El capital ha existido sólo como el eje dominante de la articulación conjunta de todas las formas históricamente conocidas como control y explotación del trabajo, configurando así un único patrón de poder, histórico-estructuralmente heterogéneo, con relaciones discontinuas y conflictivas entre sus componentes. Ninguna secuencia evolucionista entre los modos de producción, ningún feudalismo anterior, separado y antagónico del capital, ningún señorío feudal en el control del Estado, al cual una burguesía urgida de poder tuviera que desalojar por medios revolucionarios. Si secuencia hubiera, es sin duda sorprendente que el movimiento seguidor del materialismo histórico no haya luchado por una revolución antiesclavista, previa a la revolución antifeudal, previa a su vez a la revolución anticapitalista. Porque en la mayor parte de este continente (EE.UU., todo el Caribe, incluyendo Venezuela, Colombia, las costas de Ecuador y Perú, Brasil), el esclavismo ha sido más extendido y más poderoso. Pero, claro, la esclavitud terminó antes del siglo XX. Y fueron los señores feudales los que heredaron el poder.
Una revolución antifeudal, ergo democrático-burguesa, en el sentido eurocéntrico ha sido, pues, siempre, una imposibilidad histórica. Las únicas revoluciones democráticas realmente ocurridas en América (aparte de la Revolución americana) han sido las de México y de Bolivia, como revoluciones populares, nacionalistas-antiimperialistas, anticoloniales, esto es contra la colonialidad del poder, y antioligárquicas, esto es contra el control del Estado por la burguesía señorial bajo la protección de la burguesía imperial. En la mayoría de los otros países, el proceso ha sido un proceso de depuración gradual y desigual del carácter social, capitalista, de la sociedad y el Estado. En consecuencia, el proceso ha sido siempre muy lento, irregular y parcial.
¿Podría haber sido de otra manera? Toda democratización posible de la sociedad en América Latina debe ocurrir en la mayoría de estos países, al mismo tiempo y en el mismo movimiento histórico como una descolonización y como una redistribución del poder. En otras palabras, como una redistribución radical del poder. Esto es debido, primero, a que las "clases sociales", en América Latina, tienen "color", cualquier "color" que pueda encontrarse en cualquier país, en cualquier momento. Eso quiere decir, definitivamente, que la clasificación de las personas no se realiza solamente en un ámbito del poder, la economía, por ejemplo, sino en todos y en cada uno de los ámbitos. La dominación es el requisito de la explotación, y la raza es el más eficaz instrumento de dominación que, asociado a la explotación, sirve como el clasificador universal en el actual patrón mundial de poder capitalista. En términos de la cuestión nacional, sólo a través de ese proceso de democratización de la sociedad puede ser posible y finalmente exitosa la construcción de un Estado-nación moderno, con todas sus implicancias, incluyendo la ciudadanía y la representación política.
En cuanto al espejismo eurocéntrico acerca de las revoluciones "socialistas", como control del Estado y como estatización del control del trabajo / recursos / productos, de la subjetividad / recursos / productos, sobre la felicidad / recursos / productos, esa perspectiva se funda en dos supuestos teóricos radicalmente falsos. Primero, la idea de una sociedad capitalista homogénea, en el sentido de que sólo el capital como relación social existe y en consecuencia la clase obrera industrial asalariada es la parte mayoritaria de la población. Pero ya hemos visto que así no ha sido nunca, ni en América Latina, ni en el resto del mundo, y que casi seguramente así no ocurrirá nunca. Segundo, la idea de que el socialismo consiste en la estatización de todos y cada uno de los ámbitos del poder y de la existencia social, comenzando con el control del trabajo, porque desde el Estado se puede construir una nueva sociedad. Ese supuesto coloca toda la historia, de nuevo, sobre su cabeza. Inclusive en los toscos términos del materialismo histórico, hace de una superestructura, el Estado, la base de la sociedad. Y escamotea el hecho de una total reconcentración del control del poder, lo que lleva necesariamente al total despotismo de los controladores, haciéndola aparecer como si fuera una socialización del poder, esto es la redistribución radical del control del poder. Pero, precisamente, el socialismo no puede ser otra cosa que la trayectoria de una radical devolución del control sobre el trabajo / recursos / productos, sobre la felicidad / recursos / productos, sobre la autoridad / instituciones / violencia, y sobre la intersubjetividad / conocimiento / comunicación, a la vida cotidiana de las gentes. Eso es lo que propongo, desde 1972, como socialización del poder.
Solitariamente, en 1928, José Carlos Mariátegui fue sin duda el primero en vislumbrar, no sólo en América Latina, que en este espacio / tiempo las relaciones sociales de poder, cualquiera que fuera su carácter previo, existían y actuaban simultánea y articuladamente, en una única y conjunta estructura de poder; que ésta no podía ser una unidad homogénea, con relaciones continuas entre sus elementos, moviéndose en la historia continua y sistémicamente. Por lo tanto, que la idea de una revolución socialista tenía que ser, por necesidad histórica, dirigida contra el conjunto de ese poder y que lejos de consistir en una nueva reconcentración burocrática del poder, sólo podía tener sentido como redistribución entre las gentes, en su vida cotidiana, del control sobre las condiciones de su existencia social45. El debate no será retomado en América Latina sino a partir de los años sesenta del siglo que recién terminó, y en el resto del mundo a partir de la derrota mundial del campo socialista.
En realidad, cada categoría usada para caracterizar el proceso político latinoamericano ha sido siempre un modo parcial y distorsionado de mirar esta realidad. Esa es una consecuencia inevitable de la perspectiva eurocéntrica, en la cual un evolucionismo unilineal y unidireccional se amalgama contradictoriamente con la visión dualista de la historia; un dualismo nuevo y radical que separa la naturaleza de la sociedad, el cuerpo de la razón; que no sabe qué hacer con la cuestión de la totalidad, negándose simplemente, como el viejo empirismo o el nuevo posmodernismo, o entendiéndose sólo de modo organicista o sistémico, convirtiéndola así en una perspectiva distorsionante, imposible de ser usada salvo para el error.
No es, pues, un accidente que hayamos sido, por el momento, derrotados en ambos proyectos revolucionarios, en América y en todo el mundo. Lo que pudimos avanzar y conquistar en términos de derechos políticos y civiles, en una necesaria redistribución del poder, de la cual la descolonización de la sociedad es presupuesto y punto de partida, está ahora siendo arrasado en el proceso de reconcentración del control del poder en el capitalismo mundial y con la gestión de los mismos funcionarios de la colonialidad del poder. En consecuencia, es tiempo de aprender a liberarnos del espejo eurocéntrico donde nuestra imagen es siempre, necesariamente, distorsionada. Es tiempo, en fin, de dejar de ser lo que no somos.