Educar para democratizar

Viernes, 14/03/2025 05:37 AM

Uno de los desafíos más colosales de la praxis emancipatoria de los tiempos que corren radica en dar contenido social a las democracias existentes en clave democratizadora. Hoy el significante democracia se torna vacío ─con el perdón de los lingüistas que, no sin buenas razones, niegan la existencia de tales vacuidades en materia de lenguaje. Hubo épocas, especialmente durante el siglo XIX, en que la palabra democracia connotaba subversión, se asociaba con revolución. Después, la derecha liberal se adueñó de ella y más tardíamente lo hizo una parte de la izquierda. Después de la caída del muro de Berlín casi nadie hacía uso del púlpito para despotricar de la democracia. Al peor tirano, al régimen más totalitario le resultaba imperioso barnizarse de democrático. Para ello se usaba el mercado publicitario y se empleaban todas las estratagemas que se tuviesen a la mano. La Alemania oriental, socialista del siglo XX, se llamaba oficialmente “República democrática”. Corea del Norte no está lejos de lo dicho. Si acaso actores islámicos radicales, yihadistas en busca de califatos milenarios, se cuenten entre las pocas excepciones. Casi todos han querido por más de un siglo la túnica de la democracia, eso sí, pocos o casi nadie ha querido entrar a conceptualizarla pues se corre el peligro de quedar al desnudo. Por cierto, tampoco lo haremos nosotros más allá de un intento de esbozo. Nuestro fractal investigativo, nuestra inclinación rizomática no puede detenerse en este punto, por lo que quedamos en deuda. Lo que sí queremos es insistir una y otra vez en la urgencia de una educación para la democracia, pues el siglo XXI arrancó con una creciente amenaza a la idea de democracia. Basta pasar revista al mundo actual, el de Trump, el de Putin, el de Milei, el de las extremas derechas de Europa, por solo citar algunos de sus enemigos.

En materia de educación para la democracia, pues no habrá democracia sin esta formación, la tradicional educación en valores resulta tan fútil como las apelaciones al más allá del “Reino de la Necesidad”. Ninguna de las dos transforma mayor cosa, pero ambas conservan bien lo que tenemos y como lo tenemos, llegando en ocasiones a empeorarlo. Con la esperanza de no sonar tremendista, de no resultar un populista discursivo más ─diría nuestro estimado Rigoberto Lanz─, pienso que darle contenido social a la democracia, sustantivarla, significa convertirla en bastión de una efectiva lucha contra la dominación. ¿Contra cuál dominación? Contra la de clases sociales; contra la del género; contra la étnico-racial; contra la belicista; contra la de unas generaciones sobre otras; contra la del demagogo populista, vanidoso, ególatra, asqueroso; contra la dominación depredadora de nuestra naturaleza ─la única que tenemos y la que somos, la interna y la externa, si es que cabe separarlas de manera tan impertinente─; contra la del “mundo desarrollado”, siempre tan imperial; contra la de la ciencia positiva mitificada, con su arrogancia epistemológica; contra la del profesional, presentada en lenguajes encriptados, contando su eterno cuento, aquel que reza: “tengo un secreto de ti que tu precisas saber”; contra la de las Iglesias, que matan para “salvar”; contra la de la gran empresa capitalista (financiera, comercial, industrial, terrateniente) siempre especuladora y desalmada; en fin, contra la dominación allí donde esté, la que se ha identificado y la que se mantiene oculta. 

Entendemos la educación para la democracia como una educación contra la dominación. ¿Podría ser de otra manera? Si queremos hacer una cosmética carente de ética en el rostro de una sociedad putrefacta, sí. Pero si nos tomamos en serio la democracia no lo veo de otro modo: se educará para una democracia entendida como perpetua acción democratizadora, acción que quiebra la concentración de poder allí donde se encuentre: en lo económico, en lo político, en lo social, en lo cultural. Así, en una clave más positiva, democratizar significa distribuir el poder de decisión a los implicados y afectados por las decisiones. Expresa, entonces, empoderar al ciudadano y a las comunidades, hacerlas partícipes de las decisiones que las afectan, mantenerlas informadas con la menor opacidad posible, dotarlas de los conocimientos básicos para ese empoderar, conocimientos que tratan sobre las fuerzas condicionantes del mundo contemporáneo: fuerzas económicas, sociales, políticas, militares, mediáticas, tecnológicas; pero también conocimientos sobre las formas de reorganizarse en una sociedad que licua las organizaciones, que diluye lo sólido, que torna líquidas (Bauman) a casi todas las instituciones sociales, que sumerge en la incertidumbre a nuestro mundo entero (Beck) y que con lo incierto nos deja a merced de conjeturas y fantasías atemorizantes como resultan las teorías de la conspiración. Y empoderar no significa cooptar las comunidades desde el aparato de Estado para reducirlas a maquinarias electorales o de control social.

Sin cultura de la organización no hay acción democratizadora emancipatoria. Más allá de que la democracia sea entendida bajo registros deliberativos (Rawls, Apel, Habermas), agonísticos (Mouffe), populistas (Laclau), participativos-contrademocráticos (Rosanvallon) nunca habrá democracia ni como consenso, ni como disenso, ni como ejercicio crítico, ni como procedimiento que se quiera, ni como sistema sino reposa en un ethos ciudadano, de un modo de vida ─diría Dewey. No hay democracia sin ciudadanos demócratas, no al menos sustantivamente, que es lo aquí incumbe. Por tal motivo, no vamos a pisar la trampa de reducir la democracia a la institución del sufragio y, mucho menos, a alguna ley de la mayoría que arrasa a lo Jalisco. Eso sí, no dejaré de votar y de exigir el sufragio, así sea para homenajear la vida de los miles y miles que nos precedieron para lograr el derecho al voto. La democracia, en tanto que ethos, se encarna en la persona. De esta manera, hablamos de un ser moral y ético, de un residir individual y un comportarse socialmente. En otros artículos y ensayos hemos realizado aproximaciones a este ethos ciudadano. Por ahora, digamos sólo que el ethos ciudadano democrático requiere de aquello que Kant llamó la “mayoría de edad”. Entre comillas pues dicho ethos no surge por generación espontánea al cumplir la mayoría de edad legal. No nos concierne aquí la materia jurídica sino la cultural, pues un ethos es, por sobre todo, una cultura. En calidad de tal, no se hereda genéticamente ni es asignatura de la biología, sino que se aprende y es tarea de la educación. Y por ello, nuestra insistencia en la educación para la democracia, a la formación (Bildung) democrática de la persona. Ser kantianamente mayor de edad es valerse por sí mismo, dotarse de sus propios criterios, ser crítico, es volverse una persona asqueada con las formas de dominación, es volverse democrático.

 

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