Mi rechazo no es de ahora. Es desde el principio. Soy epicúreo. Gran parte de mi vida, desde joven, me subyugó la enseñanza que el filósofo Epicuro daba sus alumnos de la Academia: ¡lejos de la política¡ que encajaba además con mi carácter intimista, nada inclinado a lo espectacular. Y la política tiene mucho, quizá todo, de eso, de espectáculo. No obstante, hay principios que no se pueden mantener toda la vida del mismo modo y con la misma determinación. Y a este propósito, me parecía tan curioso como preceptivo presenciar las formalidades de una democracia burguesa en España, después de cuarenta años de dictadura. Era casi un imperativo moral, al menos para quienes sólo habíamos conocido de visita la democracia en viajes a otros países europeos.
Pero la curiosidad se esfumó muy pronto. Se evaporó, en cuanto me fijé de cerca en el proceso del tránsito. De un día para otro, el de la muerte del dictador, los franquistas se habían acostado autoritarios, imitadores de su mentor, y se levantaron demócratas. El poder judicial, los jueces, los curas, los funcionarios… eran los mismos, y los excesos de la libertad no los cometería el pueblo domeñado durante cuatro décadas, si no los que seguirían considerándose dueños de la situación y del país. Además, quienes iban a guiar el proceso, los periodistas, eran del mismo pelaje de los formados en la cantera franquista. Por otro lado, enseguida vi la la trampa que había en el proceso general de la Transición, con un rey forzoso llegado del vacío, de unos redactores de la Constitución entre los que no había ninguno que viniese del pueblo. El panorama, pues, no pintaba nada bien, ni invitaba a pensar que, por mucho tiempo, fuese posible algo diferente.
Sin embargo, durante unos quince años seguí prestando atención a la política, siempre a distancia. Debido a lo burdo del plan, tenía la esperanza en la refundación de tan tosca democracia; en una abolición o al menos una reforma a fondo de la Constitución que incluyese la posibilidad de un referéndum esclarecedor de la vieja tensión del pueblo español entre monarquía y república, y también la opción del estado federal. A fin de cuentas, por la tensión extrema y el temor reinantes inmediatamente después de muerto el dictador, ni una cosa ni otra fue posible siquiera plantearse. La idea de la "una grande y libre", buque insignia del franquismo, estaba incrustada en la mentalidad general, y se precisaba de una conciencia distinta y de un coraje extraordinario para desplegarla. En todo caso la república y el estado federal seguían siendo mi sueño…
Pues bien, iban pasando los años, cansado de esperar y a punto de desistir de mi seguimiento personal cuando surge, primero un movimiento en la calle, y muy pronto, salido de él, un partido político resuelto a hacer la revolución pacífica que este país pedía gritos por dentro para superar tantos fantasmas del pasado. Pero enseguida observo hasta qué punto franquistas y no franquistas, conservadores y progresistas de salón, con el refuerzo decisivo de prácticamente todos los medios de comunicación, los ultraconservadores y también sus oponentes en la Liza parlamentaria, no se mostraban en absoluto dispuestos a cuestionar la monarquía. Ni tampoco a que la Constitución fuese abolida o reformada. Ni tampoco a que se malograse el bipartidismo. Y menos, a que el federalismo y la autodeterminación fuesen una seria opción. Tan es así, que llegan a entrar en la cárcel por años y por sentencia del alto tribunal, dirigentes catalanes que se habían aventurado a hacer un simulacro de consulta popular que el establishment consideró sin sentido del humor un gravísimos delito y no como un acto nulo de pleno derecho sin consecuencia alguna. Así es que, frustradas esas expectativas razonables y lógicas, si es que en política se puede hablar de lógica, al cabo de casi otros cuarenta años, regresó a mis cuarteles de invierno, donde se aloja mi epicúrea repulsión hacia la política, y ahí sigo…