Estado fragmentado

Lunes, 09/01/2023 10:10 AM

Aunque a primera vista pudiera parecer paradójico en el proceso de mundialización, dar auge a los nacionalismo que subyacen bajo los Estados centralistas, no resulta serlo tanto si se mira en la dirección de los intereses del mercado. De ahí, que para la buena marcha de la globalización política, estructurada desde el Estado-hegemónico de zona, se venga patrocinando bajo su dirección modelos de Estado débil, para que sigan fielmente sus disposiciones y las instrucciones de la superelite económica. El fondo de la cuestión es que si es un hecho que en el proceso de globalización no se descarta cualquier estrategia dirigida a desmontar la soberanía del Estado-nación, tampoco se desecha la oportunidad de trocearlo, animando en tal caso a la minoría patrocinadora en su labor de dirigir a las masas locales. El motivo es elemental, dado que un Estado centralista fuerte, pese a los intereses económicos dominantes, puede suponer un obstáculo para el hegemónico y la globalización, cuando se atiene prioritariamente a los intereses nacionales, pero si se fragmenta, es más sencillo llevar al redil lo que queda de él. Con esta nueva estrategia, adquiere relevancia la tesis de promover, frente al nacionalismo propio del Estado central, nacionalismos menores, alimentados por grupos de intereses diversos, utilizando como argumento de convicción entre sus asociados y la cumbre internacional, su historia, su cultura, sus costumbres, su idiosincrasia, entre otros, como puntos de identidad, que exigen construir su propio futuro sin interferencias centralistas, basándose en el hecho diferencial de la colectividad, respecto a los demás ciudadanos del Estado unitario.

En Europa se han dado ejemplos de regiones de grandes Estados históricos —fenómeno en proceso de continuidad— que, invocando diversos argumentos propios del nacionalismo de ocasión, han permitido fragmentarlos, para que un determinado territorio, sin apenas relevancia política ni económica, se haya dotado artificialmente de la condición estatal. En estos procesos, aunque colocando en primera línea argumentos de peso que salen a la luz por conveniencia, respondiendo a los intereses de ciertos colectivos locales, del mosaico europeo y los del capitalismo global, se ha facilitado su creación, para ser absorbidos por ese conglomerado económico-político fuerte en creencias, llamado UE, sucursal del imperio USA. La primera consecuencia es la debilidad económica de los recién llegados, lo que les hace totalmente dependientes del sistema para disponer de su nacionalismo de nombre. Seguidamente, la línea ideológica dominante se impone, por razones obvias, dada la dependencia del pequeño Estado débil del fuerte. Con lo que ya es posible que la toma de decisiones sistémicas sean acogidas sin la menor oposición. Por otra parte, pese a la diversidad de sus gentes, lo que podría animar a la dispersión, es canalizado, al margen de identidades y costumbres autóctonas, a través de la doctrina del mercado, basada en la tesis del bien-vivir, como motivo de cohesión, claramente asumible en cualquier modelo de existencia.

El proceso de fragmentación, animado por la globalidad y alimentado por los sátrapas locales, con ansia de mayor poder, pasa por crear la leyenda base de un nacionalismo minoritario fabricado a medida de ciertos intereses locales, partiendo de distinciones supuestamente culturales que se elevan ante la masa a su máxima calidad y adoptando sentido excluyente, de lo que resulta que se la hace creer que solo ella es portadora en exclusiva. Sobre estas bases, el adoctrinamiento para construir la distinción del colectivo social gira en torno a educar resaltando las supuestas características diferenciales del grupo, basadas en creencias, tradiciones y costumbres —soporte de la leyenda—, que al no ser compartidas con sus vecinos geográficos, contribuyen a crear el hecho diferencial, a menudo, alimentado por un componente sustancial como es la lengua o el simple dialecto, que permite hacerles ver como diferentes.

La desintegración geográfica de los Estados débiles, entendida como fuente de negocio por el capitalismo global, porque en definitiva las ventas del mercado se incrementan al tratar de reforzar la identidad del colectivo recurriendo al mercado, ampliándolo con el material que se entiende como definitorio de su identidad de pueblo, suele ser alimentada por ellos en base a argumentos étnicos, culturales, históricos, religiosos o de carácter social, disponiéndolos para crear fenómenos nacionalistas, como prueba de la diferencia y soporte de identidad de un supuesto pueblo. Lo que capitalismo y mercado potencian, habida cuenta de que el nacionalismo es consecuencia de fenómenos tradicionales destinados a construirse como cultura autóctona, alimentada por la idiosincrasia, en el fondo basada en la creencia de la superioridad de una comunidad respecto a sus vecinos, apadrinada por los oligarcas locales. Para la ideología de la globalidad, la fragmentación política es útil, porque la antinomia aparente oculta sus fines, sin embargo, los promotores de un Estado dividido incurren en la contradicción de que, al defender el hecho diferencial de sus gentes, tiene que buscar amparo y entregarse a una identidad comercial extraña, al mantenerse en línea con el sistema, mientras que, por otra parte, en el panorama global resultan políticamente insignificantes.

Si el Estado débil es internacionalmente irrelevante, diseñado para sumar votos de trámite en las decisiones tomadas por la superelite del poder, el Estado resultante de la fragmentación no llega ni a ese nivel, pasando a ser un simple nombre geográfico, donde la globalidad transita por el terreno del mercado y las multinacionales operan sin obstáculos ni control efectivo. Dada su extrema debilidad política, económica y social, la sumisión es inevitable. Sin embargo, pese a ello, existe la creencia entre sus pobladores de que están defendiendo sus peculiares valores de pueblo, cuando solo se limitan a seguir la senda que les marca la minoría rectora que, a su vez, acata las determinaciones foráneas de quien dispone del poder real. Más allá de los beneficios sistémicos derivados de la nueva situación, explotados a través de las sucursales de las megaempresas que monopolizan el mercado local, hay otros beneficiados en términos de dominación e influencia social, son esas elites dirigentes resultantes de la aparición del nuevo Estado que, ya consolidadas, aprovechando la ocasión, crecen en poder frente a sus súbditos, al amparo del sistema que les da vuelos ocasionales, por el simple hecho de su alineamiento con el negocio global en el que buscan respaldo y promoción, tratando, en lo posible, de otorgarse un nombre para tratar de sonar como figurantes en la escena internacional.

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