Este dejó de ser el tiempo del cansancio físico, para pasar a ser el de las almas cargadas.
El agobio es lo que da a luz la incertidumbre, y se refleja en nuestras maniobras que intentan, muchas veces de manera fracasada, alivianar la zozobra extenuante que genera el desconocer lo que vendrá.
Los "yoes" se han multiplicado, por miedo, por supervivencia; y un enemigo invisible vino no sólo a exponer vidas, sino también corazones.
Parece muy nimia esta mortífera pandemia en contraste con nuestro vasto ahínco en usar marcadores individuales; estigmas donde perfectamente mostramos el escozor de un corazón resentido.
La vulnerabilidad en la que todos permanecemos, parece no estar al alcance de nuestra vista, y a millas del nivel de nuestro entendimiento se ubican las evidencias que nos igualan.
No ha existido en estos tiempos algo más fácil de olvidar que nuestra frágil humanidad; porque el hambre siempre vuelve y la enfermedad nada comprende de posiciones. Pero hoy la enfermedad también es hambre, en espíritu, y hay un apetito voraz en las almas tan visible, que se deja ver en nuestra carencia de sanas pasiones, y nos vuelve raquíticos, mucho más que en carne y hueso.
Es esta la era con mayor cantidad de información, pero también de ignorancia, y por ignorar, padecemos, al punto de considerarnos oponentes. El adversario real es alimentado por nosotros mismos y se llama odio, un vil sentimiento que roe y que se arraiga en raíces con nombres propios que en lo más profundo del ser pronunciamos y conocemos. Si tan solo estuviésemos en la capacidad de observar la verdad y no la realidad, sería imposible que nos robasen nuestra plenitud de vivir.
No se puede amar ni respetar por medio de etiquetas o clasificaciones. El estigma duele más que la propia enfermedad y se graba a fuego en la persona que lo recibe.
El amor es redondo y no cabe en recuadros y el amor es DIOS, quien teniendo toda la superioridad jamás hace acepciones.