Las ciencias económicas no sólo son un discurso académico, dotado de un sofisticado y especializado lenguaje, y ataviado mediante la modelización matemática. Son, también, un conjunto de referentes teórico/ético/ideológicos y una serie de prescripciones respecto a la realidad social, que inciden –directa o indirectamente, en mayor o menor medida– en la construcción del poder y en la toma de decisiones públicas. De estos referentes se desprenden pautas normativas que modelan cursos de acción, comportamientos y procesos o estrategias de intervención en la realidad y en sus problemáticas. De ahí que, en principio, no sean ciencias neutrales ni objetivas como se precian de serlo las ciencias físicas, sino que son disciplinas interesadas al estar preñadas de rasgos éticos e ideológicos. Ello es así pese a la soberbia de los economistas.
En ese sentido, cabe argumentar que no existe una teoría económica monolítica, sino que existen múltiples y distintas teorías económicas que bien podrían complementarse las unas a las otras; aunque sea una de ellas la que se erige en el mainstream, en la corriente hegemónica que tiende a subsumir y ningunear al resto tras perfilar su superioridad científica. También cabe puntualizar que lo económico no remite, exclusivamente, a la relación costo/beneficio, ni al trapicheo o a la simple acción compra/venta.
No sólo invadida por el autismo que corroe sus entrañas y le aleja de otros saberes y disciplinas, la teoría económica convencional –nos referimos a la neoclásica proveniente de las escuelas anglosajonas de economía, negocios y finanzas– es rebasada por el devenir incierto y volátil de los acontecimientos históricos y se muestra incapaz de explicar el origen y comportamiento de las crisis económicas contemporáneas. Esta teoría económica alcanza un nivel de sofisticación tal, que olvida –premeditadamente o no– estudiar la realidad social como una totalidad y atender sus dimensiones histórico/geográficas.
Pese a sus incapacidades predictivas y a sus limitaciones teóricas para explicar una gran cantidad de fenómenos (el subdesarrollo, la desigualdad extrema, la injusticia social, la pobreza, el hambre, las recurrentes crisis del capitalismo, la insuficiencia de crecimiento económico, el desempleo, entre otros) que afectan la vida cotidiana de los ciudadanos, la teoría económica convencional adolece de la arrogancia, jactanciosidad y autocomplacencia de quienes la ejercen académica y profesionalmente. Revestidos con el aura de la cientificidad objetivista, encubren, invisibilizan y tergiversan el carácter histórico de la praxis económica; las relaciones de poder que subyacen en el proceso económico; las condiciones de explotación como génesis de la desigualdad económica; las contradicciones de la ilusión del progreso; el carácter consustancial o inherente de las crisis en el capitalismo; la contradictoria y depredadora relación sociedad/naturaleza y el colapso climático; así como la génesis de las guerras y los conflictos intestinos.
Más aún, persisten varias inadecuaciones entre la teoría económica convencional y los hechos históricos. De tal modo que, como corriente principal, hace de sus supuestos un dogma incuestionable e inmutable que se antepone a la realidad para predecir el comportamiento humano. Por ejemplo: el autismo de la teoría económica convencional reincide en el tratamiento de la pobreza desde una óptica cuantitativa y paliativa; al tiempo que obvia la explotación, la exclusión social, la estratificación y las relaciones de poder consustanciales al capitalismo. Incapaz de predecir y explicar la crisis económico/financiera del 2008/2009, los representantes de esta profesión que entronizan su discurso en los mass media, instalan –en este 2020– la idea de que la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 provoca la crisis de la economía mundial. Culpar a un minúsculo patógeno (https://bit.ly/2C5ZYmM), novecientas veces menor al ancho de un cabello y con una letalidad del 1% (los distintos tipos de cáncer causan, anualmente y a nivel mundial, la muerte de 9.6 millones de personas), de una más de las manifestaciones de la crisis estructural del capitalismo, no solo es irresponsable, sino falto de toda honestidad y de mínima validez y cientificidad. Esto es, tal como lo argumentamos en otro espacio, la crisis epidemiológica global se incubó en la misma crisis sistémica y ecosocietal del capitalismo (https://bit.ly/3esaRhl).
Además, en sus pretensiones de cientificidad, la teoría económica neoclásica se enmarañó en las prioridades propias de las técnicas administrativas y de la gestión. Aunado ello a que esta teoría económica suele preocuparse más por la psicología modelizable del consumidor y del empresario, que por el sentido y lógica del proceso económico en su conjunto.
Regida por el supuesto de un homo œconomicus imaginario, ahistórico, eterno, desanclado de la dimensión territorial/ambiental, y dotado de una supuesta racionalidad ilimitada, la teoría económica convencional se extravía en las arenas movedizas de la era de la incertidumbre. Este enfoque teórico de la ciencia económica, en sus modelizaciones, hace del ser humano un cyborg ahistórico y mercantilizado que compra, vende y maximiza ganancias, como si no existiese el poder, lo político, el sentimiento, lo poético, lo lúdico, el derroche, lo artístico, lo religioso, y las decisiones y comportamientos irracionales. De ahí su autismo y su violencia epistémica.
Obsesionada por el equilibrio y por la eficiencia económica, antepone el dogma de la competencia perfecta porque sin estabilidad, es imposible sostener sus modelizaciones econométricas. Obviando con ello el conflicto social y la(s) violencia(s) que subyace en el proceso económico y en la acumulación de capital; así como el desequilibrio consustancial al comportamiento y dinámica del capitalismo. Esto es, la contradicción y el cambio social –más no el equilibrio defendido por una economía neoclásica, que parece más una economía termodinámica–, son los rasgos fundamentales del proceso económico.
El aislamiento de los economistas convencionales y la creencia de que su ciencia es exacta y más rigurosa que otras, no solo abre un foso con la misma realidad, sino con la posibilidad de emprender diálogos interdisciplinarios con miras a apoyar las decisiones relativas a los problemas públicos. Interesados estos profesionistas en pequeños problemas susceptibles de modelización matemática –regida por el supuesto infundado de la escasez– tras descontextualizarse de las relaciones de poder, de las instituciones y del análisis histórico, terminan por no brindar respuesta a los grandes, inmediatos y cotidianos problemas sociales en torno a los cuales preguntan –y angustian a– los ciudadanos de a pie.
Para estos economistas –formados en el paradigma de las universidades anglosajonas–, el mercado –la intersecación de las curvas de la oferta y la demanda– y su soberanía, es el principal mecanismo para asignar los recursos y para ordenar las relaciones sociales. Contraria a la economía política clásica y a la crítica de la economía política, que fundaron sus obras en la necesidad de comprender los fenómenos económicos con el fin de explicar de mejor forma el conjunto de la sociedad, la teoría económica convencional se pretende aséptica y distante del resto de las ciencias sociales. Tergiversando la metáfora de la mano invisible introducida por Adam Smith en su obra fundacional La riqueza de las naciones, esta modalidad de ciencia económica reniega de las funciones económicas del Estado y del papel de las instituciones en la procuración de la equidad social. Abriendo con ello falsos dilemas que agrietan la historia del pensamiento económico, así como el diseño y ejercicio de la política económica: ¿Estado o mercado?; o, bien, ¿más Estado o más mercado en la vida social? ¿Inflación o pleno empleo? ¿Gasto público o austeridad fiscal? ¿Eficiencia económica o equidad social? Estos falsos dilemas son, esencialmente, dilemas dados por los juicios de valor y por la tendenciosidad ideológica que predominan entre quienes los plantean.
Esta utopía del mercado autorregulado es la eterna entelequia que la ciencia económica convencional pretende justificar para omitir la relevancia de la praxis política y las funciones estratégicas del Estado relacionadas con la distribución de la riqueza y con el carácter contradictorio del progreso.
Los economistas convencionales no cuentan con respuestas mínimamente estructuradas respecto a los grandes tópicos temáticos de su disciplina. Y no por ignorancia –aunque no son pocos quienes la padecen y les lapida la mente–, sino por la obstinación ideológica que subyace en sus supuestos y que –como gremio profesional– los posiciona en una situación de insularidad.
Que en sus teorías se equivoquen, no solo es un asunto de incumbencia estrictamente académica e intelectual, sino que tiene implicaciones sociales en la medida que su disciplina incide en las decisiones públicas y en los cursos de acción. Esto es, el tratamiento de este tema no es baladí, pues el trabajo de los economistas convencionales –especialmente de aquellos cercanos a las decisiones públicas y al poder– no rinden frutos en cuanto a las soluciones que esperan los ciudadanos respecto a los problemas públicos más acuciantes. Ello significa que las poblaciones padecen los efectos negativos de las prescripciones fundamentadas en supuestos infundados que se pretenden universales y carentes de mínimo trabajo empírico respecto a las especificidades de los problemas públicos y a las diferencias y singularidades en las forma de vida entre una sociedad y otra. Por ejemplo, si se prescribe la austeridad fiscal en economías nacionales con escenarios recesivos, serán severos los impactos en la caída del crecimiento económico, el empleo y de los indicadores de "combate a la pobreza". Más lo serán en sociedades que experimentan crisis institucionales.
Ante un mundo incierto y plagado de laberintos que conducen al desconcierto, representantes de la corriente principal de las ciencias económicas como Richard B. Freeman –docente de la Universidad de Harvard–, señalan que en el crecimiento de una economía nacional, "la suerte parece tan importante como la política económica". Hundida en la resignación tras apelar a la suerte, la teoría económica convencional se parece más a las ciencias ocultas que a la sistematización y el rigor metodológico en la construcción del conocimiento científico. A su vez, ello demuestra que la historia del pensamiento económico sintetiza las disputas ideológicas que subyacen en los arreglos sociales en torno a la distribución de la riqueza. La teoría económica convencional –en este sentido– es fruto de una correlación de fuerzas ideológicas cercanas al poder y que naufragan en la ficción, el misticismo y el autismo.
Cabe señalar también que la teoría económica neoclásica es la expresión más acabada de la praxis científica que encubre su ideología para construir poder e incidir en las decisiones públicas. En ello es crucial invisibilizar y silenciar vastas porciones de la realidad social.
A grandes rasgos, el dogmatismo y la fe en una ciencia económica unificada, conduce a ningunear otras miradas en torno a los problemas contemporáneos, en aras de legitimar un sistema económico y un proceso (des)civilizatorio que, en sí mismo, tiene en sus entrañas la exclusión, la opresión, la depredación de la naturaleza, y la ausencia de democracia. No solo la economía mundial contemporánea está en crisis, sino también lo está la ciencia económica que le estudia sin gran capacidad para desentrañar su esencia y dinámica.
Haciendo un ejercicio de pensamiento crítico constructivo, para abrir el ostión de la teoría económica convencional resulta preciso que sus académicos y profesionistas aprendan a dialogar con otras tradiciones de pensamiento (keynesianismo, institucionalismo, marxismo, estructuralismo latinoamericano, etc.) e, incluso, abrevar de los avances que desde dentro de su propio paradigma se gestan –pensemos en los aportes neoclásicos de Amartya Sen, Joseph E. Stiglitz, Dani Rodrik, entre otros). Sin este diálogo a su interior, serían impensables otros diálogos multidireccionales con disciplinas como la sociología, la ciencia política, las relaciones internacionales, la historia, la antropología, entre otras, que pretenden construir respuestas en torno a los grandes problemas de la humanidad. Es preciso también romper las ataduras de sus supuestos restrictivos y el grillete que impone el individualismo metodológico. Ante la soberbia, el complejo de superioridad, y las cegueras ideológicas, es necesario anteponer la honestidad, la modestia y la humildad socrática; pues de lo contrario, la sexta extinción perfilada por el colapso climático y la inanición que impone el desempleo masivo, terminarán por lapidar a las sociedades humanas.
Que el presente y el destino que se forja la humanidad estén en función de lo que un economista susurre al oído de gobernantes y planificadores, es para llamar la atención y someterlo a reflexión, análisis y escrutinio. De ahí que sea posible argumentar que si la ciencia económica no dialoga con otras disciplinas, continuará omitiendo vastas parcelas de la realidad social y no superará su condición de inducido autismo. Si cualquier teoría social, política o económica no comienza por cuestionarse a sí misma en sus fundamentos, postulados, supuestos, contribuciones, alcances y limitaciones, no podrá recrearse a sí misma, ni responder a las grandes preguntas que suscitan los problemas públicos. Más aún, sin un ejerció del pensamiento crítico sobre sí misma, toda ciencia será un corpus teórico inerte, petrificado y distante del mundo fenoménico. Y si ello ocurre, el conocimiento no solo se torna en dogma, sino en una lápida que ciega a la misma academia y a las élites políticas que toman las decisiones públicas.