Entre el tráfico de armas, la privatización de los ejércitos, la industria de la reconstrucción humanitaria y la seguridad interior, el resultado de la terapia de shock tutelada por la administración Bush después de los atentados es, en realidad, una nueva economía plenamente articulada. Nació en la era Bush, pero existe independientemente de una administración concreta y seguirá funcionando entre los intersticios del sistema hasta que la ideología supremacista y empresarial que la propulsa quede en evidencia, aislada y en entredicho. El complejo empresarial está en manos de multinacionales estadounidenses, pero su naturaleza es global: las compañías británicas aportan su experiencia con una red de ubicuas cámaras de seguridad, las empresas israelíes su pericia en la construcción de vallas y muros de última tecnología, la industria maderera canadiense vende casas prefabricadas que son diez veces más caras que las del mercado local, y así podríamos seguir indefinidamente. "No creo que nadie se haya planteado la industria de la reconstrucción tras los desastres naturales como un mercado inmobiliario hasta ahora", afirmó Ken Baker, presidente de un grupo de industriales madereros de Canadá. "Es una estrategia que nos permitirá diversificarnos a largo plazo".
En cuanto a su escala, el complejo empresarial surgido del capitalismo del desastre está en pie de igualdad con los "mercados emergentes" y el auge de las tecnologías de la información que tuvieron lugar en los años noventa. De hecho, las fuentes consultadas afirman que las cifras barajadas con mucho más altas que entonces, y que la "burbuja de la seguridad" inyectó vida en el mercado cuando el negocio de Internet empezó a flaquear. Junto con los grandes beneficios de la industria de los seguros (se cree que alcanzaron un record de 60.000 millones de dólares en el año 2006, sólo en Estados Unidos), así como los excelentes resultados de las compañías petrolíferas (que crecen con cada nueva crisis), la economía del desastre quizá haya salvado al mercado mundial de la tremenda recesión que amenazaba con desatarse en la víspera de los atentados de 2001.
Un problema recurrente se presenta cuando tratamos de relatar la historia de la cruzada ideológica que ha desembocado en la privatización radical de la guerra y del desastre: la ideología cambia continuamente de forma, de nombres y de identidades. Friedman se consideraba un "liberal", pero sus discípulos estadounidenses, que relacionaban el liberalismo con elevados impuestos y "hippies", tendieron a identificarse como "conservadores", "economistas clásicos", "defensores del libre mercado", y más tarde, seguidores de las "reaganomics" o del "laissez-faire". En la mayor parte del mundo, son conocidos como neoliberales, pero a menudo se utilizan los términos "libre mercado" o, sencillamente, "globalización". Únicamente desde mediados de los años noventa, este movimiento intelectual dirigido por los "think tanks" de extrema derecha con los que Friedman trabajó durante varios años —como Heritage Foundation, Cato Institute o American Enterprise Institute— empezó a autodenominarse "neoconservador", un enfoque que ha enrolado toda la potencia del ejército y de la maquinaria militar al servicio de los propósitos del conglomerado empresarial.
Todas estas reencarnaciones comparten un compromiso para con una trinidad política: la eliminación del rol público del Estado, la absoluta libertad de movimientos de las empresas y un gasto social prácticamente nulo. Pero ninguna de las múltiples nomenclaturas que esta ideología ha recibido parece suficientemente adecuada. Friedman declaró que su propuesta era un intento de liberar al mercado de la tenaza estatal, pero el historial de los distintos experimentos económicos que se han llevado a cabo nos muestra una realización muy distinta de su visión de purista. En todos los países en que se han aplicado las recetas económicas de la Escuela de Chicago durante las tres últimas décadas, se detecta la emergencia de una alianza entre unas pocas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos; una combinación que acumula un inmenso poder, con líneas divisorias confusas entre ambos grupos. En Rusia, los empresarios multimillonarios que forman parte del juego de alianzas reciben el nombre de "oligarcas"; en China, los "príncipes"; en Chile, "los pirañas"; y en Estados Unidos, los "pioneros" de la campaña Bush-Cheney. En lugar de liberar al mercado del Estado, estas élites políticas y empresariales sencillamente se han fusionado, intercambiando favores para garantizar su derecho a apropiarse de los campos petrolíferos de Rusia, pasando por las tierras colectivas chinas, hasta los contratos de reconstrucción otorgados paras Irak.
El término más preciso para definir un sistema que elimina los límites en el gobierno y el sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista. Sus principales características consisten en una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada —a menudo acompañada de un creciente endeudamiento—, el incremento de lazas distancias entre los inmensamente ricos y los pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en blanco en gastos de defensa y seguridad. Para los que permanecen dentro de la burbuja de extrema riqueza que este sistema crea, no existe una forma de organizar la sociedad que dé más beneficios. Pero dadas las obvias desventajas que se derivan para la gran mayoría de la población que está excluida de los beneficios de la burbuja, una de las características del Estado corporativista es que suele incluir un sistema de vigilancia agresiva (de nuevo, organizado mediante acuerdos y contratos entre el gobierno y las grandes empresas), encarcelamientos en masa, reducción de las libertades civiles y a menudo, aunque no siempre, tortura.
Naomi Klein.
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