«La Revolución no se define, pues, tan solo en el plano económico, político o ideológico sino, más concretamente, por el fin de lo cotidiano (…) Recusa lo cotidiano y lo reorganiza para disolverlo y transformarlo. Pone fin a su prestigio, a su racionalidad irrisoria, a la oposición de lo cotidiano y de la Fiesta (del trabajo y del ocio) como fundamento de la sociedad»
Henry Lefebvre
La revolución de la vida cotidiana
«Los ‘Levantamientos de la Tierra’ no son una excepción francesa. En los últimos años se han desarrollado luchas radicales en todas partes contra la destrucción ecológica capitalista. Con raras excepciones, los trabajadores, las trabajadoras y sus organizaciones sindicales están ausentes de ellas. Estas luchas son llevadas a cabo por la juventud, por los pueblos indígenas y por las y los pequeños campesinos, y especialmente por las mujeres, que están en primera línea en estos tres grupos sociales»
El fragmento anterior, extraído de un texto del ingeniero ecosocialista de seudónimo Daniel Tanuro, clarifica una cuestión neurálgica que atañe directamente a todos los colectivos antagonistas que luchan por construir otra sociedad, mientras pugnan por resistir las agresiones crecientes de los amos del poder y del dinero: la heterogénea pero a la vez integral mixtura de los mecanismos desplegados en todos los ámbitos de la vida social por las fuerzas ciegas del sujeto automático del capital en pos de preservar su dominación y las consecuencias de su deriva acelerada hacia el abismo ecológico y social impactan sobre todos los grupos humanos sometidos a su férula. Desde los indígenas «no contactados» de la tribu Tagaeri, permanentemente acosados y en peligro de extinción por las continuas agresiones sufridas por parte de las corporaciones petroleras y madereras que, con la complicidad activa del Estado, se abalanzan con voracidad sobre sus territorios ancestrales en la Amazonia ecuatoriana en busca del oro negro que mantenga la carrera hacia el abismo de nuestra «civilización» fosilista, hasta las miles de costureras del hotel Rana Plaza de Dacca, aplastadas bajo los escombros del edificio en el que cosían «de sol a sol» prendas de ropa para las principales marcas de las multinacionales textiles occidentales, todos los colectivos subalternos, independientemente de su conexión con la explotación asalariada, están sometidos a las exigencias insaciables de -parafraseando el título del texto de Moishe Postone- tiempo, trabajo y dominación social a cargo del prurito crematístico que impulsa ciegamente al alienado organismo capitalista.
La economista marxista Josefina L. Martínez y la historiadora Cynthia Luz Burgueño resaltan la íntima interrelación entre las distintas opresiones de género y raza con la explotación de clase, y la gran funcionalidad que tiene para el capital avivar los atávicos prejuicios contra las minorías sociales como mecanismos irracionales de refuerzo de la «explotación diferenciada» que sufren millones de mujeres inmigrantes en las islas de confort de las fortalezas imperialistas:
«Más de un siglo después, el imperialismo sigue apoyándose en la existencia de una mano de obra disponible globalmente para su explotación diferenciada a través de la racialización y la explotación basada en el género. La vida de millones de mujeres inmigrantes que trabajan con salarios miserables y sin derechos políticos y sociales plenos en los países imperialistas es fundamental para la reproducción del capital en estas regiones. Por eso no es posible separar la cuestión de clase del antirracismo y del feminismo»
El filósofo marxista Francisco Fernández Buey abunda en la misma línea describiendo la crucial función disciplinaria y altamente lucrativa del racismo «diferencialista» y de las «guerras entre pobres», azuzadas vivamente por el fascismo rampante en nuestras «civilizadas» sociedades occidentales:
«Así pues, las funciones de este sistema en el que el racismo diferencialista aparece como «fórmula mágica» son básicamente dos: permite ampliar o contraer el número de las personas disponibles para los salarios más bajos y las tareas menos gratificantes y, en segundo lugar, procura una base no meritocrática para justificar la desigualdad, lo cual permite a su vez remunerar mucho menos a un segmento de la fuerza de trabajo, lo que no se podría hacer en función del mérito»
Así pues, como muestran los ejemplos anteriores, las raíces profundas del racismo, del sexismo, de la xenofobia y de la miríada de discriminaciones y opresiones que sufren las distintas «minorías» sociales se situarían principalmente -frente a la visión fragmentaria de la «interseccionalidad» posmoderna, que convierte al sujeto en un reservorio de múltiples identidades materiales y socioculturales, todas ellas equivalentes e independientes entre sí, y frente al biologicismo esencialista, que centra la base de la dominación sexual o racial en rasgos socioculturales inmanentes y transhistoricos- en el aprovechamiento ideológico por parte del poder social capitalista de los prejuicios sexistas y racistas azuzados por los mass media y por el fascismo sociológico. De este modo grosero y demagógico se atizan las guerras entre pobres en pos de la gestión «diferenciada» del ejército de reserva de mano de obra mediante el fomento y la legitimación «moral» de la precariedad y la sobreexplotación acentuadas de los colectivos marginados.
¿Qué consecuencias prácticas tiene esa estrecha imbricación entre la miríada de mecanismos de opresión y explotación que sufren todos los colectivos de «los de abajo» para la construcción y articulación de vías de resistencia y lucha anticapitalistas y el estrechamiento de lazos de solidaridad y cooperación entre los distintos grupos sociales organizados contra la depredación del capital?
Las pinceladas anteriores permiten columbrar una certeza que, en palabras del marxista heterodoxo John Holloway, podría formularse como el fermento potencial de «un nuevo mundo de luchas» que van en contra del sometimiento al férreo mandato del «trabajo que produce capital» y de la sujeción de todos los ámbitos de la «fábrica social» a la compulsión muda que impele la marcha del organismo alienado regido por el imperativo de la acumulación y del crecimiento infinitos:
«Se ha abierto un nuevo mundo de luchas. En su corazón se halla la lucha en contra del trabajo, del trabajo capitalista, del trabajo que produce capital. El sujeto revolucionario es el hacer –la actividad vital consciente– y el enemigo a eliminar es el trabajo abstracto: la lucha del hacer es la lucha de la clase obrera en contra de su propia existencia como clase obrera»
Tal necesidad de concebir y de estructurar las luchas antagonistas -más allá de sus objetivos de resistencia más inmediatos- como medios para desarrollar el combate contra el dominio cuasiabsoluto del tiempo de trabajo abstracto, el sustrato patológico de la actual organización social, mediante una transformación radical de «la actividad vital consciente», pone de manifiesto la necesidad de evitar dos riesgos que aquejan, por un lado, a las organizaciones tradicionales de la izquierda, sea esta de tradición marxista o socialdemócrata keynesiana y, por el otro, a los movimientos sociales de un solo asunto, en los que prima el activismo especializado que, en una suerte de «visión de túnel», tiende a perder de vista la necesidad de la crítica global de la totalidad social capitalista.
La dificultad de integrar las demandas y las políticas redistributivas, de carácter sindical o reformista, características de la mayor parte de la izquierda tradicional -cuyo horizonte se reduce a la búsqueda de «un mejor acuerdo» con el capital-, con la necesidad imperiosa de que «la clase obrera luche contra su propia existencia como clase» para fusionarse con los anhelos emancipatorios de las organizaciones populares que resisten, a lo largo y ancho del sufrido planeta, frente a la arremetida contra sus condiciones básicas de subsistencia perpetrada por el capital desembridado pone de manifiesto, como refleja la cita inicial de Tanuro, que las relaciones y la solidaridad entre las organizaciones tradicionales de la clase trabajadora y los movimientos populares autónomos que luchan en los múltiples ámbitos en los que se desarrolla la depredación del capital no resultan precisamente halagüeñas. La marcada escisión que presenciamos cotidianamente entre las luchas sindicales «dentro de la fábrica», centradas exclusivamente en la mejora -siempre pírrica y provisoria- del reparto de la «tarta» entre las clases antagónicas, y los combates y resistencias concretos desarrollados por los colectivos ecologistas, feministas o antirracistas frente a las agresiones del capital refleja vívidamente la insuficiencia de la dicotomía encarnada en la, por un lado, estrategia economicista de la izquierda tradicional y por el otro, la marcada tendencia a la reclusión sectorial del activismo especializado en su único asunto.
La abolición de la clase trabajadora
"Así pues, ¿todavía tiene sentido hablar de una clase hegemónica cualquiera en una sociedad en la que la estructura de clases se está desintegrando? Debemos estar prontos para incorporar las nuevas cuestiones emergentes, como la ecología, el feminismo, el racismo, el municipalismo y aquellos movimientos culturales que se ocupan de la calidad de la vida en el más amplio sentido del término, para no hablar de las tentativas de oponerse a la alienación en una sociedad espiritualmente vacía»
Murray Bookchin
La práctica desaparición del movimiento obrero occidental y la integración plena en las instituciones del capital de la inmensa mayoría de las organizaciones herederas del intento de «asaltar los cielos» por el proletariado revolucionario constituyen el lúgubre escenario de la transformación de la antigua lucha de clases en la gestión institucional de las migajas redistributivas arrancadas al capital y al poder del Estado en pos de mitigar el embate neoliberal contra los colchones amortiguadores del extinto Welfare State. A pesar por tanto de lo perturbador que resulta para los esquemas sociopolíticos y los principios ideológicos clásicos de las organizaciones tradicionales del proletariado, resulta incuestionable que existe una correlación directa entre la degradación y la precarización de las condiciones de vida, causadas por la acuciante necesidad del capitalismo neoliberal de preservar su maltrecha rentabilidad, y la creciente deriva conservadora -cuando no incluso reaccionaria- de amplios sectores de las clases «productoras» primermundistas, fagocitados por el impulso acomodaticio del deseo de preservación de sus «privilegios» frente a la inmigración, la inseguridad económica e incluso frente a las demandas de los nuevos movimientos -con el ecologismo decrecentista en lugar destacado-, que chocan de lleno con la conservación del estilo de vida consumista y pequeñoburgués asumido como una conquista por la mayor parte de la clases trabajadoras del mundo desarrollado. La lucha defensiva por la conservación del «viejo mundo obrerista» del proletariado occidental, con su ilusorio contrato social de reparto progresivo de la riqueza y las frágiles seguridades de amortiguación de los «vaivenes de la vida» proporcionadas por el demediado Estado del Bienestar, está convirtiéndose, al compás de la completa desaparición de la pulsión revolucionaria de las organizaciones herederas del movimiento obrero, en pasto de derivas retrógradas o de simbolismo igualitarista de cariz «identitario» que, en última instancia, y aunque sea de forma involuntaria, son cómplices de la arremetida del capital: la degradación capitalista arrastra a su enemigo histórico con ella.
La historia de desencuentros y de diálogos de sordos entre las organizaciones de la izquierda tradicional y el feminismo, el antirracismo, el ecologismo y el resto de movimientos sociales «autónomos» resulta por tanto suficientemente ilustrativa de la incapacidad de creación de un frente común, partiendo de las premisas tradicionales de la lucha de clases, ante el ataque en toda la línea del Moloch capitalista contra las condiciones para una vida digna en un planeta habitable. Las contradicciones insolubles entre los dos ámbitos -v.gr. el mantenimiento del empleo en una factoría automovilística, defendido numantinamente por los sindicatos del ramo, es totalmente incompatible con cualquier consideración ecológica mínimamente seria- muestran por tanto de forma fehaciente que sólo la superación por la vía de la praxis transformadora de la vida cotidiana del estrecho marco que constriñe por un lado al obrerismo, limitado exclusivamente a la lucha por «un mejor acuerdo» con el capital, y, por el otro, al activismo especializado en un único asunto de los movimientos sociales mayoritarios, puede alumbrar la eclosión de formas de lucha y de construcción de alternativas realmente transformadoras.
El siguiente paso de Moishe Postone pone de manifiesto de forma palmaria la insoluble contradicción latente bajo las estrategias obreristas tributarias de la «ética laborista»:
«Más aún —y aquí sólo puedo tocar de pasada este tema—, ya que el trabajo está determinado como un medio necesario para la reproducción individual en la sociedad capitalista, los trabajadores asalariados siguen dependiendo del ‘crecimiento’ del capital incluso cuando las consecuencias de su trabajo, ecológicas o de cualquier otra clase, funcionan en detrimento de ellos mismos o de los demás»
Así pues, el rasgo característico de la izquierda ortodoxa -muy vinculado a sus anteojeras estatistas, enfocadas casi exclusivamente a la gestión «paliativa» de las componendas de la política institucional- es la ausencia absoluta de una crítica de la vida cotidiana que cuestione de raíz las instituciones y relaciones sociales vigentes -incluido, en lugar destacado, el trabajo como eje de la vida social-, ignorando de este modo la imperiosa necesidad de desarrollar formas de lucha social que pongan en práctica, aquí y ahora, modelos de convivencia y de construcción de formas de vida comunitaria que vayan más allá del culto a la ética del trabajo y de las instituciones sociopolíticas que forman el tejido constitutivo del organismo social capitalista. En la separación rígida entre la lucha económico-sindical -la fase reformista- y la lucha política por la, siempre alejada en el horizonte, toma del poder del Estado -la fase supuestamente revolucionaria-, que es el modelo canónico del planteamiento teórico de toda la izquierda tradicional de raigambre marxista, se pierde, como enfatiza de nuevo Holloway, la conexión con la miríada de luchas antagonistas que, en su enorme diversidad, enarbolan la resistencia cotidiana contra las consecuencias devastadoras de la hegemonía del «trabajo abstracto» como eje cohesionador de la vida social alienada:
«En la separación entre la lucha política y la lucha económica la transformación de nuestro hacer en trabajo abstracto –que está en el centro del capitalismo–, simplemente se pierde de vista. No está presente en la idea de la lucha económica porque la lucha económica trata de mejorar las condiciones del trabajo asalariado. Y no está presente en la lucha política porque la lucha política da por sentada la lucha económica, como la base de la construcción de un movimiento revolucionario. En la lucha política el trabajo abstracto sólo aparece –si es que aparece– como algo a ser abolido en el futuro, es decir, luego de la toma del poder, pero no como lucha presente. Considerar el trabajo asalariado –o simplemente el trabajo–como la base del movimiento anticapitalista es, de modo sencillo, encerrar ese movimiento dentro del capital»
Como resalta Moishe Postone, lo realmente importante no es el establecimiento de una jerarquía de opresiones y de sujetos explotados en los distintos ámbitos que sufren la agresión del capital, cada uno con su compartimiento más o menos estanco de «competencias», demandas y prioridades, sino extraer las consecuencias políticosociales que se derivan, para los que anhelan otra sociedad, de la dinámica degenerativa del capital, que determina el carácter patológico de la totalidad social y de la creciente opresión multidimensional que procura contra las clases subalternas:
«En El Capital, la diferencia entre capitalistas y trabajadores es central no porque se considere la opresión de los trabajadores como forma principal de opresión social y todas las otras opresiones como secundarias, sino porque la relación de clase entre capitalistas y trabajadores es una dimensión central de la dinámica del capital. Es decir, la cuestión subyacente es la dinámica del capital. Esto es muy diferente de lo que argumentan algunas modalidades del marxismo tradicional y su discurso identitario»
El corolario del provocador argumento de Postone lleva por tanto al destronamiento del proletariado como «sujeto histórico», cuya plena realización conllevaría la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la superación de la sociedad clasista en pos de la planificación democrática del trabajo social, y asimismo a un cuestionamiento radical del arsenal conceptual del marxismo tradicional -partido, sujeto revolucionario, planificación, dictadura del proletariado, comunismo, etc.-, a una crítica de su restrictivo y anacrónico tratamiento de las luchas de clases y de su artificial diferenciación entre aspectos materiales e identitarios:
«El proletariado (y el ≪trabajo≫ por el efectuado) no es el sujeto histórico cuya realización y afirmación posibilitarían la abolición del capital. No constituye ningún punto externo al capital en el que anclar la crítica al capitalismo. Al contrario, la superación del capital requeriría de la abolición del trabajo (como mediación social general) y también del proletariado»
Según el presente análisis, las luchas históricas del proletariado por "expropiar a los expropiadores" y apoderarse de los medios de producción a través de la toma revolucionaria del poder estatal -el esquema clásico del marxismo-leninismo, gloriosamente ejemplificado en el triunfo de la revolución rusa- en pos de su socialización no dejan de ser luchas «distributivas» y por tanto endógenas al capital, que no constituyen un «punto externo» al mismo, ya que no lo trascienden al no cuestionar ni la centralidad del proceso de producción y de la actividad laboral en sí mismos, ni tampoco la función reguladora del dinero y del tiempo de trabajo como varas de medir el valor creado que constituye toda la riqueza social. La descripción de Holloway, a pesar de lo dolorosa que resulta para la legión de nostálgicos e incondicionales de los -por otro lado indudables- hitos de la patria del proletariado revolucionario, resulta sumamente ilustrativa de esa constatación:
«En la práctica, sin embargo, la toma del poder por los movimientos revolucionarios nunca ha conducido a la transformación del proceso laboral, a la emancipación del hacer respecto del trabajo. La misma idea de revolución socialista o comunista sencillamente se desvinculó de toda noción de liberar el hacer. El concepto de la naturaleza dual del trabajo desaparece no sólo de la teoría, sino también de la práctica. Es famoso el apoyo de Lenin a la adopción del taylorismo en la Unión Soviética, la proclamación abierta de la continuación del dominio del tiempo de trabajo socialmente necesario»
Bien al contrario, la historia reciente de la evolución de la situación socioeconómica de las clases trabajadoras en los centros capitalistas abona más bien la hipótesis -junto, paradójicamente, a la masiva proliferación de legiones de trabajadores precarios y subempleados- de la creciente integración de capas numerosas del antiguo proletariado en los mecanismos de reproducción del poder capitalista y en la legitimación de las políticas estatales favorables al «crecimiento económico» a través de múltiples vías: alienación consumista, defensa del mercado nacional frente a los "invasores" del Tercer Mundo, pertenencia a las capas medias rentistas y propietarias e incluso eclosión de sectores directamente neofascistas en el propio núcleo de la clase trabajadora.
En este contexto, las provocadoras afirmaciones del filósofo Robert Kurz, el principal representante de la corriente renovadora del marxismo tradicional surgida en los años 90 y conocida como «nueva crítica del valor», resuenan en tono premonitorio:
«En ese sentido, la ‘lucha de clases’ puede ser comprendida de manera totalmente diferente de lo habitual: lejos de trabajar con miras a la caída del capitalismo, constituyó más bien el motor interno de desarrollo del propio sistema capitalista. El movimiento obrero, siempre limitado a la forma fetichista de sus intereses, en cierto sentido representó una y otra vez el progreso del modo de producción capitalista contra el conservadurismo irreflexivo de las respectivas élites capitalistas»
El aspecto clave, que permitiría superar simultáneamente la miopía de la izquierda tradicional, mayoritariamente entregada con armas y bagajes al reformismo institucional y a la lucha económica por el reparto de la tarta, y la especialización compartimentada de los movimientos de un solo asunto, constreñidos por el activismo en su ámbito restringido y sin conexión con la transformación de la totalidad social, reside por tanto en la integración de las luchas y las resistencias contra las múltiples agresiones del capital a través de la creación de -en los luminosos términos de Holloway- «grietas» en las que se desarrolle la revolución de la vida cotidiana contra la sujeción al tiempo de trabajo y a lo económico como centros sobre los que pivota toda la vida social.
La abolición de la familia y del trabajo doméstico
«En la medida en que nuestra lucha es en contra del trabajo, se inscribe en la que la clase obrera sostiene contra el trabajo capitalista. Pero en la medida en que la explotación de las mujeres a través del trabajo doméstico ha tenido su propia historia específica, ligada al mantenimiento de la familia nuclear, el curso específico de esta lucha, que debe pasar por la destrucción de la familia nuclear tal como la ha establecido el orden social capitalista, añade una nueva dimensión a la lucha de clases»
Mariarosa Dalla Costa
El hecho cierto es que no existe un «afuera» del metabolismo socionatural que sostiene a duras penas la reproducción de la totalidad social capitalista que pudiera mantenerse al margen de su deletéreo influjo ya que el desarrollo de la acumulación -crecientemente agresivo y depredador, como refleja el famoso concepto de «acumulación por desposesión», acuñado por el geógrafo marxista David Harvey- exige integrar bajo su férula, en una suerte de «acumulación primitiva» permanente, todos los ámbitos de la vida social, incluyendo las actividades de cuidados o reproductivas que se desarrollan en la «morada oculta» de la producción.
Existe por tanto una estrecha conexión entre las estructuras opresoras, marcadamente feminizadas, vigentes en los ámbitos doméstico-privativos donde se desarrollan las tareas reproductivas, y las acuciantes necesidades de valorización del capital mediante la presión creciente sobre la «cadena de montaje» de la que sale la mercancía más valiosa para el «vampiro de trabajo vivo». Y esa perentoria necesidad de cuestionamiento de la estructura de las propias actividades de «sostenibilidad de la vida», no como algo inmanente a la naturaleza humana -como se desprende del supuesto conflicto capital/vida, planteado por la mayor parte de la economía feminista y ecofeminista- sino troquelado profundamente por el capitalismo y por tanto necesitado en sí mismo de superación, entroncaría con la lucha por una transformación radical de la vida cotidiana que tienda al cuestionamiento de las propias instituciones donde se desarrollan las actividades esenciales para el funcionamiento de la «fábrica social».
Como han mostrado hasta la saciedad los fértiles e innovadores análisis de la economía feminista, la familia nuclear es el entorno preeminente donde se desarrollan las, acusadamente feminizadas, tareas reproductivas imprescindibles para el funcionamiento de la «cadena de montaje» de la que surge la mercancía más valiosa para el metabolismo social capitalista.
Empero, como enfatiza Kathi Weeks, el ámbito doméstico-familiar, a pesar de su papel neurálgico en el engranaje de la maquinaria de la reproducción del capital, sigue siendo masivamente «romantizado» y despolitizado, y no sólo por el discurso legitimador del actual orden social, sino también incluso por destacadas teóricas del movimiento feminista:
«Aunque la familia continúa operando como un elemento crucial del sistema salarial, sigue siendo su socio escondido y su papel es ocultado por todos los discursos que naturalizan, romantizan, privatizan y despolitizan esta institución»
De este modo, la familia se constituye como la célula básica del organismo social a la que se le asigna la función crucial de producción y reproducción cuasi gratuita de individuos «libres» -a través del adiestramiento y sostenimiento de los vástagos para convertirlos en «laboralmente aptos»- de forma privada que se convertirán en la fuerza de trabajo explotable por la máquina de succión de trabajo vivo que alimenta el motor de la acumulación. Por no mencionar, como destaca la periodista e investigadora Nuria Alabao, el papel clave que tiene asimismo la creación de un patrimonio familiar en la reproducción de la desigualdad y los roles clasistas a través de la sacrosanta institución de la herencia y la función -terriblemente disciplinaria y opresiva- de la unidad doméstica de sujeto de la «cadena de oro de la hipoteca» en pos del sueño, típicamente pequeñoburgués, de «tener un hogar», a mayor gloria de la mafia bancaria y del culto al fetiche reaccionario del «pisito» para toda la vida:
«Por otra parte, los cuidados no son neutros. Cuidar –en el sentido de criar– es inscribir la clase en la descendencia a través del capital social y cultural que se transmite a los niños. Reproducirse es reproducir la clase y esto tiene una parte material también. La familia es esencial para la reproducción de clases en el capitalismo, donde la herencia, la transmisión de la propiedad y la deuda son pilares sin los que es más difícil imaginarse la acumulación de capital»
La socióloga marxista Lise Vogel resalta las acusadas diferencias en las funciones de la institución familiar según su carácter clasista y la relevancia para el capital del trabajo «gratuito» realizado en el hogar:
«En las clases dominantes, la familia suele actuar como portadora y transmisora de la propiedad, aunque también puede tener otras funciones. En las clases subordinadas, la familia suele estructurar el lugar donde se mantiene y se reproduce la fuerza de trabajo, esto es, la capacidad de trabajo del individuo que las relaciones sociales existentes ponen a disposición de la clase dominante»
Así pues, el cuestionamiento del papel del proletariado como sujeto histórico «exclusivo» y fundamento ideológico del «esencialismo» obrerista de la izquierda tradicional -por cierto, y dicho sea de paso, acérrimo defensor del mito de la familia obrera como lugar de refugio y solidaridad frente al despiadado mundo de la explotación laboral-, y la necesidad de integrar no sólo el trabajo asalariado sino todas las actividades que mantienen en funcionamiento la «fábrica social» capitalista en el cuadro del antagonismo social y político en pos de una transformación radical de la vida cotidiana, iluminan asimismo, de forma especular, las limitaciones de las demandas de visibilización y reconocimiento de las actividades reproductivas feminizadas que constituyen, sin un cuestionamiento profundo de la estructura intrínseca de las propias tareas y del marco doméstico-familiar en el que se realizan, el fundamento de la mayor parte de los planteamientos teóricos y de las propuestas prácticas desarrollados dentro de las principales corrientes del ecofeminismo y de la economía feminista.
Nuria Alabao enfatiza la ausencia de crítica hacia la propia institución familiar por parte de amplios sectores del movimiento feminista y de las intelectuales y académicas más influyentes:
«Respecto a la familia, yo diría que hay una especie de consenso generalizado de lo positiva que es y poco análisis sobre su papel en el sostenimiento del patriarcado –la derecha lo tiene más claro–. El análisis de su función estructural y su contestación se ha diluido respecto de los feminismos más utópicos de los 70 (…) Hoy parece que las disidencias sexuales y de género se han vuelto más aceptables, siempre que se canalicen hacia algún tipo de forma reproductiva o familiar, como si eso fuese suficiente para hacerlas emancipadoras»
En opinión de Roswitha Scholz la ausencia de una crítica global a la «sociedad del trabajo», incluyendo las instituciones de la «morada oculta de la producción» en las que se desarrollan las actividades reproductivas, es un rasgo predominante en la mayoría de las corrientes del feminismo:
«Pero es significativo que, en vez de elaborar una crítica a la sociedad del trabajo, se busquen sobre todo ‘perspectivas feministas de la sociedad del trabajo’ (Stolz-Willig/Veil 1999). Por tanto, la distancia crítica al concepto de trabajo deja también mucho que desear en el feminismo. Hay que constatar que la mayoría de las corrientes feministas considera las actividades domésticas también como ‘trabajo’ (o sea, ‘trabajo doméstico’). Si las mujeres -cosa corriente hoy día- se ocupan de la familia y a la vez ejercen una profesión , están ‘trabajando’, por consiguiente, en los dos ámbitos»
Lo cierto es que esa falta de distancia crítica respecto de la «centralidad del trabajo reproductivo» y las estructuras en las que se desarrolla, con la consiguiente aceptación de la escisión rígida entre los dos ámbitos, el productivo y el reproductivo, se refleja en las demandas concretas que realizan las principales corrientes de la economía feminista en aras de reclamar a la sociedad el pago de la «factura de la reproducción». Si bien la reivindicación principal de la campaña histórica por un salario para el trabajo doméstico no resulta ya de actualidad, la insistencia en la exigencia de «presentar la factura» se traduce actualmente en la petición de una Renta Básica Universal, defendida enérgicamente por la propia Kathi Weeks, Nuria Alabao y una gran cantidad de economistas feministas, ecofeministas y defensores del decrecimiento. La profesora Alisa Del Re, citada por Kathi Weeks, expresa meridianamente el reduccionismo monetario y la sujeción al estrecho marco del reconocimiento de la «deuda social» con las mujeres insertos en tales exigencias de compensación crematística:
«Frente a un sistema basado en la ocultación de los costes reales de la reproducción que las mujeres han pagado hasta el día de hoy —en términos de dinero y trabajo pero también en términos de calidad de vida individual y social—, las mujeres deben encontrar un modo de presentar su factura»
El filósofo Anselm Jappe resalta la esterilidad de tales demandas, su utopismo estatista, y el efecto contraproducente -en paradójica coincidencia con la búsqueda de «un mejor acuerdo» con el capital por parte de la izquierda obrerista tradicional- de extender la lógica del valor a nuevos sectores sociales que tales exigencias monetarias producen:
«Las propuestas para cambiar esta situación pagando el «trabajo» doméstico o los cuidados para la educación de los niños no conducen a nada. Aparte de su carácter ilusorio en una época en la que el Estado disminuye forzosamente —y no solo por malas elecciones políticas— sus gastos sociales, tales proposiciones implicarían extender la lógica del valor y del trabajo abstracto a nuevos sectores, en lugar de reconocer su quiebra»
Sin embargo, podría resaltarse una diferencia esencial entre la mayoría de las corrientes actuales del «feminismo académico» y los planteamientos radicales de las pioneras feministas de la Segunda Ola de los años 70 que protagonizaron el famoso «debate sobre el trabajo doméstico». El hecho relevante es que éstas mantenían, más allá del carácter extravagante y contraproducente de su demanda estrella de un salario para el trabajo doméstico, una actitud de cuestionamiento integral de la totalidad social capitalista, desarrollando una crítica radical de la vida cotidiana, de la separación artificial entre el «doble trabajo forzado» y de cuestionamiento de la institución familiar como marco de las actividades reproductivas y de la opresión de las mujeres:
«Así, la ‘Campaña por el Salario para el Trabajo Doméstico’, no era para el trabajo doméstico en absoluto. Al contrario, estas trabajadoras estaban en contra del trabajo doméstico, en contra de los salarios y en realidad, en contra del trabajo capitalista. Estaban muy lejos de la actual y creciente demanda de cuidados de "valorar" el trabajo de cuidados y otorgar dignidad al trabajo doméstico. Su propuesta, según afirma Sophie Lewis, era, en último término, la abolición de la familia»
Como expresa Mariarosa Dalla Costa, una de las líderes de aquel movimiento, encuadrado en la Segunda Ola feminista de los años 70, la cuestión neurálgica debería ser que de ningún modo la emancipación puede lograrse a través de la fetichización de la ética del trabajo, sea este doméstico, de cuidados o asalariado, reivindicando su visibilización o su retribución monetaria, sino «destrozando el papel del ama de casa» a través de una transformación integral de la organización de las actividades reproductivas en el seno de la sociedad en pos de una «mayor subversividad de las luchas»:
«Así, la cuestión reside en desarrollar formas de lucha que no dejen a las mujeres tranquilamente en la casa, dispuestas, todo lo más, a tomar parte en manifestaciones ocasionales en la calle, con la esperanza de un salario que no les pagaría nada; tenemos, más bien, que descubrir formas de lucha que rompan inmediatamente con toda la estructura del trabajo doméstico, rechazándola absolutamente, rechazando nuestro papel de amas de casa y el hogar como el gueto de nuestra existencia, ya que el problema no es únicamente dejar de hacer este trabajo sino destrozar todo el papel del ama de casa. El punto de partida no consiste en cómo hacer el trabajo de la casa más eficientemente sino en cómo encontrar un lugar como protagonistas en la lucha; es decir, no en una mayor productividad del trabajo doméstico sino en una mayor subversividad de la lucha»
La propia Scholz enfatiza la necesidad de buscar una alternativa a la «sociedad del doble trabajo forzado», que supere la escisión entre la actividad laboral y la doméstica en pos de una lucha unificada estructurada en torno a la transformación social integral, tanto del área mercantil como de la esfera donde se desarrollan las tareas reproductivas, para «ir más allá de la forma de la escisión del valor»:
«En total hay que insistir en la necesidad de buscar urgentemente una alternativa más allá de la forma de la escisión del valor y, por consiguiente, más allá de la sociedad del trabajo/trabajo doméstico (…) Antes bien, sería cuestión de plantearse otro modelo de civilización cualitativamente del todo diferente al actual y que superase tanto el trabajo remunerado en dinero como las actividades femeninas separadas en el ámbito de la reproducción conjuntamente con sus respectivas estructuras rígidas del tiempo»
De este modo, romper con la escisión entre la esfera privado-doméstica, recluida en la «morada oculta de la producción», y la pública, estructurada en torno al acerbo mundo del trabajo asalariado, cada una con sus «estructuras rígidas del tiempo» y sus instituciones opresoras, y centrar la crítica social, las luchas, las resistencias populares y la construcción de colectividades antagonistas en el combate contra todas las actividades que más o menos directamente se integran en el metabolismo social alienado al servicio del sujeto automático del capital permitiría la superación de la artificial cesura entre el planteamiento de la izquierda tradicional, centrado en la «liberación del trabajo asalariado», y las estrategias de los movimientos sociales, enfocados en su activismo constreñido a su ámbito de lucha, en pos de poner los mimbres de un movimiento popular renovado que incida en la necesidad de la revolución de la vida cotidiana.
Tercera parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/25/contra-el-culto-al-trabajo-iii/
Primera parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/10/contra-el-culto-al-trabajo/
Segunda parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/15/contra-el-culto-al-trabajo-ii/
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