y meses antes de morir. La Iglesia católica está considerando la beatificación de De Gasperi. Stalin se desentendió de cualquier apoyo para lograr la liberación de Gramsci. Enterrado en Roma, con toda certeza es uno de los pensadores marxistas más luminosos que hereda el siglo XXI.
De Gasperi pudo firmar porque nadie le reprocharía haber hecho lo necesario para salvar la vida. Pero los compañeros de Gramsci en Italia —y también en Alemania, en España, en Francia— se estaban jugando la vida en las calles parando a las escuadras fascistas, a los freikorps nazis, a los escuadrones falangistas. ¿Podría desentenderse de la suerte de los que representaba? ¿Presionaban de igual forma ambos círculos de reconocimiento?
El escritor Jorge Semprún contaba en su Autobiografía de Federico Sánchez un suceso de su lucha como dirigente comunista durante el franquismo. Tras diez años, vuelve a encontrarse con el también dirigente del PCE Simón Sánchez Montero. La última vez que se vieron fue justo antes de que detuvieran a este último. Tenían una cita del partido y Sánchez Montero, traicionado por otro militante que había sido detenido por la policía, nunca llegaría a la reunión. El método cuando algún camarada incumplía el protocolo de la clandestinidad era expeditivo: la hipótesis más pesimista —que el compañero hubiera caído— mandaba salvaguardar el sistema organizativo. Esconderse en sitios nuevos, suspender las citas, abandonar las viviendas conocidas, desconectarse de los, con toda certeza, ya en ese momento detenidos y torturados.
El bucle que no se deja explicar con argumentos egoístas. Cuando la memoria histórica de un país tiene bien registrados los comportamientos de quienes más hicieron por la libertad y la justicia en el pasado, ¿no es ésa una forma evidente de reforzar la defensa de la libertad y la justicia en el presente? La utopía y la memoria son espejos donde las imperfecciones del presente gritan. ¿No hay una memoria decente detrás de todo gesto decente?
Maquiavelo: […] príncipes que han hecho grandes cosas han tenido poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres; al final han superado a los que se han fundado en la veracidad.
¡La Lucha sigue!