Culto a la elite

Jueves, 20/06/2024 06:49 AM

Desde las primeras referencia históricas ha quedado constancia del culto a la elite política, y actualmente sigue siendo la realidad dominante. Las masas siempre se han entregado con devoción a practicar el culto a elites ocasionales porque han creído en su capacidad para guiarlas. De ahí que estas continúen en el mismo estado político que en otros tiempos, pese a que se hable de democracia o de que la soberanía reside en el pueblo.

Aunque la práctica del culto a las elites de referencia puede hacerse extensivo en mayor o menor grado a otras elites, en interés del negocio montado por las primeras, el hecho es que el principio de distinción, en tales casos, pudiera tener algún fundamento si se soporta en una base diferencial más o menos acreditada. En cuanto a la elite política casi todo es humo, pura fantasía, su valor de elite solo reside en la oportunidad y la fortuna. La base diferencial enlaza con el mito y, si tiene un principio de soporte real, solo es leyenda forjada con la inocente colaboración de las masas, que han sido seducidas por la propaganda en torno a los personajes de turno y les han otorgado el poder real del conjunto, que permite elevar su estatus sobre lo común. En estos tiempos, el plantel de los mejores practicantes de la política, los que sobresalen del mar de masas, es elite inventada por los partidos, bajo la supervisión de la autoridad superior, que se derrumban cuando se ven afectados por la realidad, que a la larga acaba por imponerse. Al final, las elites del momento dejan su lugar a las que toman el relevo y muchos de sus personajes quedan en el cuarto de los juguetes rotos.

Parecería que el culto a las elites políticas, muy propio de aquellas viejas monarquías, solo se mantuvo con cierto grado de pureza hasta que los ilustrados le dieron el golpe de gracia, trayendo como representación del progreso la figura de la democracia, con la vana pretensión de bajarlas del altar, es decir, ponerlas a nivel del rasero común. Sin embargo, ya se ha visto que se trataba de una simple declaración de intenciones, porque el culto se restableció, solamente cambiaron las elites en la parte formal, pero siguieron siendo elites. Pronto, todo el gran proyecto quedaría en nada, y los bonapartistas vinieron a adelantarlo. Ahora, el panorama se presenta más claro, las nuevas elites pretenden situarse en el mismo punto de partida, con lo que al absolutismo de antaño ha tomado relevo la autocracia, en los países que más o menos sirvieron en su tiempo de modelo para el experimento político.

Situadas las nuevas elites visibles en lo más alto, blindadas con eso que se llama la autoridad legal, hacen y deshacen a su antojo, investidas por ese poder que otorga el Derecho, manipulado a través de leyes de conveniencia y resoluciones del mismo tipo. Esta elite política, que ha acabado siendo definida como autoridad legal —antes mitológica—, en virtud de lo que llaman democracia, se distancia de las masas acompañándose de una serie de privilegios que no son propios de la época presente, sino una rémora que se arrastra siglo tras siglo, hoy camuflada tras el progreso. El hecho es que la elite política, la que queda consolidada al gobernar, en virtud de las falacias modernas, hace lo de siempre, sacrificar a las masas para defensa de sus intereses personales. De esta manera no duda en enviarlas al matadero en sus guerras o hacerlas trabajar por sus mandantes, mientras resulta que los méritos de la empresa se los llevan las elites, sin que, desde sus cómodos despachos, los gobernantes se dignen bajar a la arena, salvo para hacer recorridos de propaganda personal cuando el tiempo acompaña.

Si efectivamente se pretende hablar de progreso como argumento político, más allá de capitalizar los avances científicos, habría que comenzar desmontando el culto a las elites. Se trata simplemente de ponerlas en el lugar de base del que han partido, como uno más, sin privilegios, ya que son innecesarias, porque el único con capacidad de gobernase no es el individuo o el grupo, sino el pueblo como conjunto —realidad que se ha venido ocultando aprovechando distintos mitos y leyendas creadas por los oportunistas—. Ello supone hablar de responsabilidad, no de responsabilidad de elite, que no es más que un nombre, sino de responsabilidad por sus actos, de lo que parece la elite política se encuentra convenientemente blindada, aunque haya incurrido en actos inapropiados.

Sin embargo, la posibilidad de que las masas o, en su caso, un pueblo despierten del letargo intelectual cada día se muestra más lejana. De alimentar esta situación se ha ocupado lo que se vende como doctrina del bienestar, traducida como la práctica de procurar instrumentos que alienten al adormecimiento generalizado, con la ayuda de esa tecnología de progreso, diseñada desde el marketing comercial, al servicio de la elite política. Ha calado tan hondo en la conciencia colectiva que resulta prácticamente imposible salir de tal estado, máxime si se tiene en cuenta el espíritu hedonista y el sentido pragmático de fondo dominantes. Evidentemente, para una destacada mayoría, resulta más cómodo seguir rindiendo culto a las elites políticas que disolverlas en la masa de donde proceden y tomar aquella sus propias decisiones colectivas.

Todo viene a confirmar que, si alguna vez se habló de que las masas se rebelaban, era algo imaginario, porque estaban destinadas a rendir culto a las elites. Nunca se han rebelado ni tomado protagonismo ni personalidad propia, porque en todo momento han sido manipuladas por las elites. Incluso se podría aventurar que, con toda probabilidad, seguirán siendo conducidas, siglo tras siglo, por elites políticas.

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