La brecha entre el estado y el pueblo

Miércoles, 17/05/2023 06:51 AM

En El Proceso, obra escrita por Franz Kafka, uno de los personajes, refiriéndose al comportamiento observado en el guardián, discurre que “sea cual sea la impresión que nos cause, es un servidor de la ley y, como tal, escapa al juicio humano”. Con un punto de vista parecido, para muchos queda justificada la brecha que separa al ciudadano común del Estado y de los funcionarios que le dan vida, estableciendo una jerarquización (legal y legalizada) contra la cual resultaría inútil luchar, como se extrae de las diferentes experiencias históricas que se plantearon acabar con ella y que trataron de establecer, en su lugar, unas relaciones de poder horizontales que harían factible la vigencia total de la democracia. 
 
Como norma a seguir en toda sociedad democrática, el imperio del derecho debiera estar en la gente y en la naturaleza. En relación con este tema, en su obra «La Utopía del oprimido», Ramiro Ávila Santamaría explica que «la interpretación popular, la que hace la gente en la cotidianidad, y las formas de expresión de los derechos, son formas válidas y respetables de comprender la Constitución. La gente —individual y colectivamente— y las leyes de la naturaleza son fuentes de derecho. Las interpretaciones tendrán más autoridad en tanto sean fruto del sentir colectivo, del debate deliberativo y se encaminen a fortalecer el poder popular y la transformación social. La interpretación popular no es la única ni la mejor interpretación de la Constitución, como tampoco lo es la interpretación judicial, parlamentaria o de alguna agencia del Ejecutivo. Atrás de menos de una docena de jueces o varias centenas de parlamentarios hay millones de personas que cotidianamente ejercen sus derechos y los reclaman. Los parlamentarios pueden tener motivaciones a corto plazo y defender intereses de un grupo, al igual que los jueces y las cortes. Lo cierto es que cuando las decisiones tomadas por el poder, mediante una ley o sentencia, violan derechos, las personas pueden ignorar lo resuelto por el Estado. Por el contrario, el constitucionalismo del oprimido puede defender las actuaciones de los funcionarios públicos cuando promueven y protegen derechos. No es la competencia legal de los jueces o de los funcionarios estatales lo que se discute, sino su actual supremacía para interpretar y aplicar las normas». Según esta concepción, la cotidianidad colectiva y los reclamos de las luchas populares (en su justa acepción) son prácticas que pueden extenderse a las instituciones y al derecho. Esto se ha visto reflejado, de una forma muy particular, en nuestra América con el impulso y la aprobación de Constituciones y leyes que contemplan, como un elemento innovador destacado e insoslayable, la soberanía y la participación del pueblo; así como la garantía de los derechos de los pueblos originarios y afrodescendientes, y de la naturaleza, trascendiendo los marcos constitucionalistas tradicionales.
 
A pesar de la inexistencia de las estructuras necesarias para que la justicia y el constitucionalismo populares puedan manifestarse sin interferencias ni intereses de ningún tipo que minimicen y coarten sus acciones y determinaciones, es importante reconocer que éstas no deben obviarse, especialmente cuando se habla de la democracia y de la soberanía encarnadas en el pueblo. Sería un contrasentido que el poder constituido, representado en el Estado, se negara a aceptar como legítimas las demandas de los sectores populares, escudándose en razones y normas seguidas a través del tiempo, gran parte de las cuales fueron establecidas de manera prejuiciosa a favor de los intereses y la hegemonía de minorías dominantes. Al contrario de ello, sería el pueblo quien tenga la responsabilidad de que el Estado funcione de manera eficiente y transparente en vez de delegar tal responsabilidad en los gobiernos, la burocracia y los partidos políticos, los cuales suelen adoptar una conducta alejada de aquel, convertidos en reyezuelos que deciden e imponen cualquier cosa que no afecte su autoridad. Esto podrá constatarse mediante el ejercicio de una democracia deliberativa por parte de los sectores populares que, de profundizarse al calor de la protesta contra el orden vigente, daría origen a hechos constituyentes que lo modificarían amplia o parcialmente, ajustados a las necesidades y a las realidades que surjan en todo momento.
 
Los diversos movimientos sociales a nivel global han cuestionado las fallas del sistema liberal-burgués representativo, las injusticias y desigualdades derivadas de la estructura económica capitalista y las asimetrías causadas por la concepción neoliberal del desarrollo; temas a los que se agregan, entre otros, la emancipación femenina, la preservación de un ambiente sano y de la biodiversidad que en él se encuentre, los derechos ancestrales de los pueblos originarios y campesinos, la eliminación de cualquier forma de discriminación racial, la inclusión social de los inmigrantes, la soberanía alimentaria, el acceso a servicios públicos eficientes, la diversidad sexual, la educación inclusiva, la salud en igualdad para todos y el derecho de vivir en paz, sin amenazas ni conflictos extraterritoriales. Cada uno de ellos descubre la brecha existente entre el Estado y el pueblo. De esta manera, los movimientos sociales plantean nuevas realidades que deben tomarse en cuenta, a fin de ampliar y profundizar lo que se entiende por democracia; reduciéndose, en consecuencia, esa diferenciación y jerarquización existentes entre gobernantes y gobernados que le restan vigencia, haciendo de ella una aspiración permanente y, aparentemente, sólo posible en nuestra fecunda imaginación. 
 
 

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