Existen pocas esperanzas para las víctimas del desorden establecidos

Sábado, 01/08/2020 08:36 AM

Para la izquierda, el poder era una trampa. La hipertrofia de la oposición hace inverosímil la hipótesis de un Gobierno de izquierda. Y le resta también sufragios que normalmente conquistaría. Si ésta observaba las reglas del juego, tenía que respetar el "statu quo" y traicionarse; si las rechazaba, significaba el fracaso. Bajaba la Bolsa, huían los capitales, subían los precios. Faltaba un factor a la ecuación económica: el crecimiento. La aparición de este factor, el primer lugar que ha ocupado en los cálculos de los expertos y en la conciencia del pueblo, cambia completamente las perspectivas.

Condición de una expansión rápida es, pues, la redistribución incesante del trabajo y del capital de manera que se les pueda dar, en cada momento, el empleo más productivo. Esta movilización de recursos, preconizada por todos, implica una movilidad negada por muchos. Y es que no basta consentir cambios aislados, separados entre sí por grandes espacios. Hay que aceptar el vivir en el seno de un cambio acelerado. Este estado de disponibilidad permanente, que se nos impone, nos "choca". Para quien abandona un oficio, una residencia, unas amistades o unas costumbres, el cambio puede ser desgarrador. Pero si el pueblo se queda dónde está, las cosas cambian a su alrededor. Hay demasiadas ideas prescritas, demasiadas situaciones caducas, demasiadas técnicas anticuadas, demasiadas ciudades envejecidas. Y al propio tiempo hay demasiadas ideas nuevas, demasiadas situaciones inéditas, demasiadas técnicas sin filiación, demasiadas ciudades sin raíces.

La permanencia de un estado de cambio trastorna ideas tradicionales sobre el arte de gobernar. Conservación y buena gestión se convierten, forzosamente, en términos antinómicos. El Gobierno que no vela incesantemente por la adaptación del pueblo y las estructuras es un mal administrador, de la misma manera que el ingeniero que vive de un acopio de conocimientos es un mal técnico.

Los economistas otorgan, no por "izquierdismo", sino por realismo, creciente importancia a los factores humanos de la expansión: aptitud de los trabajadores para la asimilación de las técnicas nuevas, adhesión de la colectividad a los objetivos, acuerdo de las partes sociales sobre las reglas del juego industrial. Estos datos, extraños a la pura mecánica, se integran en sus cálculos y ocupan en ellos el primer lugar, incluso donde reina el "capitalismo" sin complejos. Se vuelven a ellos para buscar la razón de las desigualdades en la velocidad de crecimiento de los países técnicamente avanzados. Y es en uno de ellos donde se concentran las reflexiones de los elementos más destacados de la clase patronal, del sindicalismo y de la tecnocracia. Se trata del grado de integración de los asalariados en un orden basado, no ya en la estabilidad, sino en el crecimiento.

Es cierto que la disparidad de rentas se agrava, que los débiles están mal protegidos. Es cierto que las instituciones no dejan sitio, o no dan oportunidades, a los que se encuentran en el último peldaño de la escala social. Instituciones tales como la Educación, la Alimentación, Mercado inmobiliario siguen marcadas por la discriminación social, inadaptadas a las necesidades de los más. En el momento en que los expertos comprueban que la agilidad y el dinamismo de la economía dependen, ante todo, del comportamiento de los asalariados, los asalariados conservan, en su mayoría, el estatuto y estado de ánimo propios de una minoría: hay aquí un fallo rigurosamente incompatible con una mejor gestión de los recursos.

¡La Lucha sigue!

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