El poder teme a los librepensadores y el intelectual es el librepensador por antonomasia; siempre piensa diferente de la inmensa mayoría. De ahí la hostilidad hacia ellos por parte de las facciones conservadoras y más. Pero una cosa es el intelectual y otra el literato. El literato, si es rompedor no suele ser directo, embosca su ideario en el tráfago de los diálogos y de la narrativa. Otra característica del intelectual es no cambiar fácilmente de ideas. Y si cambia suele ser tras mucho tiempo y, sobre todo, por circunstancias muy graves, como puede ser la guerra. "La gran mentira de los intelectuales", no traducida al castellano, cuyo autor es Paul Johnson, es una buena muestra de esos cambios, y de la inconsecuencia entre el discurso del intelectual y los procederes en su vida. No debe mover a demasiado asombro. Pues mantener toda la vida una inegridad psico-moral reseñable, requiere un esfuerzo tan titánico que parece no es posible en ser humano alguno. El propio Goethe que razonaba admirablemente, como genio que fue, dice, si bien en circunstancias graves: "Es que es mi manera de ser prefiere cometer una injusticia antes que soportar el desorden". Idea concomitante con la pregunta de los clásicos ¿es preferible consentir la injusticia que cometerla?. Aserto que en principio le hace a uno vacilar sobre la integridad "intelectual" del genio, que nunca rectificó. Pues un intelecto común entiende que no hay peor ni más grave desorden que la injusticia aunque en principio no se haga visible en la calle, pues si persiste, acaba por ser patente y estalla; con lo que la injusticia ha sido la causa remota de la causa inmediata del desorden… Disculpable en el canciller que fue de la República de Weimar: un agujero negro en un firmamento de ideas sublimes del autor del Fausto.
El promedio de los hablantes, de 283 mil que aproximadamente compone el vocabulario español, usamos 300 palabras para comunicarnos. Es decir, el 0,10% de las posibilidades que ofrece el idioma. La lengua española es un océano, pero nosotros apenas usamos de él una gota. Una persona que lee periódicos, alguna novela, revistas especializadas impresas o en internet, cerca de 500. Un novelista, un literato, unas 3 mil palabras. Cervantes usó 8 mil, cerca del 3% del idioma del que es padre. (Marco Martos). Creo que los políticos apenas pasan de esas 400. Su redundancia y temor al sinónimo son determinantes. En general, por consiguiente, personas comunes y políticos se sirven de un vocabulario que apenas cabe en un pañuelo. Y el propósito de la reiteración de los políticos, que es el de propalar eslóganes y tópicos que influyen, y mucho, en el potencial elector, empobrece considerablemente su lenguaje. Pero es que si estamos ante el reaccionario, la reiteración, el pleonasmo y el rechazo del sinónimo alcanzan niveles repulsivos. Y tanto el político como el filisteo, el espíritu vulgar con el que mejor se entiende, desdeñando ambos todo cultismo, optan siempre a la batería de prejuicios que dibujan por lo menos la mitad de la catadura de los habitantes de un país: tan limitada es su oratoria. Pues desde luego en materia social y política todo est podemos decir que es ley.
En todo caso la tensión vital del intelectual, ese que escribe y al mismo tiempo se esfuerza en ajustar su vida a las pautas, anhelos y aun utopías de sus escritos, es un rasgo fundamental para valorar no sólo su capacidad de persuasión, sino también el grado de credibilidad que merece. Por eso, si la vida material de quien se tiene por intelectual es holgada por su esfuerzo, por azar o por simple suerte, le convendrá no llamar demasiado la atención, ser incisivo en sus ideas pero siempre discreto. Discreto y prudente, pues la prudencia que algunos llamarán tibieza, aconseja no tomar partido por causa alguna, salvo que en ella atisbe el intento de enfrentarse a la injusticia manifiesta, al atraso y al atavismo que, salvo periodos cortos de tiempo de su historia, reinaron y reinan en su país.
El intelectual reflexiona sobre todo y desde toda perspectiva, poniendo el dedo en la llaga pero preferiblemente en términos propositivos y sugerentes; y responde a un talante y a una necesidad: la de reflexionar sin descanso. A cambio de nada, se dedica a interpretar la realidad y a analizarla tomando la mayor distancia posible del objeto de su observación y reflexión, y prescindiendo de los parámetros del periodismo cuya textura puede confundirse con la del intelectual. Y discurrirá como si, sin perder de vista el suyo, habitase otro planeta y desde él examinase el mundo. Nunca adopta una posición mental demasiado perfilada y definida. No por preferir la ambigüedad para no comprometerse o por cualquier otro motivo, sino porque se desliza suavemente por las pendientes del relativismo y de la equidistancia. No obstante, no todo intelectual tiene esa vocación. Entre los intelectuales de todos los tiempos y de estos, en situaciones sociales críticas unos sienten el deber de rebelarse en los acontecimientos pero otros sienten el suyo de contribuir a reforzar lo establecido. Y otros, considerándolos como resultado inevitable de toda sociedad, se limitarán a dejar constancia de su estudio y examen de los hechos sociales, así como de las causas profundas de procesos repetitivos o similares revestidos con distintos aspectos en el inagotable libro de la vida y de la Historia…
Es propio del intelectual, sobre todo, no enseñar y menos adoctrinar. Su tarea, si no se contenta con la satisfacción de ejercer el librepensamiento, será, a partir de las suyas, alumbrar sugerir y activar ideas en el pensamiento de otros; interrogarse y evitar el aserto categórico, no tratando de aleccionar al mundo, sino de ordenar sus ideas y plasmarlas en la escritura que es el espacio apropiado de su fragua. Ninguna causa específica merece su fervor y menos la abraza, pues eso sería un salto a la ideología y el intelectual al ideólogo. Eso, a menos que opte por la causa de los débiles sociales, de quienes sufren las consecuencias de los abusos del poder, de la opulencia y de la injusticia grave.
Cambiar de opinión puede considerarse normal e incluso saludable. Y hasta se dice que es cosa de sabios. Ahora bien, si cambiar razonablemente de opinión dice mucho en favor de la elasticidad mental de una persona, cambiarla a menudo es una frenopatía o sociopatía en el caso del político y un trastorno severo en el intelectual aunque no afecte al interés y al valor de su obra, pero la degradará a menos que estemos ante el genio... quien muy difícil será que incurra en semejante desatino.
En todo caso, el intelectual, como el médico o el sacerdote en su mandato o misión moral, no descansa. Lo que no significa que pueda eventualmente decir o hacer, o decir y hacer, estupideces. Pero siempre llevarán el marchamo de su ser… intelectual y la segura humildad en reconocerlas.
Por último, el intelectual no puede permitirse ser antojadizo. Los cambios en sus ideas, ya lo he dicho, son diríase inevitables e incluso saludables. Pero si su discurrir los permite, será en materias en sí mismas tornadizas, como la costumbre o la moral embridadas largo tiempo por periodos de tiranía. Pero no intentará en absoluto cambiar valores e ideas intemporales, eternas. Nada en exceso, tolerante con el tolerante e intransigente con el intolerante; condescendiente hacia los demás en la medida que exigente consigo mismo, estimulará la aristocracia del espíritu. Y siempre se apartará de quien le ha probado lo bastante su miserable condición de auténtico villano...