Se tropieza con la puerta y a esta culpa. Nada tiene en la bola y menos las ganas de irse

Lunes, 03/05/2021 04:06 PM

Lleva años diciéndome qué hacer. Está convencido no hay otra forma a como dice. Ni manera de conciliar su pensamiento con el de otros, porque hay demasiada contaminación y toda diferencia es insalvable. Para intentar convencerme se apoya en experiencias pasadas, dadas en espacios diferentes entre gente distinta a nosotros. Me lee y relee textos que se refieren al asunto, escritos por gente respetable y digna de tomarles como referentes de primera línea, pero a quienes confunde con santos escritores. No averigua si aquellas iniciativas que le guían en verdad acertaron o resolvieron de la mejor manera; le es suficiente el intento. Lo dicho o propuesto como meta final lo asume para el momento mismo de la partida.

Está seguro que, el crecer no lleva tiempo ni se hace a partir de una cadena de cambios incesantes sino es un estirón de un sólo golpe. Eso lo aprendió de oído cuando repartía la propaganda que le bajaban de los lomos de arriba del partido, donde estaban las cabezas pensantes y cuando, más por fastidio que por otra vaina, leía alguna de aquellas proclamas, de las que tampoco entendía mucho. Justo por esto se hizo dirigente sindical; allí la vaina era fácil, solamente había que tomar el contrato que le elaboraban en otro sitio y ponerse a defender a capa y espada, hasta que el dueño hasta optara por cerrar la fábrica porque ellos no tenían espacio para maniobrar, pero no porque se los hubiesen quitado, sino porque él y gente como él, no sabían que eso se podía hacer.

No toma las ideas, proyectos en su justo valor, sino en el que le asigna. Espera, al decir abracadabra, las puertas se nos abran. Cree de verdad que se puede comenzar de la nada; tanto que la clase revolucionaria, una elaboración de la historia, formada en un vientre contaminado y convulso que le dio las herramientas para su lucha, según su creencia, salió de la nada, de un autobús amarillo o rojo, o de un mundo aséptico, de un pase mágico.

La meta que en aquellas lecturas se trazan, para lo que algunos iniciadores por no equivocarse, hubieron de caminar por cruzados vericuetos, corriendo el riesgo de perderse en el camino, como en efecto más de una vez se perdieron y debieron cambiar el rumbo de sus pasos, se empeña en verla al alcance a través de caminos rectos, sin subidas ni bajadas.

Lo peor, pasa por alto, pese a que bien sabe cómo fue la cosa, que aquellos hombres, los fundamentales, hicieron unas proposiciones densas, bien fundamentadas en el estudio de la realidad de su tiempo, pero no tuvieron oportunidad de aplicarlas a situaciones concretas. A veces, a quienes aquellos repitieron, le endilgan la autoría, para apoyarse en el prestigio de éstos o con el deliberado propósito de enaltecerlos. Algo como quitarle un milagro a un santo para endilgárselo a otro que cree lo necesita; lo que sin duda es un gesto generoso.

Hubo otros que también pudieron intentar pasar a los hechos; no había quien supiese, con la precisión del relojero, como se hacía aquello, por lo que en algunos casos hubo que inventar e inventar, y entre uno y otro intento se cometieron errores de los cuales algunos se lograron enmendar para, en definitiva, esto es lo importante, intentar acertar.

Averiguar esos detalles, que deben estar inscritos en alguna parte, pero quizás no haya interés que se conozcan porque hubo tantas equivocaciones o una sola pero muy grande, resulta demasiado complicado y hasta amenazadoramente frustrante. Aquiles, Eneas y todos los hijos de los dioses deben conservar la imagen de infalibles, contrariamente se perdería la magia y la palabra sabia sin sustento. Un oráculo, un dios o un santo, que admita haberse equivocado y lo logrado fue producto de constantes rectificaciones, lo que es bondadoso y genial, pierde credibilidad y, sus fanáticos, por encima de todo, por el sólo placer de conservar sus atavismos, nunca harían aquel reconocimiento. Se corre el riesgo que "la capilla se quede sin santo", como dijese Andrés Eloy y sin feligresía, agrega uno.

Toma el mapa, une dos puntos por una delgada línea recta, determina la distancia que ella marca, calcula la velocidad a que puede correrse esa distancia sin obstáculos ni desviaciones y, sin duda, nos dice el tiempo que habremos de invertir parar llegar de uno a otro. Hasta pasa por alto que, al llegar a las estaciones de gasolina marcadas en el mapa, estas estén cerradas o las colas sea demasiado grandes.

"A tal hora, estarán en aquella cafetería a la entrada del pueblo, tomándose una bebida caliente".

Cuando por allí pasamos, todo el pueblo dormitaba. El café cerrado estaba y los gallos cantaban a sus anchas. Y hasta el día era diferente. Uno, dos o tres después.

El camino no era exactamente como él le concibió sólo mirando el mapa y marcando la distancia, plano, sin curvas y hasta sin ríos desbordados.

"No habrá tropiezos"; asegura que los vientos huracanados siempre soplarán a favor nuestro y nos impulsarán por la espalda aumentando el ritmo de nuestra marcha. Así está escrito, repite diariamente. Toma papel y lápiz, anota unas cuantas líneas del libro que porta, les encierra entre comillas, escribe y dice a viva voz, "esto no lo digo yo, sino el maestro".

Porque lo que el maestro dijo para un momento y como una propuesta global y hasta a largo plazo, lo transfiere a su tiempo, espacio y circunstancias, como si no existiesen las curvas, huecos, subidas y bajadas en el camino. En las escrituras no aparecen los detalles, en veces hay una que otra parábola y de una estación a otra, se pierden o truecan las palabras; no se detalla la forma tal como acontecieron los hechos, sino se hace una generalización que habla de lucha de contrarios, pero no precisa el carácter de la misma, pero si hace referencias a la correlación de fuerzas, esperando que, en la posteridad, aquí y allá, cada quien precise sus instrumentos.

No obstante, boxea con su sombra. Lanza retahíla de ganchos, jabea incesantemente y de pronto, con mucha puntualidad, su puño apretado va de abajo arriba, buscando la barbilla de su inexistente contrincante. Al tercer acto, de un tiempo que él mismo mide, según le convenga a sus fuerzas, marca el fin del combate y el contrario cae pesadamente al piso ardiente por la canícula. Al verle rodar y habiendo percibido la contundencia de su golpe, le supone fuera de combate, da saltos y hace gestos victoriosos.

Sus libros hablan del qué hacer, de las dificultades y los fines de su tiempo. No pueden medir la magnitud ni empeño de las fuerzas a las que se enfrenta, porque parten de generalizaciones y no tienen por qué y cómo saber a ciencia cierta los detalles del futuro. Es más, aquellos fueron escritos antes que él naciese. Desconocen la magnitud de curvas y lo pronunciado de bajadas y subidas del camino que habremos de recorrer. Ignoran la cantidad de huecos que encontraremos sus lectores en el camino y hasta la disposición de aquéllos. El peso, talla del contrincante; si es zurdo o derecho y sus específicos rasgos de gladiador o su estilo. Por todo esto, nada específico señalan y combate con su sombra.

Porque por no encontrar aquellos detalles necesarios en sus libros, actúa como si no existiesen en la vida, corriendo el riesgo de estrellarse prontamente en el camino, llegar retardado a la cita inaplazable, no usar adecuadamente sus fuerzas, restarse apoyos de incontables que, como él quieren ir al mismo sitio y por lanzar y lanzar golpes al vacío a un contrincante que no existe, descuida su defensa y natural capacidad para ganarse los amigos.

El camino está trazado en lo que cree, las opiniones de otros por diferentes deben ser descartadas y apostrofados quienes las emitan, pues no hacen más que reproducir lo que el enemigo piensa y desea. Porque éste, le es tan abundante como las opiniones de los hombres libres. La síntesis, según cree, no es asunto de acordar y acercar pensamientos y haceres colectivos sino lo pensado por él, con la ayuda de sus papeles que contamina con la muerte.

Cuando se dice estas cosas, usualmente quienes perciben los asuntos como él, no se conforman con ver en uno un griego que sigilosamente ha entrado a Troya, hasta de buena fe, sino al caballo con un fuerte contingente adentro. Pero no en este caso, pues al individuo le sobra generosidad, pese lo terco.

Lo peor en él es que tropieza con la puerta y a esta culpa. Nadie tiene en la bola; su único lanzamiento, los bateadores se lo conectan hasta con los ojos vendados y, como es el mánayer, no quiere irse.

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