No matarás (I)

Jueves, 21/11/2024 11:43 AM

A Jesús Manuel Martínez Medina víctima de la violencia absurda y sin finalidad, víctima de la intolerancia y la falta de respeto hacia el otro.

La formulación bíblica de la quinta palabra, tanto en el Libro del Éxodo como en el del Deuteronomio, es muy concisa: "No matarás" (Ex 20, 13; Dt 5,17).Y, sobre esta versión, idéntica en ambos textos, todas las investigaciones coinciden en afirmar que nos encontramos ante uno de los elementos más antiguos del Decálogo. Mandamiento difícil y contradictorio si los hay. Porque lo manda un Dios en apariencia vengativo que impone la pena de muerte a muchos pecados y en otras ocasiones ordena al pueblo escogido pasar a cuchillo a los vencidos, hombres, mujeres, niños y asnos. Pero el mandamiento es tajante: "No matarás".

La intención principal del precepto es salvaguardar el bien fundamental de la vida humana e impedir su destrucción. Apunta directamente contra la posibilidad de tomarse la justicia por las propias manos. Tutela y protege la vida de toda persona y de todas las personas, especialmente la vida de los indefensos. Aun formulada en negativo, esta quinta palabra supone la afirmación clara y explícita del valor de la vida humana. Quizá, de entre todos los preceptos del Decálogo, es el quinto mandamiento el que, en su formulación, resulta menos controvertido y más evidente. La prohibición de matar es actualmente la única palabra del Decálogo que se cita, en nuestro mundo secularizado, como norma del obrar humano.

Sin embargo, esta visión puede pecar de simplismo. Existen diversos problemas que siguen manteniendo el debate sobre la fuerza vinculante del mandamiento bíblico e incluso sobre su verdadero significado concreto. A algunos les parece difícil integrarlo en el ambiente y la cultura israelita de la época. Baste pensar en las múltiples situaciones en que en el Antiguo Testamento el matar sucede como algo natural: familias pasadas a cuchillo, ejércitos enteros aniquilados, siempre con la aprobación de Dios. No es posible, pues, soslayar la cuestión: ¿qué se prohíbe realmente en el precepto "no matarás"?, ¿intenta tutelar la vida de cualquier hombre o sólo de algunos?

Intentando responder a estas cuestiones fundamentales, los exegetas se han fijado, de manera especial, en el verbo utilizado en Éxodo 20,13 y Deuteronomio 5,17: el verbo rasah, que tiene unas connotaciones particulares. No se emplea nunca en la Biblia para referirse a la acción de matar en la guerra, ni a la pena de muerte, ni para expresar una acción divina. La prohibición bíblica se referiría simplemente al homicidio ilegal y arbitrario. Por tanto, la protección y tutela de la vida que defiende el quinto mandamiento se refiere a la vida del israelita ante cualquier violencia ilegal y arbitraria. Por ello, la comprensión cristiana de esta quinta palabra no puede prescindir del sentido radical que implica el Sermón del monte (Mt 5,21-26) y la proclamación del mandamiento nuevo (Jn 13,34-35; 15,12-13; Mt 22,36-40; Rom 13,9). A la luz del mensaje de Jesús se puede llegar a proclamar que cuanto atenta contra la vida humana es contrario "al honor debido al Creador"

Todas las culturas han afirmado unánimemente el respeto a la vida. Se trata de uno de los principios universales presentes en la conciencia de la humanidad. Representa el valor central en torno al cual se desarrolla la conciencia moral de los hombres de todos los tiempos. Todas las relaciones humanas, así como las exigencias y obligaciones, dependen de este presupuesto fundamental. La vida es siempre un bien. Esta es la gran verdad que el hombre está llamado a comprender.

El primer bien e interés del hombre es su propia vida. Por eso, este valor antecede a todos los demás. Nos encontramos ante un bien radical de la persona. Es la condición indispensable para la existencia y para los demás bienes y derechos. Por ello, toda vida humana es inviolable y debe ser respetada. Este carácter inviolable está íntimamente unido al valor de la persona humana y se funda en el respeto incondicional que exige al hombre. Pero además, la vida humana es un bien social, un bien de la comunidad. Atentar contra la vida de alguien es siempre un atentado contra la justicia.

En la perspectiva bíblica, la vida se entiende especialmente como un don recibido de Dios. Continuamente la Sagrada Escritura resalta la relación directa de la vida con Dios. La vida del hombre proviene de Dios; "es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura" (Evangelium vitae 34). Dios es el único señor de la vida; el hombre no puede disponer de ella. Vida y muerte están en las manos de Dios: "Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre"(Job 12,10). El Señor da la muerte y la vida y sólo Él puede decir: "Yo doy la muerte y doy la vida" (Dt 32,29). Dios es, pues, señor de la vida, quien la da y quien tiene poder para quitarla. Toda vida viene de Dios y Dios la protege. No crea al hombre para dejarlo morir, sino para que viva (Sab 1,3; 2,23). Porque Dios ejerce su poder con cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas. Por su parte, el hombre la aprecia de tal manera que todo cuanto tiene está pronto a darlo por su vida» (Job 2,4).

Para Jesús, la vida es un don precioso, "más que el alimento" (Mt 6,25). Salvar una vida prevalece incluso sobre el sábado (Mc 3,4), porque "Dios no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mc 12,27). Pero, además, el evangelio de la vida culmina, como dijo Juan Pablo II, en que la vida que Cristo ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está "en Él", "consiste en ser engendrados por Dios y participar en la plenitud de su amor" (EV 37). Aquí alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida: "Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor".

La consecuencia de esta visión sagrada de la vida es la afirmación de su carácter inviolable, la prohibición del homicidio (Ex 20,13; 23,7) y de cualquier daño causado al otro (Ex 21,12-27). Este es el sentido del mandamiento bíblico, que alcanza su plenitud en la revelación de Jesús: "En la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida" (EV 41), en el deber de cuidar la vida del hermano y de amar al prójimo como a uno mismo.

El primer mandato que recibimos de Dios es vivir. Pero no necesitaría estar escrito en ningún código exterior al hombre; está grabado en lo más hondo de nuestro ser. Por eso, ante el don y el regalo de la vida, el ser humano tiene que acogerla, amarla, cuidarla con solicitud, desplegar todas las posibilidades que se encierran en ella. La vida recibida de Dios es el fundamento de la dignidad de la persona, el primer valor en el que arraigan y sobre el que se desarrollan todos los demás valores y derechos. Por eso Básicamente porque la vida es el bien mayor que tienen los seres humanos. Todas las otras posibilidades y oportunidades de los seres humanos se sustentan sobre la vida. Sólo los seres vivos pueden desarrollarse, hacer algo, ser felices y hacer felices a los demás. Sin la vida sólo existen las tinieblas del no ser, la nada. Supuestos el principio de que no hay que hacer a otros lo que no quieras que te hagan a ti, y que el bien que más apreciamos, en circunstancias normales, es la vida propia, nada peor se le puede hacer a alguien que privarle de la vida. Privar a alguien de la vida es un daño irreversible. Cualquier otra cosa que le quitemos a alguien, la fortuna, la honra, la fama, etc., se le puede restituir, incluso si amputamos a alguien un miembro del cuerpo hay posibilidades quirúrgicas u ortopédicas de reponérselo. Con la vida no hay esta posibilidad. Ni tampoco puede el causante del daño repararlo, aunque se arrepienta. La muerte tiene esa nota de finalidad absoluta que la hace tan terrible.

El respeto a la vida humana debe ser incondicional, porque una vez que se admiten excepciones -necesariamente por motivos teñidos de subjetividad, se abre la puerta a todo tipo de enmiendas y excepciones y de ahí se llega rápidamente al menosprecio relativo o absoluto de la vida humana y a considerarla como perfectamente sacrificable en aras de otros valores superiores como puede ser la verdadera fe o la patria, la razón de estado, o una ganancia material extraordinaria, nadie puede disponer de ella a su antojo; ni de la suya propia, ni de la ajena.

 

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