Los países, deben ir a un cambio de política en su esencia para obtener enfoques más prácticos sobre el relevo generacional, sobretodo, aquellos que integran el continente sudamericano. La idea es conformar bloques económicos que determinen una relación diplomática de estabilidad política y ganar terreno en la comercialización de productos entre occidente y oriente. China tuvo que revertir el programa económico de Mao Zedong, porque el colectivismo llevo al pueblo a una gran hambruna y, logra ser una de las economías más poderosas del mundo.
¿A qué se debe ese cambio? Reformando la estructura del Estado y poniendo en cada ciudadano a trabajar, nada de flojos.
El cambio empieza con la llegada al poder, en 1978, de Deng Xiaoping, un líder consciente de que Mao había dejado al país en la ruina y convencido de que, para sacar a China de aquel marasmo, había que tirar de pragmatismo. Así que optó por desarrollar un sistema que permitiese la existencia de un mercado donde los excedentes pudiesen comprarse y venderse. A partir de ese momento se registra una evolución que desemboca en un sistema económico mixto en el que conviven los sectores público y privado –aunque el público lo sigue dominando todo– y que empieza a enriquecer a la sociedad china.
Xi Jinping, que comienza a ejercer el poder en 2013, es un personaje desconocido hasta ese momento. Pero en cuanto se pone a los mandos, dice que va a profundizar en las reformas económicas para acercarse todavía más al mercado. Un mensaje que se recibe con demasiado optimismo en Occidente al entender que con él llegarán más libertades de la mano de un sector privado que irá minando, poco a poco, el sistema vigente.
Existe el miedo a que esos observadores occidentales tengan razón. El Partido Comunista tiene miedo de que la empresa privada termine con su hegemonía. Y no solo eso: es que del sector público viven muchos de sus miembros, sus familiares y sus clientes. Hay demasiada gente –a la que yo llamo capitalistas rojos– que depende de que lo público no adelgace más.
Por un lado, está la crisis demográfica causada por aquel proyecto de ingeniería social impuesto por Deng Xiaoping en 1979: la política de hijo único. Sus consecuencias –ahora se dan cuenta– están siendo desastrosas. Faltan jóvenes para sostener a los millones de chinos que se aproximan a su vejez. Además, China tiene la tasa más desproporcionada del mundo entre hombres y mujeres. Ellos son muchos más que ellas. Y esto no es ninguna tontería porque la diferencia conlleva toda una serie de crisis existenciales en el sexo masculino a la hora de intentar buscar pareja y formar una familia. Otro problema es meramente económico. China cuenta ahora mismo con un sector público ineficiente que está afectando negativamente al crecimiento del sector privado. Ahí están las cifras: la deuda pública ya está en un 320 % del PIB mientras que el crecimiento del país según las estimaciones oficiales ha caído hasta el 6 %. En otras palabras: el avance económico se está deteniendo.
Trump, al poner trabas a las exportaciones chinas, está poniendo al Partido Comunista en serias dificultades. Porque, claro, ¿a quién vas a exportar tanta cantidad de productos? No existen alternativas. Trump está haciendo sufrir una barbaridad al sector exportador chino. En ese sentido, está siendo más inteligente que Obama.
En la Unión Europea nadie quiere –o eso me parece a mí– impulsar una política decidida en relación a China. Nadie parece sentir la necesidad de coger a los chinos para decir "hasta aquí hemos llegado" y renegociar nuestras relaciones con ellos. Tengo la impresión de que en Europa cada uno va a su aire. Solo hay que observar la cobertura del Financial Times. Su línea editorial dice que mucho cuidado con los chinos pero que, ojo, porque también tienen cosas estupendas. El clima de indecisión es evidente. ¿Y qué decir de España? Pues más de lo mismo: me sorprende la pasividad de la sociedad española ante el avance de China.
Para empezar, la prensa española habla muy poco de China, y cuando lo hace suele tratar con mucho respeto al régimen. Luego hay aportaciones como la de Eugenio Bregolat. Resulta que después de haber sido embajador de España tres veces distintas –es decir, tras haber vivido allí durante 15 años– saca un libro totalmente entregado a la política china. El tipo se tragó todos y cada uno de los camelos que le contaron.
Hay diplomáticos que son mucho más escépticos que Bregolat, sin duda. Pero no hablan. Con los empresarios pasa un poco lo mismo. El otro día, sin ir más lejos, me invitaron a un evento donde coincidí con varios empresarios que habían hecho negocios en China. No todos tenían una mala experiencia –algunas marcas españolas como Chupa Chups o el chocolate Valor están por todas partes– pero muchos, sobre todo los que se dedican al vino o a la construcción, han terminado hartos de trampas. Sin embargo, no se quejan públicamente. Por eso, hablaba antes de la inteligencia de Trump; el presidente ha cogido a Xi Jinping y le ha dicho que ya está bien, que los chinos tendrán acceso al mercado estadounidense siempre y cuando los norteamericanos tengan el mismo acceso al chino. Ha dicho, en fin, que hay que establecer las mismas reglas del juego para todos.
La Nueva Ruta de la Seda responde a la ambición que tiene China por expandirse a lo largo y ancho del globo. A mí me parece que el proyecto busca dos cosas: exportar su sistema de inversión en infraestructuras y convertir al país, mediante su red de puertos, en potencia marítima. El problema es quién financia eso. Hay dos opciones: o la propia China prestando dinero a los países por los que va a pasar la Nueva Ruta de la Seda –dinero que presta a unos intereses usurarios– o los gobiernos locales, que asumen el gasto después de que los chinos prometan pingües beneficios a medio y largo plazo. Luego, claro, hay un interés geopolítico y un ánimo de controlar a los demás. Un ejemplo paradigmático es lo que ha ocurrido con el puerto de Hambantota, en Sri Lanka; las deudas contraídas por el gobierno local han obligado a este a cedérselo a China durante el próximo siglo. Mientras tanto, Xi Jinping trata de utilizar la Nueva Ruta de la Seda para lanzar un mensaje diplomático de lo más conciliador que viene a decir que China se está abriendo al mundo y repartiendo facilidades a países más necesitados.
La Nueva Ruta de La Seda es un plan ambicioso de Xi Jinping, ingeniero químico que estructura un conjunto de redes que conectara el gigante asiático con Europa y América Latina hasta llegar a Bolivia por la ya famosa Hoja de La Coca para utilizarla en medicamentos y bebidas gaseosas. De verdad, constituye una ofensiva geopolítica y potencia hegemónica que permitirá el proyecto de desarrollo para regiones olvidadas
Ante esta realidad, ¿Cuál es su valoración y la llegada de barcos con gasolinas de Irán?
Me he quedado pasmado. En la Unión Europea nadie quiere –o eso me parece a mí– impulsar una política decidida en relación a China. Nadie parece sentir la necesidad de coger a los chinos para decir "hasta aquí hemos llegado" y renegociar nuestras relaciones con ellos. Tengo la impresión de que en Europa cada uno va a su aire. Solo hay que observar la cobertura del Financial Times. Su línea editorial dice que mucho cuidado con los chinos pero que, ojo, porque también tienen cosas estupendas. El clima de indecisión es evidente. ¿Y qué decir de España? Pues más de lo mismo: me sorprende la pasividad de la sociedad española ante el avance de China.
A varios factores. Para empezar, la prensa española habla muy poco de China, y cuando lo hace suele tratar con mucho respeto al régimen. Luego hay aportaciones como la de Eugenio Bregolat. Resulta que después de haber sido embajador de España tres veces distintas –es decir, tras haber vivido allí durante 15 años– saca un libro totalmente entregado a la política china. El tipo se tragó todos y cada uno de los camelos que le contaron.
Fuese preferido que la gasolina fuese venida desde Pekín, los negocios de Irán resultan dificultoso y con ellos, siempre estará una alerta de guerra y de dólares, apenas se acercan los navíos y ya subió el dólar, es que desde años atrás ha sido de esta manera.
Por eso, escribía antes de la inteligencia de Trump; el presidente ha cogido a Xi Jinping y le ha dicho que ya está bien, que los chinos tendrán acceso al mercado estadounidense siempre y cuando los norteamericanos tengan el mismo acceso al chino. Ha dicho, en fin, que hay que establecer las mismas reglas del juego para todos.
Pero, con los árabes no hay gane. Solo alarmismos.
Hay diplomáticos que son mucho más escépticos que Bregolat, sin duda. Pero no hablan. Con los empresarios pasa un poco lo mismo.
Las plataformas digitales de mayor tamaño, incluyendo a Alphabet y Facebook, incluso saldrán reforzadas de esta crisis. Esta buena fortuna deberían usarla para recomponer sus relaciones con los usuarios, a veces conflictivas. De lo contrario, es posible que se encargue de ello el otro beneficiario de la calamidad del COVID–19: el Gran Estado.
La demanda de servicios online se ha disparado y la infraestructura que sostiene Internet ha demostrado una fiabilidad admirable. Algunas firmas recién llegadas, como Slack y Zoom, que permiten el teletrabajo y el funcionamiento a distancia de las empresas, se han convertido en marcas conocidas por todos. Y aunque hay cadenas de suministros tecnológicos que lo están pasando mal y el gasto en publicidad online ha descendido, en conjunto las cinco grandes compañías han visto crecer la demanda.
Según datos de Facebook, el envío de mensajes se ha incrementado un 50% en los países más castigados por el virus. Amazon planea contratar a 100.000 nuevos empleados para hacer frente a un mayor número de compras por Internet. Las grandes tecnológicas son también un pilar de estabilidad financiera: entre las cinco, Alphabet, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft tienen en sus balances 570.000 millones de dólares de efectivo bruto. Las acciones de todas ellas llevan desde finales de enero superando al mercado.
Pero, así como las grandes firmas se mueven incluso con mayor seguridad que antes, muchas de las empresas más jóvenes y pequeñas de la industria tecnológica están siendo aplastadas por la peor crisis desde el desplome de las puntocom hace 20 años.
Así sucede con el plan energético. En muchas de las compañías que sirven al consumidor final, la estrategia de crecer a toda costa, conocida como blitzscaling, ha resultado un error. Algunas firmas, especialmente las financiadas con capital del fondo Vision Fund de SoftBank, que cuenta con más de 100.000 millones de dólares, ya han empezado a despedir gente. Todo esto hará que para las grandes sea más fácil quedarse con los mejores talentos. Las compañías que naufragan serán absorbidas por los gigantes tecnológicos.
Si esto ocurre, lo más probable es que los reguladores hagan poco o nada para evitar una ola de fusiones. En Estados Unidos, las investigaciones antimonopolio contra Alphabet –la matriz de Google– y Facebook han quedado en suspenso. Ahora mismo, las prioridades son otras y el gobierno se abstiene de desestabilizar a las empresas en mitad de una crisis.
Hay mucho oro saliendo del país en pago de deudas y, nadie trabaja, quieren todo del Estado, el futuro de nuestras nuevas generaciones serán una frustración y hable con un niño de apenas trece años, solo piensa irse del país, sin importarle su mamá, ¡Que esto, por Dios? Nos están dañando como sociedad, más allá de un compromiso político.
Estamos en la tierra de los unicornios- así es como se llama a las start ups tecnológicas que valen más de 1.000 millones de dólares– donde los problemas empiezan a acumularse y algún país árabe está presente en este conflicto mundial, donde deben replantearse las ideas y juzgar con más fuerza los desvaríos y, es el momento de regular la inteligencia artificial. En un brusco giro, el "capitalismo de la vigilancia", tal como se califica en ciertos sectores a las prácticas comerciales de las grandes tecnológicas, no se percibe ya como una explotación sino como un arma esencial para hacer frente al virus como un muro, donde detrás de él se ejecutan los grandes negocios del oscurantismo financiero.
Una vez que pase la crisis, ciudadanos aún atónitos y gobiernos envalentonados podrían dar la batalla para que el Estado adquiera un control similar sobre las grandes tecnológicas. Pero, ¿Venezuela estará en capacidad de generar confianza sobre sus minerales y productos tecnológicos? ¿Por qué destruyeron al Bolívar Soberano por el dólar, que es estadounidense? ¿Tiene razón Donald Trump?