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Maduro llevó al cadalso a Evo Morales

Sábado, 16/11/2019 06:50 AM

El liberalismo es algo, por tanto, que tiene que ver con la libertad, convertida en el ojo de la aguja por donde todo pensamiento liberal debe poder pasar. Esta afirmación no parecerá trivial si reparamos en que asume algo como presupuesto que está lejos de ser axiomático: que los hombres y las mujeres somos libres. Para explicar la distancia que en este aspecto nos separa de los primeros liberales, permitidme ahora traer un inciso de uno de las obras más conocidas del canon liberal, La carta sobre la tolerancia de John Locke. No se trata de un paso famoso, sino apenas de un inciso que me llamó la atención en una reciente relectura. Se trata de la definición de iglesia que da Locke al inicio de su Carta (los énfasis míos):

«Estimo de rendir culto públicamente a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas. Digo que es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de una Iglesia» que una Iglesia es una sociedad voluntaria de hombres, unidos por acuerdo mutuo en el objeto.

Aquí lo que me llamó la atención fue el reiterado y rotundo uso del calificativo voluntario para referirse a la pertenencia a una iglesia. Y me llamó la atención porque esa es una rotundidad que hoy no puede permitirse un liberal enterado de los debates de su tiempo, que han puesto bajo asedio la propia noción de libre albedrío. Para nosotros la libertad es un concepto controvertido que seguramente no exista en el sentido que le daban los primeros teóricos del liberalismo, esa voluntad completamente autodeterminada de la que hablaba Kant. Sabemos que nuestro libre albedrío, en caso de que realmente exista, está continuamente hostigado por nuestra biología y perimetrado por nuestras circunstancias sociales y que, si bien parece cierto, como sostiene Locke, que no nacemos miembros de ninguna iglesia, ello no obsta para que rápidamente seamos socializados en creencias y valores, en hábitos mentales que nos condicionan en medida que todavía no sabemos calibrar con exactitud pero que, en todo caso, ponen en entredicho que nuestros actos sean cabalmente libres.

Si esto fuera así, si nuestra sospecha hacia los fundamentos de nuestra conducta fuera tan fuerte como para afirmar que no hay en el mundo más que implacables relaciones sociales e invencibles instintos biológicos, ciertamente tendría poco sentido seguir hablando de liberalismo. Sin capacidad de elegir, todo el edificio de la autonomía individual se viene abajo. Afortunadamente, los liberales son dados al pragmatismo y no se dejan paralizar por tremendismos metodológicos. Es decir, para nuestros propósitos, que es el de regular la convivencia, no nos debe quitar el sueño saber si existen o no en este mundo los actos libres. Porque frente al inverosímil acto completamente autodeterminado, el acto libre, tenemos el probable acto voluntario, que es el acto que no se manifiesta como fruto de una coacción física, un acto que es empíricamente detectable. Un acto voluntario en el siglo xvii era el de pertenecer a una iglesia reformada, una de esas sectas protestantes que se habían puesto de moda en la época de Locke. Pero nosotros podemos extrapolarlo a cualquier plan o concepción de la vida buena vigente en el año 2017, plan o concepción que un liberal se siente obligado a respetar en tanto no aparezca marcado por ninguna señal de violencia, esto es, nos parezca voluntario, y no altere el orden público, esto es, no violente el orden legal que maximiza la libertad de todos.

Lo que quiero expresar con esto es que el liberalismo es una doctrina que no tiene o no debería tener ambiciones epistémicas fuertes –es política, no metafísica, como diría Rawls– y que, por tanto, se conforma con que los actos aparezcan revestidos de una apariencia de libertad, es decir, sean voluntarios. Esto implica que ante una conducta que no comprendemos la actitud por defecto del liberal es la del respeto. Respeto no significa candidez. El liberal puede sospechar en la extraña conducta de otros la existencia de una fuerte heteronormatividad distante del ideal de autonomía. Pero esa sospecha no le hace sentir el deseo de correr a liberar a una persona de sí misma. Lo que me lleva a mi definición preferida de liberal, que creo que es de Stendhal: Ser liberal es no enfadarse por las manías de los demás. En consecuencia, el liberal se prohíbe a sí mismo la libertad de moldear desde el gobierno o el parlamento el carácter de los ciudadanos. Y no es que el liberal ignore las ventajas de todo tipo que ofrecen los ciudadanos virtuosos, sino que entiende que ese aprendizaje de la virtud debe dejarse en buena medida a la esfera privada. En lugar de pensar que las personas han de ser mejoradas para que puedan ser libres, el liberal cree en la libertad como condición de nuestro auto mejoramiento. Mantiene con la virtud una relación análoga a la que tiene con el conocimiento: un cierto optimismo en que será el libre intercambio de ideas, y no el establecimiento de un credo o un catecismo oficial, el que haga prosperar la virtud y saber.

La sociedad venezolana esa esclavizada y colonizada bajo la publicidad dada por el gobierno madurista, idiotizada que acepta todo mediante una bolsa de alimentos.

Si las manías de los demás no enfadan a los liberales, cabe preguntarse qué es lo que les enfada entonces. Saber cuál es su mal absoluto, su summum malum, es a veces una guía más eficaz para entender la entraña de una doctrina política que un prolijo tratado sobre sus bienes y valores. Sabemos, por ejemplo, que a los conservadores les saca de quicio el desorden, y que los socialistas detestan, por encima de todo, la desigualdad. ¿Qué es lo que no puede aguantar el liberalismo? Bien, yo diría que lo que más molesta a un liberal, deducible por cuanto llevamos dicho, es la arbitrariedad. Arbitrario es aquello que se sustrae a la razón o a la ley y se funda en el capricho o voluntad del poderoso, esto es, aquello que nos devuelve al mundo del autócrata contra el cual el liberal se rebeló. Dado que, en su grado máximo, la arbitrariedad se convierte en crueldad, me gustaría acabar proponiendo una clase de liberalismo para nuestros días que hiciera precisamente de la crueldad su némesis, su bestia negra, su absoluto contradictor.

Hacer del liberalismo la doctrina que combate contra la crueldad no es una idea mía, sino de una pensadora americana de origen centroeuropeo, una de mis últimas mentoras, una figura importante del pensamiento político del pasado siglo, acaso injustamente olvidada hoy. Se llama Judith Skhlar, y es autora de dos libros que considero muy valiosos, como son Los rostros de la injusticia y Vicios Ordinarios. Pues bien, esta pensadora acuñó un concepto de liberalismo muy claro, muy intuitivo y muy eficaz. Dice Skhlar:

«El liberalismo es la doctrina que sostiene que cada persona adulta debe ser capaz de tomar, sin miedo y sin favor, tantas decisiones efectivas sobre su vida sean compatibles con la libertad de igual tipo de los demás».

A esto Skhlar lo llama liberalismo del miedo, porque, frente al liberalismo de los dere-chos, que es el liberalismo estándar, aquí lo capital es evitar el miedo en las personas. Es decir, el énfasis se pone en prevenir una cierta disposición fisiológica, la más corrosiva de todas y no tanto en facilitar o habilitar una serie de facultades. El liberalismo del miedo es por entero compatible con el liberalismo de los derechos, cuyo máximo representante contemporáneo sería Rawls –compañero de claustro en Harvard de Skhlar– pero mantiene una prioridad lógica respecto de este, en tanto los derechos no serían sino uno de los expedientes con los que el liberalismo intentar prevenir el miedo en sus ciudadanos, porque cuando uno está seguro de sus derechos, entonces no tiene miedo.

Me parece un enfoque interesante, porque en general prefiero doctrinas que sean capaces de proporcionar a sus ciudadanos una pauta ética sencilla, intuitiva, y eficaz a doctrinas más elaboradas que traten de explicar, no cómo debemos conducirnos los unos con los otros, sino cómo debe estar diseñada la sociedad para que esta sea justa, que es lo que pasa con los liberalismos de los derechos. Estos terminan por depender de experimentos mentales (desde el velo de la ignorancia de Rawls o la subasta de derechos de Dworkin, o la propia y fundadora idea del contrato social) que inevitablemente dejan cabos sueltos, abriendo la puerta a bizantinas discusiones que buscan evitar que la doctrina sea defectiva. En cambio, un principio intuitivo como el de evitar que las personas vivan con miedo me parece una afilada navaja capaz de cortar nudos gordianos que de otra manera resultan esquivos. Un principio que hace cierta la promesa de que el liberalismo debe ser una doctrina eminentemente práctica y no metafísica.

El mandato de precavernos del miedo tiene además la virtud de devolver al liberalismo a sus orígenes humanitaritas. Porque no debemos olvidar que la defensa de la libertad de conciencia en la obra de los fundadores del credo liberal no era una preocupación teórica, sino estrictamente humanitaria. Locke, Voltaire o Montesquieu eran personas que habían visto arder a personas en las plazas de sus ciudades por causa de su fe. No es que un día decidieran que la libertad religiosa era una construcción teórica plausible. Lo que pasaba es que querían evitar el sufrimiento y el miedo a sus coetáneos, cuyos gritos de dolor en el cadalso no habían sido capaces de olvidar.

Este, me parece a mí, sigue siendo un buen motivo para ser liberal: que nadie viva con miedo. Y si ahora retomamos el comienzo de nuestra exposición, vemos cómo esos dos hilos que hemos dicho son como la trama y la urdimbre del liberalismo, la crítica anti absolutista y la crítica antiestamental, desembocan en una aparente paradoja: que el liberalismo descansa en una psicología que es a la vez misantrópica y humanitaria o compasiva.

La misantropía nos induce a creer que cualquier persona, por recta o proba que nos parezca, tarde o temprano abusará del poder que le sea delegado, y que por ello siempre es necesario limitar constitucionalmente a los gobiernos, también cuando son electos. Con las relaciones horizontales de poder rige la misma prevención: es dudoso que el respeto mutuo brote espontáneamente del corazón de los hombres, y son por ello necesarias leyes coactivas que regulen la convivencia. Este prudente escepticismo no comporta, debo aclarar, una antropología esencialmente pesimista sobre la naturaleza humana, sino un juicio prudente sobre la facilidad con que la pasión puede ocupar el papel de la razón en la vida colectiva: «Si todos los atenienses fueran como Sócrates, la asamblea ateniense seguiría siendo un tumulto», observa Madison. Tentación absolutista y deriva tumultuaria son riesgos siempre presentes, que invitan a repartir bien los poderes y centros de decisión.

Pero junto a este componente misántropo, existe una disposición compasiva que desea evitar los efectos corrosivos del miedo en las personas, porque si queremos que todos puedan desarrollar con libertad sus capacidades o gustos, el primer requisito es poder vivir sin la pesada argolla del miedo. Ciertamente hoy no tenemos miedo a ser quemado en la plaza pública por herejes, pero hay innumerables fuentes alternativas de temor que ponen plomo en nuestras alas. Vive con miedo quien tiene su integridad física amenazada, vive con miedo quien no se somete a una coacción identitaria, y vive con miedo quien carece de recursos suficientes para afrontar, en solitario o en familia, el negocio ordinario de la vida. Si la pobreza es un mal es precisamente por eso, porque aniquila la confianza de las personas obligándolas a vivir con miedo. En todos esos frentes el genuino liberal se sabe, hoy como ayer, emplazado, y en todos estos frentes, el liberal se enfrentará a dilemas y casos difíciles sin soluciones fijas. A falta de manuales, buenas son las linternas.

El presidente Maduro es neoliberal y sus consejerías llevaron al cadalso a Evo Morales.

Para que el mal triunfe, solo hace falta que los hombres buenos no hagan nada" constituye sin lugar a dudas el eslogan más conocido atribuido al político británico del siglo XVIII Edmund Burke (1729-1797). Y bien podría ser la síntesis de muchas de sus consignas, pero esa frase no es suya, aunque si aguantan hasta el final del artículo les revelaré la auténtica.

Y esto sirve como epítome al título. Existe mucho Edmund Burke desconocido y los políticos siempre estarán ávidos de inspiración para los cuales Burke constituirá un arsenal repleto de ideas políticas desbordantes y retórica inspiradora en este siglo del conflicto y la incertidumbre. Y lo es sobre todo por dos motivos fundamentales: porque tuvo que dar respuesta a la globalización de su tiempo y, a su vez, tuvo que contestar al populismo que estrenaba sus ropajes totalitarios.

Burke representa un enorme desafío intelectual para aquellos que se aproximan a su figura. Su pensamiento político ha seguido influyendo mucho tiempo después de que sus contemporáneos le reconocieran como uno de los grandes políticos y filósofos políticos de todas las épocas.

Se ha desplegado a lo largo de tres siglos y algunos de los sobresalientes nombres que se exponen a continuación se reconocen como deudores suyos: George Canning, lord Acton, Gladstone, Macaulay, Bentham, Disraeli, Wordsworth. Los presidentes de Estados Unidos Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson, que realiza su tesis doctoral sobre Burke y el parlamentarismo, o Reagan a través de Kirk. Churchill, Thatcher, Chesterton, Yeats, Eliot, Hayek, o el último, Jesse Norman, , o David Cameron que inspira su Big Society en Burke.

El renovado interés por su pensamiento aparece en plena Guerra Fría por su utilidad en la lucha contra el totalitarismo ante el desarme intelectual que se sigue en Occidente tras 1945. Sin embargo, en este siglo XXI se empiezan a explorar aspectos de su obra que no se habían abordado durante los siglos anteriores, como son su relación con el derecho natural, con la metafísica y la ascética, y con la retórica, así como la imaginación moral o el conocimiento intuitivo. Como nos recuerda Parkin al hablar sobre Burke, la «legitimidad está condicionada por nuestras opciones reales y por las opciones morales, que posibilitan que se puedan defender intereses contrapuestos y su reconciliación». Y por eso nos aporta respuestas para este mundo nuevo de la globalización y la antipolítica.

Esa globalización incipiente a la que debe hacer frente en el XVIII se plasma en su análisis y defensa legal y política del Imperio Británico con la pérdida de las colonias americanas y el mantenimiento de la Compañía de las Indias Orientales manejada por el perverso y eficaz Hastings. Esta respuesta acabará afectando incluso a su natal Irlanda antes de que encare la independencia. La ley como institución liberal que permite el concurso de la civilización en la forma de tradición jurídica que en el caso inglés siempre se asocia al Common Law, el juego constitucional de la monarquía parlamentaria, y la justicia como fin político superior.

La política se presenta como un juego de espejos perfectibles que se fundamenta en la defensa de la libertad y la limitación del poder arbitrario, la atención a las circunstancias en combinación inteligente y prudente con los principios y las capacidades de los gobernantes en lograr el buen gobierno, y en la búsqueda de la estabilidad, plataforma del moderantismo en política. La reforma permanente se muestra «como un acuerdo amistoso que evita el conflicto» y por lo tanto es el método liberal reformista como alternativa a las revoluciones.

Los populistas de su época, como los de ahora, no innovaron mucho, ni tan siquiera en la Revolución francesa. Tomaron todos los prejuicios de su tiempo y los retorcieron; la corrupción de los representantes políticos por la influencia del rey Jorge III, que buscaba ser un rey patriota, o los exagerados privilegios de los nobles franceses; la religión y la tolerancia; el cambio de costumbres sociales asociados a la revolución industrial; los modernos medios de comunicación, y sobre todo la explosión de la prensa y los panfletos políticos. En 1790, cuando Burke y Paine publican los suyos, se calcula que se publicaron casi cuatro mil panfletos que llegaron a los diez millones de copias. Un caldo de cultivo que separados los nombres propios es muy similar al actual.

Y no debemos olvidar la famosa batalla del Wilkes and Liberty, en el que se introdujeron todas las presiones de su tiempo para reformar tanto el Parlamento como el sistema electoral. El patente rechazo a la aristocracia y a la élite administrativa, eclesiástica y militar para conformar una nueva «élite revolucionaria» o una «élite del dinero» y debilitar todo el orden constitucional sirvió para que Burke las denunciara como «oscuros leguleyos de provincia» o «a los jóvenes que hacen crecer su barba sobre la ginebra bebida en la India».

Burke resistió, convenció y venció, y por eso la democracia liberal británica es la más reconocida en la historia de la humanidad. Como reza la arcana broma de la admiración de un joven español ante un viejo jardín británico, su propietario le decía que no era nada, que no necesitaba nada extraordinario, solo regarlo y cortarlo, y así durante doscientos años.

Sin embargo, esos populistas revolucionarios consiguieron parcialmente en el continente lo que en la isla preservaron. En Inglaterra, gracias a la influencia de Burke, se mantuvo la Constitución británica, la monarquía, el sistema electivo pese a los cantos de sirena del «no nos representan». Y lo logró porque en esencia forma parte de la defensa de lo «inglés» con sus comentarios en el Annual Register, en su correspondencia privada con los Adam Smith, David Hume y Paine de su tiempo, y la Ilustración de la isla. En el Annual glosaba, con asombro y alejado de la propaganda de las obras de los epígonos menores de Montesquieu, a esos provocadores que eran Rousseau y Voltaire y su retahíla de admiradores banales. Conocía todo lo que se publicaba y lo acercaba a los caballeros británicos. Estaba en guardia sobre lo que escondía el disfraz de lo moderno.

Para ello tuvo que desarrollar una constante lucha argumental y filosófica, proveyendo de respuestas contextuales a las grandes batallas políticas que sufrió el verdadero acelerador de partículas históricas que es el siglo XVIII. Ese siglo que en España por influencia de la tradición francesa se conoce como «El siglo de las luces», en Inglaterra como «El siglo religioso» y que sin embargo nosotros proponemos completar la definición con «El siglo de la legitimidad política». Efectivamente ese siglo trae el moderno concepto de legitimidad política democrática basada en la soberanía nacional y en las elecciones que crean los representados y los representantes en un Parlamento fuera de los estamentos, con monarquías parlamentarias o repúblicas.

Para ello confronta la teoría del contrato social de Rousseau y de Bolingbroke en su primera obra la Vindicación de la Sociedad Natural, aparecida en 1756. Ese es el comienzo de una vida apasionante y compleja, reflejo vital de su siglo. La suya es una biografía que por el simple placer de la aventura vital merece la pena ser leída como tal. La de un personaje que no es decisor político como el gran primer ministro Pitt el Joven, pero que ejerce en la historia de la humanidad una influencia mayor.

Se debate entre un futuro literario a la altura del gran Samuel Johnson, amigo y parte del propio «The Club» que funda Burke, con su obra Ensayo sobre lo sublime y lo bello, y un comienzo incierto en política de la mano de Hamilton, «el del único discurso». No obstante, cualquiera de las obras que le acompañan hubieran bastado para que tuviera su lugar con nombre propio en los anales de la historia. En los Pensamientos sobre el descontento actual funda la moderna teoría de los partidos políticos «como asociaciones de iguales para defenderse del poder arbitrario y compartir ideales necesarios y transparentes para la edificación moral de la política».

Nada que añadir a los dos panfletos sobre las Colonias americanas que inauguran una tradición que continuará Tocqueville sobre «el amor a la libertad de las colonias… y esa terquedad de la política que busca tener razón en vez de buscar la felicidad de los gobernados». La carta a los electores de Bristol, de 1774, es el documento que explica como ninguno lo que es la democracia representativa: «El Parlamento no es un congreso de embajadores, cada diputado representa a toda la nación y no solo a una parte de la misma […] porque el gobierno es cuestión de razón y de juicio, no debe sacrificarlos a la opinión de sus representantes, aunque sus representados deben ser lo que más pese en esa opinión».

Así que Evo se dejo engullir con el fariseísmo y populismo de los falsos revolucionarios.

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