El Coronel Aureliano Buendía, una noche convaleciente por uno de los innumerables atentados contra su vida su vida, preguntó a su compadre Gerineldo Márquez:
¿Por qué estás peleando?
"Por qué ha de ser, compadre, por el gran partido liberal", contestó sin titubear Márquez al gran jefe guerrero de Macondo.
"Dichoso tú que lo sabes", respondió Buendía.
Y agregó que él, solo estaba en la guerra "por orgullo".
"Eso es malo", comentó el coronel Gerineldo Márquez.
"Naturalmente", dijo Buendía: y agregó, "Pero en todo caso, es mejor eso que no saber por qué se pelea". "O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie".
Al Coronel Buendía, entrado en la madurez y en el conocimiento de los asuntos de la política, le atormentó e indispuso, que hiciese la guerra, confrontase mil calamidades, enfrentase a la muerte en infinitos lances, por algo, que en el propósito del Partido Liberal, en el que lo contaban y hasta el mismo creyó pertenecer, no significase nada.
Desconfiaba de los propósitos de los políticos que en las ciudades y tertulias pacifistas, buscaban acuerdos para beneficio personal y en nada valoraban las aspiraciones de quienes como él y el Coronel Gerineldo Márquez, sufrían las privaciones y enfrentaban los peligros de la guerra.
Para Gerineldo Márquez, su compadre, compañero de luchas desde que ambos, en Macondo - tomaron la decisión de irse a guerrear contra las injusticias sociales, los curas y todo lo asociado a los conservadores - la cuestión era simple y hasta reconfortante, sin aristas ni vericuetos, luchaba por el partido liberal.
El Coronel Aureliano Buendía, no dudaba que su orgullo, cimentado en las dudosas consignas liberales y el rechazo ancestral a los conservadores, fortalecido por los acontecimientos de las guerras, persecuciones y el haber estado muchas veces en los umbrales de la muerte, ya en las postrimerías de su vida, era la razón de su lucha. Más si veía a los políticos liberales citadinos, de levitas y lacitos, proclives a llegar a acuerdos donde se hacían concesiones de cuestiones de principios a cambio de dádivas y prebendas en beneficio para éstos.
Lo malo, en el pensamiento del Coronel Buendía, es luchar, sacrificarse sin saber por qué o por algo que no tiene sentido, pie ni cabeza.
Claro, para el Coronel Márquez, el problema era menor. Nada complicado. Dejaba todo en manos del partido liberal. O por lo menos, como le dijese Buendía, al eterno enamorado de Amaranta y heredero de los amoríos complicados de Pietro Crespi, "dichoso tú, que sabes por qué peleas", pese a que sostuvo que, pelear por orgullo, es mejor que hacerlo sin saber por qué.
Pero el Coronel Aureliano Buendía, años más tarde, después de haberse retirado de la guerra y vuelto al taller a hacer y deshacer sus pescaditos, negado a convertirse en una reliquia y sus productos en simples recuerdos del pasado, concluyó que había combatido, por años, por orgullo y para nada. Y lo que es peor que su subalterno y amigo de la infancia, Gerineldo Márquez, nunca supo por qué pasó tantos años en la guerra. Y por eso, debió creer Buendía, cuando el cadáver de aquel, transportado en una triste carreta que vacilaba al avanzar por las calles cenagosas de Macondo, inundadas por una pertinaz lluvia, nadie que no fuese de sus pocos amigos del pasado, camaradas de armas, iba en la caravana.
¿Qué país queremos? ¿Qué vamos a hacer para lograrlo? ¿Cómo vamos a proceder? Y para decirlo, como en la obra de Gallegos, "Doña Bárbara", en aquel bongo que raudo remontaba el Arauca, bajo el sol abrasante del verano llanero, ¿con quién vamos?
Son interrogantes pertinentes y cuyas respuestas, hasta el Coronel Aureliano Buendía, jefe de fuerzas guerreras del Partido Liberal, reclamaba para darle sentido a su esfuerzo. Se negaba a actuar como Gerineldo Márquez, quien se conformaba con creer que luchaba por aquel partido y lo hacía, "por algo que no significaba nada para nadie".
El proyecto está en la Constitución y el proceso es el que se deriva también de ese documento. Como decir, las líneas generales del liberalismo. Pero, al Coronel Buendía, los jefes liberales de la ciudad le ofrecían alternativas que, podía intuir, lo alejaban de sus aspiraciones de cambiar la vida, pese a que con un poco de esfuerzo se podía entender que algo de eso había en los principios del partido por el que asumió la lucha abandonando su taller de platería y sus pescaditos de oro. Y aquellas, también surgían de la constitución y las definiciones generales del liberalismo cachaco.
La lucha por la democracia y la justicia impone cambios y eso demanda derrotar la soberbia, el servilismo, la manía ingenua, simple expresión de ignorancia o exacerbado oportunismo, de otorgar letras en blanco o al portador al jefe. Y éste, no el líder democrático abierto, con orejas enormes y manos bondadosas, ya es un anacronismo. Es ya bastante conocido que cambiar una sociedad cualquiera, es una tarea harto difícil.
Rebasamos la etapa de las justificaciones del populismo reformista que hacían referencia a peligros que para muchos parecían intangibles o simples fantasmas.
Cualquier neófito las puede percibir, pesar y hasta contar. Las buenas intenciones, los bien intencionados, cuando son auténticos y carismáticos, son percibidos y aceptados con la generosidad debida. Pero si no se les ayuda con la supervisión obligada, en actitud crítica, pueden volverse riesgosos y expuestos a perderse, sin que ello signifique que hayan renunciado a sus primitivas cualidades. La buena fe suele tendernos emboscadas.
El peligro, no hay que obstinarse buscándolo sólo en el líder, en su palabra y ejecutorias. Este puede resultar de falta de comunicaciones aunque lejanas y abundantes. Porque, el círculo, hasta el primero puede ser, de fuego o hierro, transmite en una sola dirección. Y puede ser en este o en los inmediatos, donde se incube el peligro, por el óxido o la hiedra.
Hoy, con admiración, algunos hablan de apariciones, demonios, brujos y brujas que, a plena luz del sol, recorren las ciudades sin recato a reclamar lo suyo.
-"Uno no se imaginaba que hubiese tanto odio, prejuicios, mezquindades, posiciones impensables".
Así habla mucha gente ingenua. De esa que creyó que la cuestión era sólo de soplar y hacer botellas o, para decirlo, con una expresión que parece que nunca va a pasar de moda, "echarle bolas al asunto".
El hombre, como los ríos, se acomoda a su lecho. Hace su cama y cuando eso logra, aspira estar allí para toda la vida. ¿Quién quiere cambiar, si muellemente descansa, sueña y hasta se reproduce? En este caso, cualquier intento de cambiar la casa, se convierte en una amenaza o, por lo menos, en una incomodidad. Los ríos, a veces con demasiada furia, salen a defender su cauce.
Esas reacciones están como en la esencia de la sociedad. Son fácilmente perceptibles y hasta justificadas.
Hay desavenencias o desacuerdos que pueden ser pasajeros. Se puede y debe buscar formas de acercamiento y, de hecho, estas existen. Pero hay que agotar la persuasión, con humildad, sin vanidad ni prepotencia. Se puede, si ello fuese necesario, porque no atropella la moral ni los principios, dar un paso atrás para poder avanzar. Las trochas que evaden las vías principales son útiles y hasta necesarias. Lo importante es llegar y mantener las posiciones tomadas, cuando estas tienen valor y significado. Volvemos al pensamiento y sentencia del Coronel Buendía. Hay muchas verdades, de este y aquel lado, eso está en la condición humana y las relaciones sociales. De fundirlas surgirá la verdad, que no es otra que la que abre el camino para avanzar sin destruir innecesariamente. Sólo el odio o la ignorancia extrema pueden llevar al hombre a destruir lo bueno, útil y hermoso sin motivo o porque no me pertenece.
Por eso, no se debe abordar todos los problemas de inmediato ni con el mismo estilo; hay que establecer prioridades y aprovechar las diferencias que en el frente existen. Cuando un frente que, de por sí está lleno de contradicciones, por descuido, displicencia o adelantar los tiempos, uno no ataca cómo y cuándo es debido, puede fortalecerse. Y ese proceder hasta podría debilitar y agrietar mis defensas. Y sin muchas vueltas, eso sería. responsabilidad mía, no del adversario y menos culpa de quienes debiendo estar de este lado, donde les corresponde, anden en cuitas amorosas y agitando consignas ajenas y con el otro frente.
Debería uno prender las luces de alarma cuando, desde nuestras propias trincheras, surgen voces inconformes más y más. No basta con juzgarlas como advenedizas, ni es buena idea lanzarlas en brazos del adversario primario. La expresión "quien conmigo no esté, con lo que pienso y digo, está con el enemigo", es un simplismo y hasta una malcriadez. Revisar es la palabra y el procedimiento aconsejable, alinear la dirección y corregir el ritmo de aceleración y freno.
En el combate social, como en el fútbol, la táctica más elemental y exitosa es neutralizar el ataque adversario y abrir las defensas enemigas. Por eso se dice que la mejor defensa es una ofensiva armónica e incesante. No permitir que el frente opuesto se una, se ordene. Y hay que evitar, por encima de todo, que se nutra de nuestras propias fuerzas.
Pero este proceder debe ser lo más homogéneo posible. No que una cosa tengan entre manos los liberales de la ciudad y otra quienes en el monte andan alzados. No un comportamiento para el Coronel Buendía y otro para los políticos urbanos. No uno para los de arriba y otro para los de abajo. Y menos que cada liberal asuma el asunto como le venga en gana y le dicten sus vísceras o sus bolas. Las palabras suelen contener variadas connotaciones, ello depende de innumerables factores. Una palabra suelta, sin definición, confunde y hasta produce enfrentamientos en el mismo frente. Y hasta suele convocar a excesos, deformaciones y servir de parapeto de cualquier cosa, gesto o conducta.
Porque tampoco puede uno, como Gerineldo Márquez, dejarlo todo en manos del partido liberal, del cogollo y menos aún de la eminencia gris o bola de cristal. Eso es riesgoso; lo primero que uno piensa es que mil cabezas piensan mejor que una; que un solo hombre, en su soledad en Macondo, por muy ingenioso que sea, aunque haya descifrado los pergaminos de Melquíades, mucho antes que Aureliano, el hijo bastardo de Meme y Mauricio Babilonia, aquel de las mariposas amarillas, y adornado esté por la pureza, no puede totalizar el movimiento y percibir con exactitud el ritmo y cadencias de los vientos todos.
Y aun cuando tenga los atributos de los dioses del Olimpo, siempre será una parcial manera de captar al mundo en movimiento que es una cosa muy compleja. Hasta los dioses del Olimpo dejaban ver sus preferencias y debilidades porque, en fin de cuentas, no podían prescindir de los humanos. Tanto que mortales, hijos de mortales, como Eneas o Aquiles, tuvieron como padres o madres, dioses del Olimpo.
La soledad suele acompañar a los hombres aplaudidos hasta el exceso. La genuflexión, el temor o la inseguridad, el sentimiento mesiánico, la adoración, tienden a arrinconar al hombre en la soledad. Y un hombre solo, sin motivos para intercambiar o auscultar opiniones de afuera, se hace prepotente y hasta termina por creerse infalible o incomprendido. Y eso podría sucederle a cualquier humano. Porque no bastan los pergaminos de Melquíades ya traducidos del sánscrito, ni las conversaciones consigo mismo en las madrugadas de insomnio. Y esas verdades, exhibidas y agitadas al día siguiente con la mano derecha y el puño izquierdo tenso, como para hacerlas más verdades, uno debe verlas con recelo, hasta por cuidar al buen hombre y valiente caballero
Porque en este tiempo no puede uno, cuando las distancias son cortas, la gente se tropieza, las palabras corren demasiado y cada quien con dos dedos de frente sabe de los secretos de lechos nupciales del otro lado del planeta, entregar su fe, aspiración y sueños, en manos del partido liberal y tampoco echarse al monte por orgullo.
¿Por qué?
Por las historias de los coroneles Aureliano Buendía y Gerineldo Márquez, quienes murieron de soledad.