"La destrucción creativa es nuestro segundo nombre, tanto en nuestra propia sociedad como el exterior. Destruimos el viejo orden todos los días, desde los negocios hasta la ciencia, la literatura, el arte, la arquitectura, el cine, la política y el derecho. […] Deben atacarnos para sobrevivir, del mismo modo que nosotros debemos destruirlos para desarrollar nuestra misión histórica".
Echando la vista atrás, resulta francamente sorprendente que el período de monopolio del capitalismo (cuando dejó de tener otras ideologías o contrapoderes con las que competir) fuesen tan sumamente breve (sólo ocho años, desde la desaparición de la Unión Soviética como tal en 1991 hasta el fracaso de las conversaciones de la OMC en 1999). Pero el auge de una fuerte oposición no iba a amilanar a sus partidarios en su propósito de imponer el extraordinariamente lucrativo programa del capitalismo ilimitado; éstos estaban perfectamente dispuestos a surcar las salvajes olas del miedo y la desorientación que iban a ser desatadas por unos nuevos shocks, más colosales que todos los anteriores.
Y entonces llegó el 11 de septiembre. De repente, el hecho de tener un gobierno cuya misión principal era la autoinmolación dejó de parecer una buena idea. Con el pueblo aterrorizado, necesitada de protección por parte de una administración fuerte y sólida, los ataques podrían haber puesto fin al proyecto de Bush de vaciar el gobierno, tal y como había empezado a hacer.
Por un momento, incluso pareció que iba a ocurrir así. "El 11 de septiembre lo ha cambiado todo", afirmó Ed Feulner y presidente de la Heritage Foundation, diez días después de los ataques. Fue uno de los primeros en pronunciar la fatídica frase. Muchos asumieron de manera natural que parte de ese cambio consistiría en una revisión del radical programa anti-Estado defendido por Feulner y sus aliados ideológicos durante tres décadas, dentro y fuera del país. Después de todo, la naturaleza de los fallos de seguridad del 11 de septiembre expuso los resultados de más de veinte años de eliminación progresiva del sector público y de subcontratación de las funciones del gobierno a empresas con ánimo de lucro. Del mismo modo que el desastre de Nueva Orleans reveló el mal estado de las infraesturas públicas, los ataques dejaron a la vista un Estado peligrosamente débil: las comunicaciones por radio de la policía y los bomberos de Nueva York fallaron en plena operación de rescate, los controladores aéreos no detectaron a tiempo los aviones fuera de ruta, y los terroristas pasaron los controles de seguridad de los aeropuertos vigilados por trabajadores contratados (algunos de los cuales ganaban menos que los empleados de la cafetería).
El 10 de septiembre, a nadie parecía importarle siempre, y cuando los vuelos fuesen baratos y numerosos. Sin embargo, el 12 de septiembre parecía una imprudencia recurrir a trabadores contratados a 6 dólares la hora para hacerse cargo de la seguridad de un aeropuerto. En octubre se recibieron sobres con un polvo blanco en despachos de juristas y periodistas, y se desató el pánico sobre la posibilidad de un gran ataque con ántrax. Una vez más, las privatizaciones de los años noventa parecían muy distintas en las nuevas circunstancias: ¿por qué un laboratorio privado tenía el derecho exclusivo a producir la vacuna contra el ántrax? ¿Había renunciado el gobierno federal a su responsabilidad de proteger a la población de una gran emergencia de salud? No sirvió de ayuda que Bioport, el laboratorio privado en cuestión, no hubiese superado una serie de inspecciones y que la FDA ni siquiera le hubiese autorizado a distribuir las vacunas en aquel momento. Además, si era cierto (como afirmaban los medios) que el ántrax, VIH, coronavirus, la viruela y otros agentes mortales se poden expandir a través del correo, la distribución de alimentos o el agua, ¿realmente era una buena idea seguir adelante con los planes de Donald Trump de privatizar correos y otros servicios? ¿Y qué pasaría con todos los inspectores de alimentos y aguas?
—En "las múltiples década de fascinación por el dogma, de metodología de libro, han tenido su efecto. Era como si la mitad del mundo hubiese entrado, en apenas unos años, en un período de "política extraordinaria" o "en transición", como en los años noventa se decía que estaban los recién liberados, suspendidos en una interinidad existencial entre el pasado y el futuro.
¡La Lucha sigue!