El declive de la partitocracia

Lunes, 20/05/2024 07:24 AM

La recuperación y puesta en escena de la olvidada idea de democracia clásica en el panorama moderno, realizada en términos de democracia representativa, fue un método diseñado por la burguesía de la época para tomar el poder político en los Estados claves, al objeto de asegurar el desarrollo del mercado capitalista. Los más avispados de sus personajes, ya fuera siguiendo la ortodoxia de la clase o desde la oposición aparente, a la vista de las perspectivas del nuevo negocio, en el que la política pasó a ser pieza clave para la estabilidad del mercado, se asociaron en grupos diversos, estableciendo el rótulo identificativo de sus particulares propósitos, llamado ideología, como tapadera de los variados intereses materiales grupales en juego —en síntesis, poder y dinero—, aunque en el fondo coincidentes. El rótulo asociativo, hábilmente diseñado bajo distintas denominaciones y pintoresco colorido, tenía su particular efecto atracción para las gentes, porque cabían todos, ya que permitía inclinarse libremente por uno u otro, pero sin salirse del espectro político. Resultaba que, más arriba de esos grupos de intereses diversos, había una conexión de fondo, ya que allí se había situado un único mandante. Por tanto, se eligiera a quien se eligiera en el proceso de la democracia del voto, siempre mandaba o acaba por mandar el que realmente manejaba los hilos desde lo alto. Era la nueva fórmula para que las gentes jugaran a la política, los profesionales vivieran de la política y el capitalismo se lucrara con la política.

Desde entonces, algo menos de tres siglos atrás, la forma de hacer política quedó claramente definida. Su objetivo, tras el cambio de paradigma, no era otro que las gentes participaran en la actividad política, pero sin salirse del terreno de juego. La fórmula de partidos procuraba ese ambiente de libertad propagandística, sujeta a la condición de que nadie caminara al margen del sistema establecido. En el terreno real, lo de democracia representativa quedó en que las masas votaran a los distintos grupos de intereses exhibidos en el panorama político con el que experimentaban afinidad, y se declarara vencedor al que mejor vendiera el producto. Para animar el proceso, se ponían en escena un arsenal de promesas, en línea con el respectivo proyecto político que servía de imán de atracción de las mentes que veían el mundo a su manera para, desde la afinidad con el grupo, cobrar la fuerza necesaria y construir una sociedad a conveniencia. El resultado fue que las masas se entregaron sin condiciones al juego de partidos, en los que se veía respuesta a sus inclinaciones ideológicas, pero confiando que otros hicieran realidad sus expectativas políticas. Sin embargo, el objetivo del sistema de partidos era imponer la sumisión de la voluntad general a la voluntad grupal, suplantándola por la de una minoría dirigente, mientras la democracia abandonaba la idea representativa y quedaba en el ejercicio del voto a ciegas. Lo que permitía, por un lado, desentenderse de la voluntad política síntesis del colectivo y, por otro, dejarla enteramente al arbitrio del grupo elegido. Con lo que acabaron por imponerse claramente sobre la voluntad popular los intereses de una minoría selecta, electoralmente legitimada, encargada de ejercer ese poder de todos en términos de partido.

De esta manera iban marchando las cosas en los países más adelantados. Mientras, los que pretendían mostrarse en línea con el nuevo eslogan de progreso político, aprovechaban para hacer de la política una pantomima electoral, eligiendo la dictadura de turno. Quedaban algunos que no perdían el tiempo con elecciones, porque sus gobernantes ya habían sido elegidos con carácter vitalicio. En cualquier caso, el resultado práctico no mostraba grandes diferencias con el de los aventajados en el tema. Luego resultó que con la globalización capitalista, concebida para imponer su nuevo modelo de imperialismo, el rumbo de la política se mostró más claro. Los países de vanguardia, aunque manteniéndose fieles al entramado jurídico, la democracia del voto, la división de poderes y la partitocracia, declaraban sumisión al imperio. Con ello, el poder de partidos declina, porque pasan a ser comisionados imperiales. En cuanto al orden jurídico, sujeto al vaivén de los tiempos, no es difícil apreciar que las leyes quedan fácilmente a voluntad del nuevo señor de la política, la economía y la sociedad. Por otra parte, la división del poderes basta con que subsista como adorno puramente formal, asistida por las correspondientes burocracias institucionales. La democracia, reconducida al voto, ya no puede decirse que permita representar al pueblo, simplemente se utiliza para dar legitimidad al hecho de la sumisión imperial a través de los partidos.

En el modelo político imperialista que impone la globalización, la partitocracia han tenido que adaptarse a la nueva realidad. La sinarquía económica, que es la que realmente manda para que otros gobiernen, es evidente que, priorizando la seguridad de sus intereses, no podía dejar a su aire el funcionamiento de la política en la mayoría de los Estados, máxime si se tenían por avanzados, por lo que discretamente ha hecho cambiar los planteamientos políticos afectando directamente al funcionamiento de lo políticamente más visible, como es el sistema partitocrático, que había suplantado a la democracia representativa. Puesto que el mandatario real maneja los hilos políticos en la sombra, la partitocracia, presentada como modelo de democracia al uso, sigue siendo políticamente útil para que el mandante real no precise salir a escena, siempre que quede sujeta a la condición de que responda a sus consignas, ya que permite conservar cierta estabilidad formal en los países. Sin embargo, bajo el panorama imperialista, el partido, que acoge una pluralidad de sensibilidades políticas dentro de una misma ideología, ya no puede ser la síntesis de todas ellas, precisa de una dirección exclusiva y excluyente En el grupo siempre hay posibilidad de que surjan discrepancias en cuanto a la línea a seguir, por eso, lo fundamental, si se mira por la viabilidad del plan, es eliminarlas. De tal forma que el partido, ya no sea el partido, sino el líder. Para ello hay que reforzar su autoridad como única voz del grupo, mientras el resto, como comparsas, están obligados a seguirle el juego. La tendencia personalista se ha impuesto en los partidos y la partitocracia suena también a personalismo, porque ya no gobierna tanto el partido como su jefe, con lo que, llegado el turno de ejercer el poder al partido de moda, la partitocracia se eclipsa.

Afectada por la nueva situación, en la que la dirección de algunos partidos ha sido secuestrada por el personalismo del líder y las pautas a seguir vienen dadas por los intereses del gran capital, la partitocracia está sensiblemente debilitada porque ya no se gobierna para el partido, sino para otros. Tales partidos, que en otros momentos gobernaron países conforme a los intereses del grupo, resulta que ya no tienen vida propia, y la función ideológica que les definía ha sido falseada. Siguiendo la trayectoria marcada por los mandantes supremos, han pasado a ser aparatos que se mueven conforme a consignas imperiales, transmitidas por los que han colocado al frente del partido tanto al personaje central como a la trama que le asiste — el llamado líder y su corte—. Se agudiza el problema todavía más cuando el líder utiliza al partido para la defensa de sus intereses personales, lo que enlaza con la dictadura y, en otros casos, con el cesarismo. Finalmente, el asunto acaba por desbordarse cuando sale a la luz pública que el líder es en realidad un empleado al servicio de la minoría económica que maneja el gran negocio mercantil de la globalización.

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