España: La revolución del polvo

Jueves, 12/12/2019 07:35 AM

Un día Portugal hizo "la revolución de los claveles". En los demás países de Europa no sé si se ha hecho alguna otra en los últimos tiempos, pero en España, al menos desde un punto de vista antropológico, me parece concluyente la experimentada, además sin voluntad, porque ha llegado por sí sola. Me refiero a la "revolución del polvo". Una revolución silenciosa que tuvo lugar casi inmediatamente al finalizar la dictadura tras casi medio siglo de represión sexual, y ha llegado hasta hoy. Más bien una agitación social que da la impresión de salvar a este país de muchas cosas. Incluso, a pesar de la violencia de género por una serie de concausas y dejándola al margen, a la España de la agresividad latente tanto tiempo reprimida. Lo malo es que con ello, lamentablemente también se ha disipado mucha bizarría que no hay que confundir con fanfarronería y chulería, tan españolas...

Porque yo creo que esa libertad sexual de la que España estuvo ayuna cuatro décadas y el efecto de la relajación de la tristeza post coito, influyenmucho más significativamente de lo que parece en la pereza revolucionaria de las izquierdas. Esto, por un lado. Pero es que, por otro y con similar potencia, influye el acceso fácil al consumo de baja intensidad. Con una camaa cubierto, un bocata de buen jamón (como elque acabo de comprar en A Coruñapor 1,20), un móvily un polvo en cualquier váterhoy, refugiado en la comodidad de la pancarta, del chiste fácil o de la ocurrencia escueta en la Intetnet, a cualquiera se le quitan las ganas de reaccionar con amenazas de verdad. Es lo que tienen la libertad, la libertad sexual desconocida y las pulsiones que originan ambas en comparación con la sexualidad frustrada de la dictadura...

Y digo esto, porque creo que las izquierdas han perdido la batalla definitivamente. No se trata ya ni de rendirse ni de resistir numantinamente. La batalla que empezó a librar la izquierda en 1917 terminó en Occidente con la caída del muro de Berlín. Oriente, los países orientales, nunca no se han salido del continente asiático. Pero Occidente, unas veces a su frente un imperio y otras otro, unas veces una nación y otras veces otra con todos sus ciclópeos intereses es el que hace la Historia del mundo. Pues la Historia propiamente dicha, al menos para nosotros, es la Historia de Occidente cuya acción ha ido siempre mucho más allá de sus confines geográficos convencionales desde 1494. Año en que empieza la Edad Moderna, el día que el papa Alejandro VI traza una divisoria que supuso repartirse el mundo entre la Corona de Portugal y la Corona de Castilla (a ésta, por cierto, a cambio de contraer el deber de humillar a las naciones bárbaras y reducirlas a la Fe Católica, como expresa la bula papal Inter Caetera). Empieza aquel día y parece estar terminando en nuestra época. Pues Occidente, la civilización occidental, arrastrando al resto, parece haberse fijado, de una manera entre inconsciente y vesánica el tope de su tiempo de existencia. El cambio del clima planetario provocado por su sistema que se perfila devastador para la vida y parece irreversible, es ese tope. Las señales empezaron a mostrarse hace mucho tiempo. Al menos hace mucho tiempo que los espíritus finos empezaron a albergar la sospecha de que algo en la biosfera iba rematadamente mal. Aquellos, entre los que me cuento, veían el asunto del clima global como un trasatlántico a la deriva que, con el paso de las décadas iba disponiendo de menos tiempo para enderezarse y evitar el hundimiento. Sin embargo, toda voz de alarma en tal sentido resultó siempre hasta ayer un vaticinio de mal agüero que los llamados a tenerla en consideración, esto es, los mandatarios y los responsables de los poderes económicos de cada país y del mundo entero, no han querido ni escuchar. Quizá porque si hubiesen prestado la atención que la amenaza merecía, la estructura entera de la sociedad occidental se hubiese desplomado...

Desde luego en este asunto y sus concomitantes, la izquierda local y mundial, es decir, quienes reflexionan a conciencia frente a sus oponentes arrastrados sólo por sus pasiones principales: la ambición de poder y la riqueza, tienen mucha culpa cuando han gobernado. Precisamente por su sentido de la responsabilidad del que carecen los otros y porque, presas de la pusilanimidad que está sólo a un paso de la cobardía, no tuvieron el valor de enfrentarse a ellos.

Sea como fuere, la izquierda ha perdido ya la batalla antes de empezarla. Porque lo que de ella llega ya no son pensamientos revolucionarios. Mucho menos decisiones políticas valientes. Y al decir que no son revolucionarios no quiere decirse que hubiesen de desembocar necesariamente en actos violentos. No son revolucionarios porque son tibios, ambiguos, incluso vacilantes y por eso carecen de fuerza y de firmeza. Las privatizaciones de la izquierda y una de sus graves consecuencias, las puertas giratorias, son la prueba inequívoca de su debilidad y de su dejarse llevar por la corriente neoliberal. Sobre todo cuando medía España espera, inútilmente, desde 1978 la materialización de dos propósitos fundamentales para la conciencia de la España perdedora, marginada o tangencial: la reforma en profundidad de la Constitución y el referéndum monarquía/república.

Así es que, visto lo visto y dada mi edad, voy a ir renunciando al progresismo. Para qué. Visto que no voy a vivir en una República, que la justicia ordinaria y la justicia social no van a pasar de la ilusión de los bien nacidos, de los ingenuos y de los gilipollas; visto que el franquismo avanza como la marabunta; visto que Europa se pasa la vida llamando al orden a España -ahora a la mismísima Justicia ha sido objeto de censura-, pero no puede con ella; visto todo eso, a partir de ahora voy a valorar más todo lo que de positivo hay en mi vida personal, que es mucho. Por lo que se refiere a la clase política, a los políticos impostores de la falsa izquierda que en lo material viven mejor que yo, a los injustos, a los ricos, a los amorfos, a los abusadores, a los embusteros, a los logreros, a los ignorantes y a los necios, que les den... Yo me retiro a mis palacios de invierno, dejo la lucha de clases y abandono personalmente esa batalla a fondo que -ya estoy convencido- nunca van a librar los que debieran. Al menos que no la van a librar con los objetivos y la prontitud que deseamos. Y no sólo yo, sino también muchos millones de españoles. Pero, sobre todo, porque también veo que, si se atreven, no la van a librar con el mismo ardor y la misma determinación con los que la libraría yo...

(Nota. De todos modos pese a lo que digo de retirarme de la progresía, aviso a navegantes: no me extrañaría que mañana o cualquier otro día vuelva, por la parte de atrás, a meterme en la refriega).

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